Diez años de la visita de Juan Pablo II a Cuba: El paso de Dios por nuestro pueblo

Por cardenal Jaime Ortega Alamino

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LA HABANA, sábado, 16 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito el cardenal Jaime Ortega Alamino, arzobispo de La Habana, en la revista «Palabra Nueva» con motivo del décimo aniversario de la visita de Juan Pablo II a Cuba.

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La Habana, por ser la capital del país, fue el sitio donde el Papa Juan Pablo II desplegó una actividad más amplia y diversa durante su memorable visita pastoral a Cuba.

Esta visita ha sido inolvidable para todos los que participamos en ella preparándola, acompañando al Santo Padre, en mi caso en todos sus desplazamientos por nuestro país, concelebrando junto a él la Eucaristía. Mas el recuerdo no es sólo de quienes tuvimos la dicha de estar tan cerca del Papa. Al pasar de los años he podido constatar cómo la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba se grabó en la memoria del pueblo cubano, de los pueblos de Latinoamérica, de Europa, de América del Norte y del mundo entero.

Difícilmente otra visita papal ha tenido la resonancia mediática y popular que alcanzó el viaje a Cuba del Papa Juan Pablo II. Muchas personas en distintas partes del mundo, al encontrarse conmigo, me identifican «porque usted siempre estaba junto al Papa en su visita a Cuba». Y preguntados si vieron algunas de las transmisiones televisivas nos dicen: «todas, aun a altas horas de la noche», cuando la distancia geográfica hacía que las transmisiones llegaran a esas horas incómodas. No narro estos hechos para propiciar un análisis sociopolítico, siempre discutible, sobre las causas de aquel interés no manifestado por otros acontecimientos en relación con nuestro país. Baste para tratar de explicarlo una apreciación de bulto, con cierto sabor popular: «El Papa, oriundo de un país comunista, como fue Polonia, visitaba otro país que utilizaba (y utiliza aún), la palabra comunista en su definición política». A su propio país el Papa había vuelto, pero tenía razones humanas, patrióticas, afectivas para hacerlo. Cuba era el primer país comunista, fuera del suyo, que él visitaba, y no olvidemos que «comunismo», por el sesgo soviético del marxismo-leninismo, ha significado ateísmo. El razonamiento que subyace, pues, a esta consideración es: vamos a ver al Papa, que «es el hombre de Dios», qué hace, qué dice, cómo lo tratan y reciben en un «país sin Dios». Es el antiguo tema bíblico de la luz y las tinieblas. Pero el mismo Santo Padre, acogido muy cordialmente por las autoridades cubanas y con cariño y entusiasmo desbordante por las multitudes, que vibraban con sus palabras, pudo captar, y así lo expresó, «el alma cristiana» del pueblo cubano. El ateísmo oficial de años anteriores había borrado en cierto grado la memoria cristiana del pueblo, se había cavado un foso más o menos hondo entre el Evangelio de Jesucristo y la nueva cultura emergente cerrada a la trascendencia. Muchos querían rezar, pero no sabían cómo, desconocían las oraciones tradicionales que sus padres y abuelos recitaron. Ese era el estado espiritual del cubano que iba a recibir el impacto de la visita del Papa Juan Pablo II.

Resumir los beneficios de esa visita para la Iglesia y para el pueblo cubano es una tarea casi imposible si no nos situamos dentro del ámbito verdaderamente religioso, o sea, donde el hombre y la mujer se relacionan con el Creador, establecen lazos con Él, se religan a Dios, que eso quiere decir la palabra religión. Sólo así se llega a comprender en algún grado qué efectos saludables trajo a nuestro pueblo la visita del Papa Juan Pablo II.

Poder cantar en la Plaza de la Revolución de La Habana con ritmo cubano aquel estribillo pegajoso: «el que siembra amor, cosecha amor, el que siembra amor, amor tendrá»; darse el abrazo de paz entre desconocidos mientras el coro de 450 voces, acompañado por la orquesta sinfónica, cantaba «Paz en la tierra… que el gozo eterno reine en nuestro corazón», sentir que un millón de voces estaban rezando aquel Padrenuestro de siempre, el de nuestros padres, el de nuestros abuelos, cuando resonaba aún en los oídos de todos la voz grave y firme del padre de la cristiandad que repetía: ¡No tengan miedo de abrir sus corazones a Cristo! Todo eso tocaba y estremecía las fibras más hondas de nuestro ser. Sí, el alma cristiana del pueblo cubano estaba allí y el Papa se dio cuenta de ello. Lo que tal vez no supo tan rápidamente el Santo Padre fue que era él mismo, el Papa Juan Pablo II, quien estaba haciendo aflorar el alma sumergida de los cubanos. Esa fue la vibración inexplicable que sacudió la Plaza cuando el coro comenzó a cantar el Aleluya de Händel al final de la Misa. Ese fue el tesoro precioso que quedó en el corazón de los cubanos después de la visita del Papa y esto es inexpresable por quienes lo vivieron y lo grabaron en sus memorias y es inexplicable, como todo lo que tiene que ver con el misterio de Dios en nuestras vidas, por los que quieren ser «observadores imparciales» y usan para las cosas inefables el inapropiado lenguaje de las Matemáticas, de la Sociología o de la Fenomenología. Se suceden así palabras huecas o falsas, porque cuando Dios actúa por medio de sus hombres y mujeres santos la única palabra adecuada para describir esa acción es milagro.

