No hay ecumenismo sin oración, explica Benedicto XVI

Homilía al clausurar la Semana de Oración para la Unidad de los Cristianos

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 11 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 25 de febrero pasado, en las vísperas de la fiesta de la Conversión de San Pablo, en la Basílica de San Pablo Extramuros, como conclusión de la Semana de Oración para la Unidad de los Cristianos.

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Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Conversión de San Pablo nos pone nuevamente en la presencia de este gran Apóstol, escogido por Dios para ser su «testigo ante todos los hombres» (Hch 22, 15). Para Saulo de Tarso el momento del encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco marcó el cambio decisivo de su vida. Se realizó entonces su completa transformación, una auténtica conversión espiritual. En un instante, por intervención divina, el encarnizado perseguidor de la Iglesia de Dios se encontró a sí mismo ciego, inmerso en la oscuridad, pero con el corazón invadido por una gran luz, que lo llevaría en poco tiempo a ser un ardiente apóstol del Evangelio.

San Pablo siempre tuvo la certeza de que sólo la gracia divina había podido realizar una conversión semejante. Cuando había dado ya lo mejor de sí, dedicándose incansablemente a la predicación del Evangelio, escribió con renovado fervor: «He trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co 15, 10). Sin embargo, incansable como si la obra de la misión dependiera enteramente de sus esfuerzos, san Pablo estuvo siempre animado por la profunda convicción de que toda su fuerza procedía de la gracia de Dios que actuaba en él.

Esta tarde, las palabras del Apóstol sobre la relación entre esfuerzo humano y gracia divina resuenan llenas de un significado muy particular. Al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, somos aún más conscientes de que la obra del restablecimiento de la unidad, que requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona.

No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza «en la gracia de Dios que está con nosotros». Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que quiere implorar la oración que elevamos juntos al Señor, para que sea él quien nos ilumine y sostenga en nuestra búsqueda constante de la unidad.

Así, asume su valor más pleno la exhortación de san Pablo a los cristianos de Tesalónica: «Orad sin cesar» (1 Ts 5, 17), que se ha escogido como tema de la Semana de oración de este año. El Apóstol conoce bien a esa comunidad, nacida de su actividad misionera, y alberga grandes esperanzas respecto de ella. Conoce tanto sus méritos como sus debilidades. En efecto, entre sus miembros no faltan comportamientos, actitudes y debates que pueden crear tensiones y conflictos, y san Pablo interviene para ayudar a la comunidad a caminar en la unidad y en la paz.

En la conclusión de la carta, con una bondad casi paterna, añade una serie de exhortaciones muy concretas, invitando a los cristianos a fomentar la participación de todos, a sostener a los débiles, a ser pacientes, a no devolver a nadie mal por mal, a buscar siempre el bien, a estar siempre alegres y a dar gracias a Dios en toda circunstancia (cf. 1 Ts 5, 12-22). En el centro de estas exhortaciones pone el imperativo «orad sin cesar». En efecto, las demás recomendaciones perderían fuerza y coherencia si no estuvieran sostenidas por la oración. La unidad con Dios y con los demás se construye ante todo mediante una vida de oración, en la búsqueda constante de la «voluntad de Dios en Cristo Jesús con respecto a nosotros» (cf. 1 Ts 5, 18).

La invitación de san Pablo a los Tesalonicenses sigue siendo siempre actual. Frente a las debilidades y los pecados que impiden aún la comunión plena de los cristianos, cada una de esas exhortaciones ha mantenido su pertinencia, pero eso es verdad de modo especial para el imperativo: «orad sin cesar». ¿Qué sería el movimiento ecuménico sin la oración personal o común, para que «todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti»? (Jn 17, 21). ¿Dónde podremos encontrar el «impulso suplementario» de fe, caridad y esperanza que hoy necesita de modo particular nuestra búsqueda de la unidad?

Nuestro anhelo de unidad no debería limitarse a ocasiones esporádicas, sino que ha de formar parte integrante de toda nuestra vida de oración. Los artífices de la reconciliación y de la unidad en todas las épocas de la historia han sido hombres y mujeres formados en la palabra de Dios y en la oración. Ha sido la oración la que abrió el camino al movimiento ecuménico tal como lo conocemos hoy. De hecho, desde mediados del siglo XVIII, surgieron varios movimientos de renovación espiritual, deseosos de contribuir por medio de la oración a la promoción de la unidad de los cristianos. Desde el inicio, grupos de católicos, animados por destacadas personalidades religiosas, participaron activamente en esas iniciativas.

