Discurso del cardenal Bertone en la Escuela Latinoamericana de Medicina (Cuba)

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LA HABANA, martes, 26 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que ha dirigido este martes el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, a los alumnos de la Escuela Latinoamericana de Medicina.

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Honorables Autoridades,

Señores de la Junta Rectora de esta insigne Institución,

Estimados Profesores,

Queridos alumnos y alumnas de la Escuela Latinoamericana de Medicina,

Señoras y Señores, amigos todos.

Es un inmenso honor hallarme en esta Ilustre Escuela Latinoamericana de Medicina. Correspondo a las atentas palabras de bienvenida que me han sido dirigidas con mi sincera gratitud y estima. Reciban todos Ustedes el afecto de Su Santidad Benedicto XVI, que me encargó encarecidamente que les transmitiera su cercanía espiritual y su cordial aprecio.

Han pasado ya diez años desde el memorable viaje del Santo Padre Juan Pablo II a esta tierra bendita de Cuba, que Cristóbal Colón consideró «la más hermosa que ojos humanos hayan visto jamás». Dios me concede seguir las huellas de quien vino como mensajero de la verdad y la esperanza -como decía el lema de su Visita pastoral-, porque fue servidor del Evangelio de Cristo. Este Evangelio, como él mismo precisó en su Homilía en La Habana, no es «en absoluto una ideología o un sistema económico o político nuevo, sino un camino de paz, justicia y libertad verdaderas» (25 de enero 1998, n. 3).

Al encontrar a la comunidad de la Escuela Latinoamericana de Medicina, me viene a la mente la atención que el Santo Padre dedicó al mundo del dolor en el Santuario de San Lázaro. Con las palabras que pronunció en aquella ocasión, los saludo hoy a todos Ustedes, «que con competencia y dedicación utilizan los recursos de la ciencia para aliviar el sufrimiento y el dolor. La Iglesia estima su labor pues, animada por el espíritu de servicio y solidaridad con el prójimo, recuerda la obra de Jesús que ‘curaba a los enfermos’ (Mt 8, 16). Conozco -continuó diciendo en esa misma circunstancia el venerado Pontífice- los grandes esfuerzos que se hacen en Cuba en el campo de la salud, a pesar de las limitaciones económicas que sufre el País» (24 de enero 1998, n.1). También yo quiero sumarme hoy a esos mismos sentimientos y expresar mi agradecimiento a la noble Nación cubana por este continuado esfuerzo académico, que permite a estudiantes de toda América Latina formarse en un campo tan fundamental para el desarrollo de los pueblos como es el de la salud.

Me dirijo ante todo a los estudiantes que frecuentan las aulas de esta prestigiosa entidad universitaria. Vuestra presencia me hace revivir gratísimos recuerdos personales. No puedo olvidar los años que dediqué a la enseñanza del Derecho público eclesiástico, de 1978 a 1991, ni los rostros de tantos jóvenes estudiantes que he tenido la oportunidad de encontrar en ambientes educativos y que, con el pasar del tiempo, han asumido relevantes responsabilidades en la vida social y eclesial [eclesial y social]. La formación adquirida en sus años de estudio e investigación los ha capacitado para ofrecer un cualificado servicio a pueblos de todo el mundo.

Hoy, gracias a la amable invitación de las autoridades académicas, vuelvo a estar entre jóvenes estudiantes que se preparan en esta Escuela Universitaria para servir a sus semejantes. Veo en este encuentro la realización de un deseo expresado por Juan Pablo II en la Universidad de La Habana: «La Iglesia y las instituciones culturales de la Nación deben encontrarse en el diálogo, y cooperar así al desarrollo de la cultura cubana. Ambas tienen un camino y una finalidad común: servir al hombre, cultivar todas las dimensiones de su espíritu y fecundar desde dentro todas sus relaciones comunitarias y sociales» (23.1.1998, n.6).

