CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera y última predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia.
Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); han asistido también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.
Las predicaciones anteriores se publicaron íntegramente en Zenit el 7 y el 14 de diciembre.
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P. Raniero Cantalamessa
Tercera Predicación de Adviento
a la Casa Pontificia
Spe gaudentes, alegres en la esperanza
1. Jesús, el Hijo
En esta tercera y última meditación, dejando ya a los profetas y a Juan el Bautista, nos concentramos exclusivamente en el punto de llegada de todo: el «Hijo». Desde esta perspectiva, el texto de Hebreos evoca de cerca la parábola de los viñadores infieles. También ahí, Dios envía primero a siervos; después, «por último», envía al Hijo diciendo: «A mi Hijo le respetarán» (Mt 21, 33-41).
En un capítulo del libro sobre Jesús de Nazaret, el Papa ilustra la diferencia fundamental entre el título «Hijo de Dios» y el de «Hijo» sin más añadidos. El sencillo título de «Hijo», al contrario de cuanto se podría pensar, es mucho más rico de significado que «Hijo de Dios». Este último llega a Jesús tras una larga hilera de atribuciones: así había sido definido el pueblo de Israel y, singularmente, su rey; así se hacían llamar los faraones y los soberanos orientales, y de tal forma se proclamará el emperador romano. De por sí, no habría sido suficiente por eso para distinguir a la persona de Cristo de cualquier otro «hijo de Dios»
Es distinto el caso del título de «Hijo», sin otro añadido. Aparece en los evangelios como exclusivo de Cristo y es con él que Jesús expresará su identidad profunda. Después de los evangelios es precisamente la Carta a los Hebreos la que testimonia con más fuerza este uso absoluto del título «el Hijo»; está presente allí cinco veces.
El texto más significativo en el que Jesús se define a sí mismo «el Hijo» es Mateo 11, 27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». La frase, explican los exégetas, tiene un claro origen arameo y demuestra que los desarrollos posteriores que se leen, al respecto, en el evangelio de Juan tienen su origen remoto en la conciencia misma de Cristo.
Una comunión de conocimiento tan total y absoluta entre Padre e Hijo, observa el Papa en su libro, no se explica sin una comunión ontológica o del ser. Las formulaciones posteriores culminantes en la definición de Nicea, del Hijo como «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», son por lo tanto desarrollos osados, pero coherentes con el dato evangélico.
La prueba más fuerte del conocimiento que Jesús tenía de su identidad de Hijo es su oración. En ella la filiación no está sólo declarada, sino vivida. Por el modo y la frecuencia con que recurre en la oración de Cristo, la exclamación Abbà da testimonio de una intimidad y familiaridad con Dios sin igual en la tradición de Israel. Si la expresión se ha conservado en su lengua originaria y se ha convertido en la característica de la oración cristiana (Ga 4,6; Rm 8,15) es porque hubo el convencimiento de que se trató de la forma típica de la oración de Jesús [1].
2. ¿Un Jesús de los ateos?
Este dato evangélico proyecta una luz singular sobre el debate actual en torno a la persona de Jesús. En la introducción de su libro, el Papa cita la afirmación de R. Schnackenburg según el cual «sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es fugaz, irreal e inexplicable». «Éste -declara el Papa– es también el punto de apoyo en que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad» [2].
Ello evidencia, en mi opinión, la problemática de una investigación histórica sobre Jesús que no sólo prescinda, sino que excluya de partida la fe; en otras palabras, la plausibilidad histórica de aquello que se ha definido a veces «el Jesús de los ateos». No hablo, en este momento, de la fe en Cristo y en su divinidad, sino de fe en la acepción más común del término, de fe en la existencia de Dios.
Lejos de mí la idea de que los no creyentes no tengan derecho a ocuparse de Jesús. Lo que desearía poner de manifiesto, partiendo de las afirmaciones del Papa citadas, son las consecuencias que se derivan de un punto de partida tal, esto es, cómo la «precomprensión» de quien no cree incide en la investigación histórica enormemente más que la del creyente. Lo contrario de lo que los estudiosos no creyentes piensan.
