Benedicto XVI: Pecado, juicio, purgatorio, infierno, paraíso

Encuentro del Papa con los párrocos y el clero de Roma (IV)

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 14 febrero 2008 (ZENIT.org).- Como es tradicional a inicios de Cuaresma, Benedicto XVI se reunió con los párrocos y el clero de la diócesis de Roma el 7 de febrero. El encuentro se desarrolló en forma de diálogo, entre el Santo Padre y los participantes. Proseguimos con la publicación de las preguntas y de las respuestas que brindó espontáneamente el Papa.

Se procura ofrecer las diez intervenciones agrupadas temáticamente, pues no siguieron un orden determinado. La parte I (Dimensión y visibilidad del diaconado), II (La formación del corazón en lo esencial) y III (El diálogo respetuoso no excluye el Evangelio) de este encuentro se publicaron en Zenit, respectivamente, el 11, 12 y 13 de febrero de 2008.

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[Don Pietro Riggi, salesiano del Borgo Ragazzi Don Bosco:]

Santo Padre: trabajo en un oratorio y en un centro de acogida para menores en situación de riesgo. Desearía preguntarle: el 25 de marzo de 2007 pronunció un discurso espontáneo lamentando que hoy se hable poco de los Novísimos. De hecho, en los catecismos de la CEI [Conferencia Episcopal italiana. Ndt] utilizados para la enseñanza de nuestra fe a los chavales que se preparan para la confesión, la primera comunión y la confirmación, me parece que se omiten algunas verdades de fe. Nunca se habla de infierno, jamás de purgatorio, una sola vez de paraíso, una sola vez de pecado, sólo del pecado original. Al faltar estas partes esenciales del credo, ¿no le parece que se desmorona el sistema lógico que conduce a contemplar la redención de Cristo? Si falta el pecado, no se habla de infierno, también la redención de Cristo acaba por disminuirse. ¿No le parece que se favorece la pérdida del sentido de pecado y por lo tanto del sacramento de la reconciliación y la propia figura salvífica, sacramental, del sacerdote que tiene poder de absolver y de celebrar en nombre de Cristo? Actualmente por desgracia también nosotros, sacerdotes, cuando en el Evangelio se habla de infirmo, esquivamos el Evangelio mismo. No se habla de ello. Nos arriesgamos a dar a la fe una dimensión sólo horizontal o bien demasiado desprendida esta horizontal de su dimensión vertical. Y ello lamentablemente, en la catequesis juvenil, si no en la iniciativa de los párrocos, falta en los cimientos. Si no me equivoco, este año se celebra el 25º aniversario de la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María. Para la ocasión, ¿no se podría pensar en renovar solemnemente esta consagración para el mundo entero? Ha caído el muro de Berlín, pero quedan tantos muros de pecado que deben desplomarse aún: el odio, la explotación, el capitalismo salvaje. Muros que deben desmoronarse y esperamos que triunfe el Corazón Inmaculado de María para poder realizar también esta dimensión. Desearía observar que la Virgen jamás temió hablar del infierno y del paraíso a los niños de Fátima, quienes, precisamente, tenían edad de catequesis: siete, nueve y doce años. Y nosotros muchas veces omitimos esto. ¿Podría hablarnos sobre este tema?

[Benedicto XVI:]

Ha hablado usted con acierto sobre los temas fundamentales de la fe, que por desgracia raramente aparecen en nuestra predicación. En la Encíclica Spe salvi he querido precisamente hablar también del juicio final, del juicio en general, y en este contexto asimismo sobre purgatorio, infierno y paraíso. Pienso que todos nosotros estamos aún afectados por la objeción de los marxistas, según los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y han descuidado la tierra. Así, queremos demostrar que realmente nos comprometemos por la tierra y no somos personas que hablan de realidades lejanas, que no ayudan a la tierra. Pero aunque sea justo mostrar que los cristianos trabajan por la tierra -y todos nosotros estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios– no debemos olvidar la otra dimensión. Sin tenerla en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar esto ha sido para mi uno de los objetivos fundamentales al escribir la Encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por la tierra dado que pierde al final los criterios, ya no se conoce a sí mismo, al no conocer a Dios, y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: tomaremos las cosas en nuestras manos, ya no descuidaremos la tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el consumismo, que han prometido construir el mundo tal como debería haber sido y sin embargo han destruido el mundo.

En las visitas ad limina de los obispos de países ex comunistas, veo siempre de nuevo cómo en esas tierras se ha destruido no sólo el planeta, la ecología, sino sobre todo, y con mayor gravedad, las almas. Reencontrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es el primer trabajo de reedificación de la tierra. Ésta es la experiencia común de aquellos países. La reedificación de la tierra, respetando el grito de sufrimiento de este planeta, se puede llevar a cabo sólo reencontrando en el alma a Dios, con los ojos abiertos hacia Dios.

Por ello usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente por responsabilidad hacia la tierra, hacia los hombres que viven hoy. Debemos hablar también y precisamente del pecado como posibilidad de destruirse a uno mismo y también otras partes de la tierra. En la Encíclica he intentado demostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo. Pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasado, a todas las personas injustamente atormentadas y asesinadas. Sólo Dios mismo puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos, también para los muertos. Y como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán iguales. Actualmente se suele pensar: qué es el pecado, Dios es grande, nos conoce, así que el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos. Es una bella esperanza. Pero existe la justicia y existe la verdadera culpa. Quienes han destruido al hombre y la tierra no pueden sentarse de inmediato en la mesa de Dios junto a las víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por ello me parecía importante escribir este texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no puede faltar. He intentado decir: tal vez no son muchos los que se han destruido así, los que son insanables para siempre, los que carecen de elemento alguno sobre el que pueda apoyarse el amor de Dios, los que no tienen en sí mismos una mínima capacidad de amar. Esto sería el infierno. Por otra parte, son ciertamente pocos -o en cualquier caso no demasiados– los que son tan puros que pueden entrar inmediatamente en la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay tantas y tantas heridas, tanta inmundicia. Tenemos necesidad de ser preparados, de ser purificados. Ésta es nuestra esperanza: incluso con tanta suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava por fin con su bondad que viene de su cruz. Nos hace así capaces de existir eternamente para Él. Y de tal forma el paraíso es la esperanza, es la justicia por
fin cumplida. Y nos da también los criterios para vivir, para que este tiempo sea de alguna forma paraíso, una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, aparece un poco de paraíso en el mundo, y esto es visible. Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir el camino de los mandamientos, de los que debemos hablar más. Estos son realmente indicadores del camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo elegir la vida. Por ello debemos también hablar del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería recomenzar, que debería ser purificado. Y ésta es la maravillosa realidad que nos ofrece el Señor: existe una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar así también con los demás en nuestra vida.

Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantos errores, después de tantos pecados, es la gran promesa, el gran don que la Iglesia ofrece. Y que, por ejemplo, la psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y es también necesaria ante tantas psiquis destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo puede intentar un poco reequilibrar un alma desequilibrada. Pero no puede brindar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Y por eso sigue siendo siempre provisional, jamás definitiva. El sacramento de la penitencia nos da la ocasión de renovarnos hasta el fondo con el poder de Dios —ego te absolvo— que es posible porque Cristo cargó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que ésta es precisamente hoy una gran necesidad. Podemos ser sanados. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, necesitan no sólo consejos, sino una verdadera renovación que sólo puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece éste el gran nexo de los misterios que al final inciden realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos volver a meditarlos y así acercarlos de nuevo a nuestra gente.

Traducción del original italiano por Marta Lago

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ZENIT Staff

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