¡Cuántas veces vimos en aquellos días de gracia cómo la acción maravillosa del amor de Dios se manifestaba a través de su Pastor en la tierra! No me refiero sólo a las homilías y discursos del Papa, que están bien conservados en libros y otras publicaciones y contienen enseñanzas que al pasar los años resultan aún más válidas para Cuba y para el mundo.

En verdad, sus palabras supieron tocar hondamente los corazones. Pero hay una palabra no escrita, no pronunciada, que dice dulcemente lo anhelado en secreto por el ser humano, que revela el misterio de Dios y descubre al hombre su propio misterio. De esas palabras sin voz fui varias veces testigo en aquellas horas felices.

Era la mañana del primer día del Papa Juan Pablo II en Cuba. El Santo Padre, que había descansado algo durante la noche en la Nunciatura Apostólica después del largo viaje del día anterior desde Roma hasta La Habana, se aprestaba a partir para su primera gran celebración en Santa Clara. Mientras preparaba su partida en el interior de la residencia, un coro de niños de seis a nueve años de edad de una escuela de arte de La Habana, dirigidos por su profesora, saludaban el despertar del Papa cantando en el jardín de la Nunciatura, situados sobre el césped. Cuando el Papa salió de la casa ellos continuaron cantando y el Santo Padre, pasando de modo inesperado y dificultosamente sobre la pequeña cerca del jardín, entró al terreno alfombrado de hierba fina y comenzó a tocar las cabezas de los niños y niñas del coro, caminando lentamente entre ellos. Grandes lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de los niños, cuyas miradas no se apartaban de la figura blanca del Pontífice a medida que sus voces se iban apagando una a una al ser tocados por el Papa. El lenguaje del silencio correspondía perfectamente a sus miradas. No hace falta voz cuando vemos lo invisible.

Una escena similar, pero en otro escenario y con otros actores se dio en el Santuario de San Lázaro en el Rincón, donde se habían trasladado los pacientes del vecino hospital antileproso. Era el encuentro del Papa con el mundo del dolor. Hubo una celebración de la Palabra de Dios que concluyó con una hermosa homilía del Papa sobre la enfermedad y los sufrimientos que ocasiona, los límites que impone y el desafío que representa para quienes deben cuidar del enfermo. Era impresionante oír a un hombre que conocía en carne propia las penalidades de la enfermedad hablar serenamente del dolor de quienes padecen por cualquier causa: enfermedad, prisión, discriminación, soledad, y del deber cristiano de tenderles la mano. Decir aquello alguien que no sólo sabía de dolores corporales, sin
o de guerras y ruinas, cuyo país, ocupado por Alemania en tiempos del nazismo, albergó el más terrible campo de concentración del mundo, que sufrió después por largo tiempo la ocupación soviética… Carol Woytila, Juan Pablo II era allí símbolo vivo del hombre enfrentado al dolor y a la crueldad y erguido en la fe como un heraldo de esperanza. En El Rincón la palabra del Papa tuvo el acento propio de lo vivido, sin la amargura de la queja. ¡Cómo hubiera querido que esta celebración de El Rincón hubiese sido televisada para el pueblo cubano! Allí fuimos unos pocos los presentes. Cuando fuera de Cuba los que siguieron aquellos momentos por televisión comentan la emoción que experimentaron, vuelvo siempre mentalmente al Santuario de San Lázaro y contemplo de nuevo al Papa, descendiendo de lo alto al finalizar sus palabras para recorrer entre sillas de ruedas y bancos de iglesia el pequeño templo atestado de pacientes del leprosorio y de enfermos de SIDA del Sanatorio cercano que se hallaban allí. Quiso el Santo Padre, tropezando con las sillas a veces, inclinándose peligrosamente otras, tocar a cada uno. ¿Qué había en aquel andar vacilante, en ese gesto tierno, que nos hizo a todos, enfermos y médicos, ministros del Señor y funcionarios del Ministerio de Salud Pública, cruzar nuestras miradas llenas de lágrimas? No eran ahora niños pequeños impactados por una figura blanca, eran enfermos y sanos, adultos y jóvenes palpando también lo invisible, y lo invisible es el amor. ¿No nos dice el Apóstol y evangelista San Juan que Dios es amor y que a Dios nadie lo ha visto nunca? Pero en algunos hombres, como en Juan Pablo II, el amor se hace visible, Dios se hace visible.

Cada mañana, a la salida para el aeropuerto desde la Nunciatura, para las celebraciones de Santa Clara, Camagüey y Santiago de Cuba, 7ª Avenida y todo el recorrido del Papa hacia el aeropuerto se llenaban de gente que en las aceras esperaba el paso del cortejo papal. Nadie había descrito el recorrido y estaban allí sin que nadie los convocara. Allí estaban los niños con sus uniformes para ir después a la escuela, los trabajadores antes de entrar a sus centros laborales, los adultos y ancianos en las puertas y ventanas de sus casas. El Papa se sentaba en el asiento delantero del auto para poder ir saludando a todos, que agitaban, con voces de júbilo, sus manos y pañuelos y poco después del mediodía, cuando el pueblo calculaba la hora del regreso, de nuevo se agolpaban hombres, mujeres y niños para ver pasar al Papa, y así los tres días.

Algunos periodistas extranjeros me preguntaban en aquellos días: ¿Quién convoca al pueblo, la Iglesia o el Estado?

La respuesta correcta, que no dí entonces, hubiera sido: es el Amor quien convoca, u otra equivalente: es Dios quien ha convocado, porque la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba fue el paso del Amor entre nosotros, cubanos, el paso de Dios por nuestro pueblo.

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ZENIT Staff

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