Si se niega o se prescinde de la fe en Dios, no se elimina sólo la divinidad, o el llamado Cristo de la fe, son también al Jesús histórico tout court; no se salva ni el hombre Jesús. Nadie puede contestar históricamente que el Jesús de los evangelios vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, que ora y enseña a orar, que funda todo sobre la fe en Dios. Si se elimina esta dimensión del Jesús de los evangelios no queda de Él absolutamente nada.
Así que si se parte del presupuesto, tácito o declarado, de que Dios no existe, Jesús no es más que uno de tantos ilusos que oró, adoró, habló con su propia sombra, o con la proyección de la propia esencia, en términos de Feuerbach. Jesús sería la víctima más ilustre de lo que el ateo militante Dawkins define «la ilusión de Dios» [3]. Pero ¿cómo se explica entonces que la vida de este hombre «haya cambiado el mundo» y que, a dos mil años de distancia, siga interpelando a los espíritus como ningún otro? Si la ilusión es capaz de obrar lo que hizo Jesús en la historia, entonces Dawkins y los demás tal vez deben revisar su concepto de ilusión.
Existe una sola vía de salida para esta dificultad, la que se abrió camino en el ámbito del «Jesus Seminar» de Berkeley, en los Estados Unidos. Jesús no era un creyente judío; en el fondo era un filósofo itinerante, al estilo de los cínicos [4]; no predicó un reino de Dios, ni un cercano final del mundo; sólo pronunció máximas sapienciales al estilo de un maestro Zen. Su objetivo era reavivar en los hombres la conciencia de sí, convencerles de que no tenían necesidad ni de él ni de otro dios, porque ellos mismos llevaban en sí una chispa divina [5]. ¡Se trata de las cosas -mira por dónde- que lleva décadas predicando la Nueva Era! Una enésima imagen de Jesús producto de la moda del momento. Es verdad: sin el arraigo en Dios, la figura de Jesús es «fugaz, irreal e inexplicable».
3. Preexistencia de Cristo y Trinidad
También en este punto, igual que en la reducción de Jesús a un profeta, el problema no se plantea sólo en la discusión con la crítica no creyente; se suscita, de manera y con espíritu distinto, incluso en el debate teológico dentro de la Iglesia. Veamos en qué sentido.
Acerca del título de Hijo de Dios se asiste a una especie de vuelta al origen en el Nuevo Testamento: al principio se pone en relación con la resurrección de Cristo (Rm 1, 4); Marcos da un paso atrás y lo sitúa en relación con su bautismo en el Jordán (Mc 1, 11); Mateo y Lucas lo remontan a su nacimiento de María (Lc 1, 35). La Carta a los Hebreos obra el salto decisivo, afirmando que el Hijo no empezó a existir en el momento de su venida entre nosotros, sino que existe desde siempre. «Por medio
de Él –dice– [Dios] hizo también el mundo», Él es «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». Una treintena de años después Juan consagrará esta conquista iniciando su evangelio con las palabras: «En el principio era el Verbo…».
Pero sobre la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre se han planteado, en el ámbito de algunas de las llamadas «nuevas cristologías», tesis bastante problemáticas. En ellas se afirma que la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre es un concepto mítico derivado del helenismo. En términos modernos, esto significaría sencillamente que «la relación entre Dios y Jesús no se desarrolló sólo en un segundo tiempo y por así decirlo casualmente, sino que existe a priori y está fundada en Dios mismo».
En otras palabras, Jesús preexistía en sentido intencional, no real; esto es, en el sentido de que el Padre, desde siempre, había previsto, elegido y amado como hijo al Jesús que un día nacería de María. Preexistía, por lo tanto, no de manera distinta a la de cada uno de nosotros, dado que todo hombre, dice la Escritura, ha sido «elegido de antemano» por Dios como su hijo, ¡antes de la creación del mundo! (Ef 1,4).