La oración por la unidad fue apoyada también por mis venerados predecesores, como el Papa León XIII, el cual, ya en el año 1895, recomendó la introducción de una novena de oración por la unidad de los cristianos. Estos esfuerzos, realizados según las posibilidades de la Iglesia de ese tiempo, pretendían hacer realidad la oración pronunciada por Jesús mismo en el Cenáculo: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21). Por tanto, no existe un ecumenismo auténtico que no hunda sus raíces en la oración.

Este año celebramos el centenario del «Octavario por la unidad de la Iglesia», que más tarde se convirtió en la «Semana de oración por la unidad de los cristianos». Hace cien años, el padre Paul Wattson, entonces aún ministro episcopaliano, ideó un octavario de oración por la unidad, que se celebró por primera vez en Graymoor (Nueva York) del 18 al 25 de enero de 1908. Esta tarde dirijo con gran alegría mi saludo al ministro general y a la delegación internacional de los Hermanos y las Hermanas franciscanos del Atonement, congregación fundada por el padre Paul Wattson y promotora de su herencia espiritual.

En la década de 1930, el octavario de oración experimentó importantes adaptaciones sobre todo por obra del abad Paul Couturier, de Lyon, también él gran promotor del ecumenismo espiritual. Su invitación a «orar por la unidad de la Iglesia tal como Cristo la quiere y con los medios que él quiere», permitió a cristianos de todas las tradiciones unirse en una sola plegaria por la unidad. Demos gracias a Dios por el gran movimiento de oración que, desde hace cien años, acompaña y sostiene a los creyentes en Cristo en su búsqueda de unidad. La barca del ecumenismo nunca habría zarpado del puerto si no hubiera sido movida por esta amplia corriente de oración e impulsada por el soplo del Espíritu Santo.

Conjuntamente con la Semana de oración, muchas comunidades religiosas y monásticas han invitado y ayudado a sus miembros a «orar sin cesar» por la unidad de los cristianos. En esta ocasión, aquí reunidos, recordamos en particular la vida y el testimonio de sor María Gabriela de la Unidad (1914-1936), religiosa trapense del monasterio de Grottaferrata (actualmente en Vitorchiano). Cuando su superiora, animada por el abad Paul Couturier, invitó a las hermanas a orar y a entregarse por la unidad de los cristianos, sor María Gabriela se sintió inmediatamente comprometida y no dudó en dedicar su joven existencia a esta gran causa.

Hoy mismo se cumple el vigésimo quinto aniversario de su beatificación, llevada a cabo por
mi predecesor el Papa Juan Pablo II. Ese acontecimiento tuvo lugar en esta basílica precisamente el 25 de enero de 1983, durante la celebración de clausura de la Semana de oración por la unidad. En su homilía, el siervo de Dios subrayó los tres elementos sobre los cuales se construye la búsqueda de la unidad: la conversión, la cruz y la oración. Sobre estos tres elementos se apoyaron la vida y el testimonio de sor María Gabriela. Hoy como ayer, el ecumenismo tiene gran necesidad del inmenso «monasterio invisible» del que hablaba el abad Paul Couturier, es decir, de la amplia comunidad de cristianos de todas las tradiciones que, sin hacer ruido, oran y ofrecen su vida para que se realice la unidad.

Además, desde hace exactamente cuarenta años, las comunidades cristianas de todo el mundo reciben para la Semana meditaciones y plegarias preparadas conjuntamente por la comisión «Fe y constitución» del Consejo mundial de Iglesias y por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Esta feliz colaboración ha permitido ampliar el vasto círculo de oración y preparar sus contenidos de un modo más adecuado.

Esta tarde, saludo cordialmente al reverendo doctor Samuel Kobia, secretario general del Consejo mundial de Iglesias, que ha venido a Roma para unirse a nosotros en el centenario de la Semana de oración. Me alegra la presencia de los miembros del «grupo mixto de trabajo», a quienes saludo con afecto. El grupo mixto es el instrumento de cooperación entre la Iglesia católica y el Consejo mundial de Iglesias en la búsqueda común de unidad.

Y, como cada año, también dirijo mi saludo fraterno a los obispos, a los sacerdotes, a los pastores de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales que tienen aquí en Roma sus representantes. Vuestra participación en esta oración es manifestación palpable de los vínculos que nos unen en Cristo Jesús: «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).

En esta histórica basílica, el próximo día 28 de junio, se inaugurará el año consagrado al testimonio y a la enseñanza del apóstol san Pablo. Que su incansable celo por construir el Cuerpo de Cristo en la unidad nos ayude a orar sin cesar por la unidad plena de todos los cristianos. Amén.

Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana

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ZENIT Staff

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