CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 28 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este jueves a los obispos de la Conferencia Episcopal de El Salvador, con quienes se había reunido personalmente en días pasados, con motivo de su visita ad limina apostolorum.
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Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Con gran alegría os recibo en este día en el que, con motivo de vuestra visita Ad limina, habéis venido hasta las tumbas de los Apóstoles para reforzar los lazos de comunión de vuestras respectivas Iglesias Particulares con la Sede Apostólica. Mi dicha es aún mayor porque ésta es la primera vez que tengo la oportunidad de encontrarme con vosotros como Sucesor de Pedro. Agradezco a Mons. Fernando Sáez Lacalle, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Conferencia Episcopal, las atentas palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A través de vosotros, envío un saludo especial a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos, que con generosidad e infatigable esfuerzo viven y anuncian la Buena Nueva de la Redención que Cristo nos ha traído, verdadera y única esperanza para todas las gentes.
En su mayoría, el pueblo salvadoreño se caracteriza por tener una fe viva y un profundo sentimiento religioso. El Evangelio, llevado allí por los primeros misioneros y predicado también con fervor por pastores llenos de amor de Dios, como Mons. Óscar Arnulfo Romero, ha arraigado ampliamente en esa hermosa tierra, dando frutos abundantes de vida cristiana y de santidad. Una vez más, queridos Hermanos Obispos, se ha hecho realidad la capacidad transformadora del mensaje de salvación, que la Iglesia está llamada a anunciar, porque ciertamente «la Palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2, 9) y es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12).
2. Como Pastores de la Iglesia, vuestros corazones se conmueven al contemplar las graves necesidades del pueblo que os ha sido encomendado, y al que queréis servir con amor y dedicación. A causa de la situación de pobreza muchos se ven obligados a emigrar en busca de mejores condiciones de vida, lo cual provoca a menudo consecuencias negativas para la estabilidad del matrimonio y de la familia. Sé también de los esfuerzos que estáis haciendo para promover la reconciliación y la paz en vuestro País, y superar así dolorosos acontecimientos del pasado.
Al mismo tiempo, habéis dedicado una carta pastoral en 2005 al problema de la violencia, considerado como el más grave en vuestra Nación. Al analizar sus causas, reconocéis que el incremento de la violencia es consecuencia inmediata de otras lacras sociales más profundas, como la pobreza, la falta de educación, la progresiva pérdida de aquellos valores que han forjado desde siempre el alma salvadoreña y la disgregación familiar. En efecto, la familia es un bien indispensable para la Iglesia y la sociedad, así como un factor básico para construir la paz (cf. Mensaje Jornada Mundial de la Paz 2008, n. 3). Por eso, sentís la necesidad de revitalizar y fortalecer en todas las Diócesis una adecuada y eficaz pastoral familiar, que ofrezca a los jóvenes una sólida formación espiritual y afectiva, que les ayude a descubrir la belleza del plan de Dios sobre el amor humano, y les permita vivir con coherencia los auténticos valores del matrimonio y de la familia, como la ternura y el respeto mutuo, el dominio de sí, la entrega total y la fidelidad constante.
3. Frente a la pobreza de tantas personas, se siente como una necesidad ineludible la de mejorar las estructuras y condiciones económicas que permitan a todos llevar una vida digna. Pero no se ha de olvidar que el hombre no es un simple producto de las condiciones materiales o sociales en que vive. Necesita más, aspira a más de lo que la ciencia o cualquier iniciativa humana puede dar. Hay en él una inmensa sed de Dios. Sí, queridos Hermanos Obispos, los hombres anhelan a Dios en lo más íntimo de su corazón, y Él es el único que puede apagar su sed de plenitud y de vida, porque sólo Él nos puede dar la certeza de un amor incondicionado, de un amor más fuerte que la muerte (cf. Spe salvi, 26). «El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (ibíd., 23).