Distinguidos Señores, permítanme que hoy, como parte de este diálogo, les presente algunos aspectos del pensamiento de la Iglesia sobre la universidad y sobre la dimensión humanitaria de la medicina.

Es bien sabido que la Iglesia entiende la Universidad como una comunidad comprometida en la búsqueda de la verdad y en el servicio a los hombres y a sus derechos fundamentales. La centralidad de la persona y su dignidad inviolable reclaman de la Universidad una propuesta pedagógica integral. Esta perspectiva no debe quedar desatendida aunque el contexto contemporáneo parezca otorgar primacía absoluta a la técnica experimental, olvidando de este modo que toda ciencia debe defender siempre al hombre y promover su búsqueda del bien auténtico. «Conceder más valor al ‘hacer’ que al ‘ser’, ha dicho el Papa Benedicto XVI, no ayuda a restablecer el equilibrio fundamental que toda persona necesita para dar a su existencia un sólido fundamento y una finalidad válida. En efecto, todo hombre está llamado a dar sentido a su obrar sobre todo cuando se sitúa en el horizonte de un descubrimiento científico que va contra la esencia misma de la vida personal» (Discurso en la Pontificia Universidad Lateranense con motivo de la inauguración de año académico. 21.10.2006). Dejarse llevar por el gusto del descubrimiento sin salvaguardar los criterios que derivan de una visión más profunda induce a una engañosa ilusión que puede tener consecuencias desastrosas para nuestra vida y la de los demás.

Ustedes, queridos jóvenes, no sólo son estudiantes de medicina; son personas que se interrogan sobre el sentido de su existencia y de sus actos; también sobre el sentido de estos años de estudio y de esa ciencia adquirida, que en el futuro podrán usar para el bien o -Dios no lo quiera- en perjuicio de sus hermanos.

La dimensión integral de la formación universitaria y la búsqueda de la verdad se ve favorecida por el diálogo abierto entre las diversas disciplinas universitarias. Por eso, la necesaria especialización de los estudios superiores no debería fragmentar el saber, ni empobrecer otras vertientes de la formación intelectual, humana y religiosa. La apertura de la razón a todas sus dimensiones y a la fe, quedando a salvo siempre la debida especialización que requiere todo estudio universitario serio, aunque pueda ser facilitada por la organización universitaria misma, es tarea de cada profesor y estudiante. En este sentido, valoro los esfuerzos que se hacen con el fin de que los estudiantes tengan espacios para participar en las actividades pastorales, litúrgicas y catequéticas que la Iglesia católica y las demás Confesiones cristianas ofrecen en todo el País. De hecho, la mayor parte de sus estudiantes son católicos. Animo a los alumnos a integrarse en los diversos grupos de oración, en los grupos «pro-vida», con el fin de ayudar a las jóvenes que se encuentran en dificultad y piensan erróneamente en la solución del aborto cuando quedan embarazadas, así como a ser audaces testigos del Evangelio en medio de este ambiente educativo.

Como Ustedes bien saben, el estar lejos del propio país y de la familia provoca una sensación de soledad y desarraigo que puede ser muy dañina. En efecto, esto induce a veces a perder los propios valores y caer en una deriva existencial. Por eso es de suma importancia no olvidar los mandamientos de Dios ni las enseñanzas de la Iglesia. De este modo, mantendrán mejor una fuerza espiritual positiva, que les permitirá también ayudar a los demás. Para los que son católicos, un buen numero de Ustedes, he de añadir, además, la gracia inestimable que se recibe en el encuentro con la misericordia de Dios, especialmente mediante el Sacramento de la Penitencia.