Junto a la preexistencia de Cristo entra, en esta perspectiva, también la fe en la Trinidad. Ésta se reduce a algo heterogéneo (una persona eterna, el Padre, más una persona histórica, Jesús, más una energía divina, el Espíritu Santo); algo, además, que no existe ab aeterno, sino que se hace en el tiempo.
Me limito a observar que tampoco esta tesis es nueva. La idea de una preexistencia sólo intencional y no real del Hijo fue planteada, debatida y rechazada por el pensamiento cristiano antiguo. Así que no es verdad que venga impuesta por concepciones nuevas, ya no míticas, que tenemos de Dios, igual que no es cierto que la idea contraria, de una preexistencia eterna, era la única solución concebible en el contexto cultural antiguo y que los Padres no tenían, entonces, posibilidad de elección.
Fotino, en el siglo IV, ya conocía la idea de una preexistencia de Jesús «a modo de previsión» (kata prôgnosin) o «a modo de anticipación» (prochrestikôs). Contra él decretó un sínodo: «Si alguien dice que el Hijo, antes de María, existía sólo según previsión y que no es generado por el Padre antes de los siglos para ser Dios y por medio suyo hacer llegar a la existencia toda las cosas, que sea anatema» [6]. La intención de estos teólogos era elogiable: traducir a un lenguaje comprensible para el hombre de hoy el dato antiguo. Pero lamentablemente, una vez más, lo que se traduce en lenguaje moderno no es el dato definido por los concilios, sino el condenado por los concilios.
Ya san Atanasio observaba que la idea de una Trinidad formada de realidades heterogéneas compromete precisamente la unidad divina que con aquella se quiere asegurar. Si además se admite que Dios «se hace» en el tiempo, nadie nos asegura que su crecimiento y su transformación hayan terminado. Quien deviene, devendrá todavía [7]. ¡Cuánto tiempo y esfuerzo nos ahorraría un conocimiento menos superficial del pensamiento de los Padres!
Desearía concluir esta parte doctrinal de nuestra meditación con una nota positiva, a mi entender de extraordinaria importancia. Durante casi un siglo, desde que Wilhelm Bousset, en 1913, escribió su famoso libro sobre el Kyrios Christos [8], en el ámbito de los estudios críticos ha dominado la idea de que el origen del culto de Cristo como ser divino habría que buscarlo en el contexto helenístico, por lo tanto mucho después de la muerte de Cristo.
En el ámbito de la llamada «tercera investigación» sobre el Jesús histórico, recientemente ha retomado la cuestión desde sus fundamentos Larry Hurtado, profesor de lengua, literatura y teología del Nuevo Testamente en Edimburgo. He aquí la conclusión a la que llega, al término de una investigación de más de 700 páginas:
«La veneración de Jesús como figura divina irrumpió de improviso y rápidamente, no poco a poco y tardíamente, entre círculos de seguidores del siglo I. Más específicamente, los orígenes están en los círculos cristianos judaicos de los primerísimos años. Sólo un modo de pensar iluso sigue atribuyendo la veneración de Jesús como figura divina decisivamente a la influencia de la religión pagana y a la influencia de los gentiles conversos, presentándola como un desarrollo tardío y gradual. Más aún, la veneración de Jesús como «Señor», que encontraba expresión adecuada en la veneración cultual y en la obediencia total, era además general, no limitada ni atribuible a círculos particulares, por ejemplo los «helenistas» o los cristianos gentiles de un hipotético «culto de Cristo sirio». Con toda la diversidad del primer cristianismo, la fe en la condición divina de Jesús era sorprendentemente común» [9].
Esta rigurosa conclusión histórica debería poner fin a la opinión, aún dominante en una cierta divulgación, según la cual el culto divino de Cristo sería un fruto posterior de la fe (impuesto por ley por Constantino en Nicea, en el año 325, ¡según Dan Brown y su Código da Vinci!)
4. La «niña Esperanza»
Además del libro sobre Jesús de Nazaret, el Santo Padre este año nos ha hecho regalo igualmente de la encíclica sobre la esperanza. La utilidad de un documento pontificio, además de su altísimo contenido, está también en el hecho de que concentra en un punto la atención de todos los creyentes, estimulando sobre él la reflexión. En esta línea, querría hacer aquí una pequeña aplicación espiritual y práctica del contenido teológico de la encíclica, mostrando cómo el texto que hemos meditado de la Carta a los Hebreos puede contribuir a alimentar nuestra esperanza.
