La certeza de la muerte y de la inmortalidad, según monseñor Sgreccia

Presidente de la Pontificia Academia para la Vida

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 21 febrero 2008 (ZENIT.org).- Se puede tener certeza del momento de la muerte de una persona, igual que es innegable que tiene en sí un principio inmortal, apunta el presidente de la Pontificia Academia para la Vida (PAV), el obispo Elio Sgreccia.

En el marco de su XIV asamblea general, el organismo vaticano celebra un congreso internacional el tema: «Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas (Ciudad del Vaticano, 25 y 26 de febrero).

Ante el impulso pro eutanasia de diversas legislaciones nacionales, el congreso profundizará en la frontera entre la vida y la muerte, afrontando las intervenciones terapéuticas y de apoyo vital en relación con la dignidad del paciente y el respeto de los valores auténticamente humanos.

En la presentación del congreso este jueves en el Vaticano, medios internacionales se hicieron eco de la inquietud social sobre el momento de la muerte, qué es realmente la muerte y qué hay -según la doctrina católica– después de ésta.

Cuestiones amplias de respuesta obligadamente breve que afrontó monseñor Sgreccia. «Ante todo hay que distinguir lo que llamamos muerte ontológica -la separación real del espíritu del cuerpo, porque éste comienza su destrucción–, que no es posible constatar directamente en el sentido de que nadie la ve», del «concepto de muerte clínica», al que se llega «a partir de diversos síntomas clínicos por los que el médico -u otras personas– deduce que el elemento unitivo, el principio unitivo que es propio del alma ya no está presente».

En tiempos pasados se afirmaba la ausencia del alma, por ejemplo, ante la palidez del cuerpo, o la dilatación y fijeza de las pupilas u otros signos externos, síntomas empíricos por los que se deducía la muerte, apuntó el prelado.

Siguiendo su explicación, posteriormente la ciencia cardiológica centró su observación en el latido del corazón, presumiendo la muerte en la cesación del mismo. 

Después ha sido posible monitorizar la actividad cerebral, neurológica, y de ahí se deduce un hecho, prosiguió monseñor Sgreccia: «Cuando la coordinación –que es obra del encéfalo, de manera particular del paleoencéfalo– está destruida, [cuando] de esos centros de los que parte la coordinación del corazón, de los pulmones, etcétera, ya no pueden llegar más señales, entonces significa que ha intervenido la cesación de ese principio unitario de todas las partes del cuerpo y se deduce la muerte, clínicamente hablando».

«Naturalmente esto sucede tal vez manteniendo activos mecanismos de la respiración y por lo tanto la actividad del corazón indirectamente, aunque el especialista sea consciente de que del cerebro ya no parte ningún impulso autónomo», apuntó.

Piénsese en la importancia de esta cuestión en los trasplantes. «Una comisión distinta de quienes atienden al paciente hace su examen, incluso desconectando las máquinas» –ejemplificó el prelado–; la falta de respiración autónoma es una señal de que, aunque latiera el corazón con ayuda de máquinas y se forzara la respiración de igual forma, «en cambio del cerebro ya no parten órdenes, y por lo tanto la estructura unitaria del organismo ya no está, y entonces deducen la muerte, que llaman muerte cerebral» –de manera impropia, «porque todas las partes del cerebro deben estar ya silentes», y porque «el auténtico principio no es tanto el cerebro, sino ese principio que une los órganos entre sí y forman un organismo», principio ante cuya ausencia se declara la muerte clínica–.

Médico neurólogo, miembro de la PAV y hasta hace dos años presidente de la FIAMC, el doctor Gian Luigi Gigli apoyó la explicación de monseñor Sgreccia.

«La visión ontológica que tenemos, obviamente para los cristianos contempla un principio inspirador que no es sólo materia», observó.

E insistió en el punto crítico de la cuestión –«ciertamente también para un médico que carezca de cualquier orientación en sentido espiritual»–, que es «reconocer el cerebro como sede unificadora del funcionamiento de todas las demás estructuras». Éstas «están inexorablemente destinadas a detenerse tras un intervalo más o menos largo cuando ese principio unificador -decimos los cristianos- o en cualquier caso ese centro regulador que es el cerebro -diría algún otro médico– pierde irreversiblemente sus funciones».

«Para tranquilidad sobre todo espiritual, pero también por certeza moral y serenidad en la relación del paciente con su médico, me permito decir -continuó el doctor Gigli- que, habiendo formado parte, como neurólogo, de tales comisiones, el procedimiento diagnóstico de éstas, encargadas de declarar la muerte cerebral (son comisiones independientes de las que están relacionadas con un trasplante), es extremadamente serio y riguroso, orientado cerciorarse, más allá de toda duda, de la cesación completa e irreversible de toda función cerebral».

Y «cuando para ello no basta la clínica, se suple no sólo con un electroencefalograma, sino con otros exámenes destinados a despejar toda duda, si la hubiera», insistió.

Monseñor Sgreccia, a petición de la prensa, dio un paso más: «Se sabe que el alma humana, que no es como la de las plantas o la de los animales, es capaz de realizar operaciones espirituales, inmateriales, racionalmente».

«Por lo tanto se puede demostrar que este principio unitivo en el hombre es un principio inmaterial, por lo tanto espiritual, por lo tanto inmortal», indicó.

Además de la aclaración de la inmortalidad del alma, tal como se le había pedido, aportó el elemento del creyente: «La fe nos añade que, en la vida que se desprende de este mundo, interviene el Resucitado, que nos abraza en nuestro espíritu inmortal y nos prepara para la reunificación también con el cuerpo».

Por Marta Lago

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ZENIT Staff

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