La formación religiosa les facilitará madurar como personas y como médicos, sin que esto comporte detrimento alguno para su formación académica. De este modo, los años pasados en Cuba les servirán, no sólo para ser profesionales competentes, sino también para afi
anzar la amistad con Cristo, al que han conocido desde niños en sus familias y países de origen. Estos espacios de vida cristiana en la universidad son expresión del derecho inalienable a la libertad religiosa que toda persona tiene y que les invito a seguir cultivando (Cf. JUAN PABLO II, A los miembros de la Conferencia Episcopal Cubana recibidos en el Arzobispado de La Habana, 25.1.1988, n. 3).

Queridos estudiantes, en cuanto personas jóvenes, Ustedes están viviendo ese momento importante de la vida en el que someten a crítica las múltiples propuestas que se encuentran en el camino y escrutan las convicciones y pautas que orientan la vida. La libertad que les permite optar por la verdad, por el bien, por la justicia y, en definitiva, por la persona de Jesucristo, debe ser conquistada una y otra vez (Cf. BENEDICTO XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona. 12.9.2006). No olviden que Cristo nunca los apartará de todo aquello que contribuya a su bien y los haga progresar en un conocimiento que los dignifique auténticamente. Antes bien, los impulsará a buscar las correctas relaciones entre teoría y praxis, es decir, entre conocimiento y acción. En nuestros días, sin embargo, el hombre corre el peligro de rendirse ante la cuestión de la verdad. Y eso conlleva que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, como si fuera ésta el criterio último. Para evitar este riesgo, el Papa trasmitía recientemente a la Universidad un mensaje en el que invitaba «a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro» (Alocución preparada para la Universidad «La Sapienza» de Roma. 17.1.2008).

Quisiera concretar esta alta visión de la Universidad con relación a las aspiraciones de Ustedes como estudiantes de Medicina. Para ello, me remonto nuevamente a la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba y a aquella pregunta fundamental que Su Santidad planteó a los jóvenes reunidos en Camagüey, tomada de un versículo del Salmo 119: «¿Cómo podrá el joven llevar una vida limpia? ¡Viviendo de acuerdo con tu palabra!» (Homilía en la Eucaristía celebrada en la plaza Ignacio Agramonte. Camagüey. 23.1.1998, n.3).

El recordado Pontífice constataba que, por desgracia, muchos jóvenes caen fácilmente en un relativismo moral, víctimas de esquemas culturales vacíos de sentido o de ideologías que no ofrecen normas morales altas y precisas. Este relativismo moral sólo genera «egoísmo, división, marginación, discriminación, miedo y desconfianza hacia los otros» (Ibíd).

En el actual ambiente cultural e intelectual del relativismo, que consiste en no reconocer nada como definitivo y afirmar que no hay verdades o valores absolutos en materia moral, ¿dónde podrá un joven -cualquier joven, creyente o no en Jesucristo- encontrar verdades y valores perdurables? En la ley moral natural.

Esta ley muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin y le indica los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Se llama natural «no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1955).

Su Santidad Benedicto XVI atribuye a esta doctrina una gran relevancia para el buen funcionamiento de la vida en sociedad, pues sobre la base de la ley natural, que puede ser descubierta por todos los hombres, es posible «entablar el diálogo de los creyentes con todos los hombres de buena voluntad y, más en general, con la sociedad civil y secular» (A la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional. 5.10.2007). Esa ley señala el valor sagrado de la vida humana, desde su inicio hasta su término natural, y afirma el derecho de cada ser humano a que se respete totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política (Cf. Evangelium vitae n. 2). Esa ley moral natural nos dice igualmente que «no todo lo que es científicamente factible es también éticamente lícito»; nos recuerda asimismo que el hombre no puede ser reducido a material biológico, que es «alguien» y no «algo» (BENEDICTO XVI, A los participantes en la Sesión plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe. 31.1.2008). «La técnica -enseña también el Papa Benedicto XVI-, cuando reduce al ser humano a objeto de experimentación, acaba por abandonar al débil al arbitrio del más fuerte. Fiarse ciegamente de la técnica como única garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código ético que hunda sus raíces en la misma realidad que se estudia y desarrolla, equivaldría a hacer violencia a la naturaleza humana, con consecuencias devastadoras para todos» (A los participantes en el Congreso Internacional sobre la Ley Moral Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense. 12.2.2007).