Por ello es preciso impulsar un ambicioso y audaz esfuerzo de evangelización en vuestras comunidades diocesanas, orientado a facilitar en todos los fieles ese encuentro íntimo con Cristo vivo que está a la base y en el origen del ser cristiano (cf. Deus caritas est, 1). Una pastoral, por tanto, que esté centrada «en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Novo millennio ineunte, 29). Hay que ayudar a los fieles laicos a que descubran cada vez más la riqueza espiritual de su bautismo, por el cual están «llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, 40), y que iluminará su compromiso de dar testimonio de Cristo en medio de la sociedad humana (cf. Gaudium et spes, 43). Para cumplir esta altísima vocación necesitan estar bien enraizados en una intensa vida de oración, escuchar asidua y humildemente la Palabra de Dios y participar frecuentemente en los sacramentos, así como adquirir un fuerte sentido de pertenencia eclesial y una sólida formación doctrinal, especialmente en cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia, donde encontrarán criterios y orientaciones claras para poder iluminar cristianamente la sociedad en la que viven.
4. En vuestra solicitud pastoral, los sacerdotes han de ocupar un lugar muy especial. Con ellos os unen lazos estrechísimos en virtud del Sacramento del Orden que han recibido y de la participación en la misma misión evangelizadora. Ellos merecen vuestros mejores desvelos y vuestra cercanía a cada uno, conociendo su situación personal, atendiéndolos en todas sus necesidades espirituales y materiales y animándoles a proseguir con gozo su camino de santidad sacerdotal. Imitad en esto el ejemplo de Jesús, que consideraba amigos suyos a quienes estaban con Él (cf. Jn 15, 15).
Como fundamento y principio visible de unidad en vuestras Iglesias particulares (cf. Lumen gentium, 23) os aliento a ser promotores y modelos de comunión en el propio presbiterio, encareciendo a vivir la concordia y la unión de todos los sacerdotes entre sí y en torno a su Obispo, como manifestación de vuestro afecto de padre y hermano, sin dejar de corregir las situaciones irregulares cuando sea necesario.
El amor y la fidelidad del sacerdote a su vocación será la mejor y más eficaz pastoral vocacional, así como un ejemplo y estímulo para vuestros seminaristas, que son el corazón de vuestras Diócesis, y en los que tenéis que volcar vuestros mejores recursos y energías (cf. Optatam totius, 5), porque son esperanza para vuestras Iglesias.
Seguid también con atención la vida y el quehacer de los Institutos religiosos, estimando y promoviendo en vuestras comunidades diocesanas la vocación y misión específicas de la vida consagrada (cf. Lumen gentium, 44), y alentándolos a colaborar en la actividad pastoral diocesana para enriquecer, «con su presencia y su ministerio, la comunión eclesial» (Exhort. ap. Pastores gregis, 50).
5. Si bien los desafíos que tenéis ante vosotros son enormes y parecen superiores a vuestras fuerzas y capacidades, sabéis que podéis acudir con confianza al Señor, para quien nada hay imposible (cf. Lc 1, 37), y abrir vuestro corazón al impulso de la gracia divina. En ese contacto constante con Jesús, el Buen Pastor, en la oración, madurarán los mejores proyectos pastorales para vuestras comunidades y seréis verdaderamente ministros de esperanza para todos vuestros hermanos (cf. Pastores gregis, 3),
pues Él es quien hace fecundo vuestro ministerio episcopal, que, a su vez, ha de ser un reflejo auténtico de vuestra caridad pastoral, a imagen de Aquel que vino «no a ser servido, sino a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45).
6. Queridos Hermanos, al final de nuestro encuentro os agradezco de nuevo vuestra entrega generosa a la Iglesia y os acompaño con mi oración, para que en todos vuestros retos pastorales os llenen de esperanza y de ánimo las palabras del Señor Jesús: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Os estrecho en mi corazón con un abrazo de paz, en el que incluyo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de vuestras Iglesias locales. Sobre cada uno de vosotros y de vuestros fieles diocesanos imploro la constante protección de la Virgen María Reina de la Paz, Patrona de El Salvador, a la vez que os imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.
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