En la esperanza -escribe el autor de la Carta con una bellísima imagen destinada a hacerse clásica en la iconografía cristiana– «tenemos como segura y sólida un ancla de nuestra alma, que penetra hasta más allá del velo del santuario, donde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 17-20). El fundamento de esta esperanza es precisamente el hecho de que «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo». Si nos ha dado al Hijo, dice san Pablo, «¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8,32). He aquí por qué «la esperanza no falla» (Rm 5,5): el don del Hijo es prenda y garantía de todo lo demás y, en primer lugar, de la vida eterna. Si el Hijo es «heredero de todo» (heredem universorum) (Hb 1,2), nosotros somos sus «coherederos» (Rm 8,17).
Los viñadores inicuos de la parábola, viendo llegar al hijo, se dicen: «Éste es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia» (Mt 21,38). En su omnipotencia misericordiosa, Dios Padre ha transformado en un bien este proyecto criminal. ¡Los hombres han matado al Hijo y han alcanzado de verdad la herencia! Gracias a esa muerte, se han convertido en «herederos de Dios y coherederos de Cristo».
Nosotros, criaturas humanas, necesitamos de la esperanza para vivir como del oxígeno para respirar. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, pero también es cierto al revés: mientras hay esperanza hay vida. La esperanza ha sido durante mucho tiempo, y lo es aún, de las tres virtudes teologales, la hermana menor, la pariente pobre. Se habla con frecuencia de la fe, aún más a menudo de la caridad, pero bastante poco de la esperanza.
El poeta Charles Péguy tiene razón cuando compara las tres virtudes teologales con tres hermanas: dos adultas y una niña pequeña. Van caminando de la mano (¡las tres virtudes teologales son inseparables!), las mayores a los lados, la niña en medio. Todos, viéndolas, están convencidos de que son las mayores -la fe y la caridad– las que llevan a la niña esperanza. Se equivocan: es la niña esperanza la
que tira de las otras dos; si ella se detiene, todo se para [10] .
Lo vemos también en el plano humano y social. En Italia se ha frenado la esperaza y con ella la confianza, el impulso, el crecimiento, también económico. El «declive» del que se habla nace de aquí. El miedo al futuro ha ocupado el lugar de la esperanza. La falta de nacimientos es su reflejo más claro. Ningún país necesita meditar la encíclica del Papa como Italia.
La esperanza teologal es el «hilo de lo alto» que sostiene desde el centro todas las esperanzas humanas. «El hilo de lo alto» es el título de una parábola del escritor danés Johannes Joergensen. Habla de la araña que se descuelga de la rama de un árbol a lo largo del hilo que ella misma produce. Posándose en un cercado teje su red, obra maestra de simetría y funcionalidad. Tensa por los lados por otros tantos hilos, todo se sostiene en el centro por ese hilo del que ha bajado. Si se truca uno de los filamentos laterales, la araña interviene, lo repara; pero si se rompe el hilo de arriba (una vez pude comprobarlo con mis propios ojos) todo se distiende y la araña desaparece porque ya no hay nada que hacer. Es una imagen de lo que sucede cuando se truca el hilo de lo alto que es la esperanza teologal. Sólo ésta puede «anclar» las esperanzas humanas a la esperanza «que no falla».
En la Biblia asistimos a verdaderos estremecimientos y sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la tercera Lamentación: «Yo -dice el profeta– soy el hombre que ha visto la miseria… Digo: «¡Ha fenecido mi vigor, y la esperanza que me venía de Yahveh!»».
Pero he aquí el impulso de esperanza que vuelca todo. En cierto momento, el orante se dice: «Pero las misericordias del Señor no se han acabado, ni se ha agotado su ternura; por ello esperaré»; desde el instante en que el profeta decide volver a esperar, el tono del discurso cambia por completo: la lamentación se transforma en súplica confiada. «Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor» (Cf. Lm 3, 1-32).