Esa ley puede ser conocida mejor por una conciencia educada y dispuesta para abrirse al bien y a la verdad. De ahí la importancia de la educación. Por el contrario, como dice el Papa, «si falta una formación continua y cualificada, resulta aún más problemática la capacidad de juicio en los problemas planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida naciente, de procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos y de atender a las clases débiles de la sociedad» (A los participantes en la Asamblea General de la Pontificia Academia de la Vida. 24.2.2007). Les invito, por tanto, a que se dejen interpelar por los criterios morales que conciernen a estos temas y elaboren un juicio recto de ellos en su conciencia.

Ustedes, conscientes de la grandeza y alcance de esta noble ciencia de la medicina, no ignoran que el servicio que prestan a la sociedad es un testimonio vital y elocuente de la trascendencia y valor de la persona humana. La solidaridad que Ustedes practican por profesión les ofrece una oportunidad, formidable y concreta a la vez, de reconocer en cada contacto con el paciente su dignidad humana y la posibilidad de crear una sociedad cada vez más justa y equitativa.

Hoy día aparece como un ideal dominante la adquisición de la felicidad permanente, entendida como exaltación del bienestar material y supresión del sufrimiento. El ejercicio de su profesión les permite, sin duda, comprender con mayor profundidad el dolor y el sufrimiento, que no son incompatibles con la dignidad de la persona humana. Les exhorto a que en su trato con los enfermos no sólo descubran los dolores físicos, sino además esos dolores espirituales que, con tacto y afecto, podrán también aliviar.

Aprendan, queridos jóvenes, a asistir al enfermo en esos momentos de crisis que la enfermedad conlleva inevitablemente. A Ustedes les corresponderá la gracia y el honor de acompañar con solicitud y amor a nuestros hermanos dolientes y afligidos. Estoy seguro que lo harán con todo esmero, con una gran rectitud de corazón y con una caridad que en ocasiones llegue hasta el heroísmo.

En esto les servirá de estímulo y ejemplo el modo en que Cristo amaba a los enfermos, recordándoles que los seres humanos precisan siempre algo más que una mera atención técnicamente correcta. Necesitan humanidad y trato cordial. Cuantos trabajan en las instituciones sanitarias, por tanto, están llamados a distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, se requiere, además de la preparación profesio
nal, una «formación del corazón» (Cf. Deus Caritas est, n. 31).

El Papa Benedicto XVI, profundamente convencido de que la caridad de Cristo crea «humanidad» en los corazones, transmitió con vigor a los jóvenes esta persuasión al inicio de su pontificado, subrayando que el cristianismo no destruye nada de lo que hace la vida libre, bella y grande, sino que lleva lo verdaderamente humano a su plenitud. Y nada hay más humano que el amor. «Hoy -dijo en aquella ocasión-, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo» (Homilía en la Misa de inauguración del ministerio petrino como Obispo de Roma. 24.4.2005).

Al concluir este encuentro con todos Ustedes, deseo que estas sencillas reflexiones les sirvan para su vida, a la vez que «los aliento a seguir trabajando juntos, animados por los principios morales más elevados para que el conocido dinamismo que distingue a este pueblo produzca abundantes frutos de bienestar y prosperidad en beneficio de todos» (JUAN PABLO II, Discurso de despedida en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana. 25.1.1998).

Dejo estas intenciones en manos de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre con la misma oración que le dirigió Juan Pablo II: «Haz de la nación cubana un hogar de hermanos y hermanas para que este pueblo abra de par en par su mente, su corazón y su vida a Cristo, único Salvador y Redentor» (Homilía en la Misa celebrada en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba. 24.1.1998, n. 6).

Muchas gracias.

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ZENIT Staff

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