Nosotros contamos con un motivo mucho más fuerte para tener este sobresalto de esperanza. Dios nos ha dado a su Hijo: ¿cómo no nos dará todo junto a Él? A veces es necesario gritarse: «¡Dios existe y eso basta!». El servicio más precioso que la Iglesia en Italia puede hacer en este momento al país es ayudarle a tener un impulso de esperanza. Contribuye a este fin quien (como ha hecho Benigni en su reciente espectáculo en televisión) no teme contrarrestar el derrotismo, recordando a los italianos los muchos y extraordinarios motivos, espirituales y culturales, que poseen para tener confianza en sus propios recursos.
La vez pasada hablaba de una aromaterapia basada en el óleo de alegría que es el Espíritu Santo. Necesitamos esta terapia para curar la enfermedad más perniciosa de todas: la desesperación, el desaliento, la pérdida de confianza en sí, en la vida y hasta en la Iglesia. «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13): así escribía el Apóstol a los Romanos de su tiempo y lo repite a los de hoy.
No se abunda en la esperanza sin la virtud del Espíritu Santo. En un canto spiritual afro-americano no se hace más que repetir continuamente estas pocas palabras: «Hay un bálsamo en Gilead que cura las almas heridas» (There is a balm in Gilead / to make the wounded whole…). Gilead, o Galaad, es una localidad famosa en el Antiguo Testamento por sus perfumes y ungüentos (Jr 8,22). El canto prosigue: «A veces me siento desalentado y pienso que todo es inútil, pero llega el Espíritu Santo y devuelve la vida al alma mía». Gilead es para nosotros la Iglesia, y el bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.
La esperanza es milagrosa: cuando renace en un corazón, todo es diferente, aunque nada haya cambiado. «Los jóvenes se cansan, se fatigan -se lee en Isaías–, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31).
Donde renace la esperanza renace sobre todo la alegría. El Apóstol dice que los creyentes son spe salvi, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello deben ser spe gaudentes, «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No gente que espera ser feliz, sino gente que es feliz de esperar; feliz ya, ahora, por el simple hecho de esperar.
Que esta Navidad, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, el Dios de la esperanza, por virtud del Espíritu Santo y por intercesión de María «Madre de la esperanza», nos conceda estar alegres en la esperanza y abundar en ella.
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[1] J. D.G. Dunn, Christianity in the Making, I. Jesus remembered, Grand Rapids. Mich. 2003, parte III, cap. 12, trad. ital. Gli albori del Cristianesimo, I, 2, Paideia, Brescia 2006, p. 746 ss. [2] Benedetto XVI, Gesú di Nazaret, Rizzoli 2007, p.10. [3] R. Dawkins, God Delusion, Bantam Books, 2006. [4] Sobre la teoría de Jesús cínico, v. B. Griffin, Was Jesus a Philosophical Cynic? [http://www-oxford.op.org/allen/html/acts.htm]. [5] V. el ensayo de Harold Bloom, «Whoever discovers the interpretation of these sayings…», publicado en apéndice a la edición del Evangelio copto de Tomás a cargo de Marvin Meyer: The Gospel of Thomas. The Hidden Sayings of Jesus, Harper Collins Publishers, San Francisco 1992. [6] Fórmula del sínodo di Sirmio de 351, en A. Hahn, Bibliotek der Symbole und Glaubensregeln in der alten Kirche, Hildesheim 1962, p.197. [7] Cf. S. Atanasio cf. Contro gli ariani, I, 17-18 (PG 26, 48). [8] Wilhelm Bousset, Kyrios Christos, 1913. [9] L. Hurtado, Lord Jesus Christ. Devotion to Jesus in Earliest Christianity, Grand Rapids, Mich. 2003, cit. en la edición italiana Signore Gesù Cristo, 2 vol. Paideia, Brescia 2007, p. 643. [10] Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, Oeuvres poétiques complètes, Gallimard, París 1975, pp. 531 ss.Traducción del original italiano por Marta Lago