ROMA, viernes, 12 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. –predicador de la Casa Pontificia– a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
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La Exaltación de la Santa Cruz
Números 21, 4-9; Filipenses 2, 6-11; Juan 3, 13-17
Igual que Moisés levantó una serpiente en el desierto…
Actualmente la cruz ya no se presenta a los fieles en su aspecto de sufrimiento, de dura necesidad de la vida o incluso como un camino para seguir a Cristo, sino en su aspecto glorioso, como motivo de honor, no de llanto. Ante todo digamos algo sobre el origen de esta fiesta. Recuerda dos acontecimientos distantes en el tiempo. El primero es la inauguración, por parte del emperador Constantino, de dos basílicas, una en el Gólgota, otra en el sepulcro de Cristo, en el año 325. El otro suceso, en el siglo VII, es la victoria cristiana contra los persas, que llevó a la recuperación de las reliquias de la cruz y su devolución triunfal a Jerusalén. Sin embargo con el paso del tiempo la fiesta ha adquirido un significado autónomo. Se ha convertido en una celebración gloriosa del misterio de la cruz, que siendo instrumento de ignominia y de suplicio, Cristo transformó en instrumento de salvación.
Las lecturas reflejan esta perspectiva. La segunda lectura vuelve a proponer el célebre himno de la Carta a los Filipenses, donde se contempla la cruz como el motivo de la mayor «exaltación» de Cristo: «Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre». También el Evangelio habla de la cruz como del momento en el que «el Hijo del hombre ha sino levantado para que todo el que crea tenga por Él vida eterna».
Ha habido, en la historia, dos modos fundamentales de representar la cruz y el crucifijo. Los llamamos, por comodidad, el modo antiguo y el moderno. El modo antiguo, que se puede admirar en los mosaicos de las antiguas basílicas y en los crucifijos del arte románico, es glorioso, festivo, lleno de majestad. La cruz, frecuentemente sola, sin crucifijo, aparece constelada de gemas, proyectada en un cielo estrellado, y bajo ella la inscripción: «Salvación del mundo, salus mundi«, como en un célebre mosaico de Rávena.
En los crucifijos de madera del arte románico, este tipo de representación se expresa en el Cristo que reina con vestiduras reales y sacerdotales desde la cruz, con los ojos abiertos, la mirada al frente, sin sombra de sufrimiento, sino radiante de majestad y victoria, ya no coronado de espinas, sino de gemas. Es la traducción del versículo del salmo: «Dios reinó desde el madero»(regnavit a ligno Deus). Jesús hablaba de su cruz en estos mismos términos: como el momento de su «exaltación»: «Y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
La forma moderna comienza con el arte gótico y se acentúa cada vez más, hasta convertirse en el modo ordinario de representar el crucifijo. Un ejemplo extremo es la crucifixión de Matthias Grünewald en el Altar de Isenheim. Las manos y los pies se retuercen como zarzas alrededor de los clavos, la cabeza agoniza bajo un haz de espinos, el cuerpo cubierto de llagas. Igualmente los crucifijos de Velázquez y de Dalí y de muchos otros pertenecen a este tipo.
Los dos modos evidencian un aspecto verdadero del misterio. La forma moderna -dramática, realista, desgarradora- representa la cruz vista, por así decirlo, por delante, «de cara», en su cruda realidad, en el momento en que se muere en ella. La cruz como símbolo del mal, del sufrimiento del mundo y de la tremenda realidad de la muerte. La cruz se representa aquí «en sus causas», esto es, en aquello que, habitualmente, la ocasiona: el odio, la maldad, la injusticia, el pecado.
El mundo antiguo evidenciaba no las causas, sino los efectos de la cruz; no aquello que produce la cruz, sino lo que es producido por la cruz: reconciliación, paz, gloria, seguridad, vida eterna. La cruz que Pablo define «gloria» u «honor» del creyente. La festividad del 14 de septiembre se llama «exaltación» de la cruz porque celebra precisamente este aspecto «exaltante» de la cruz.
Hay que unir, a la forma moderna de considerar la cruz, la antigua: redescubrir la cruz gloriosa. Si en el momento en que se experimentaba la prueba, podía ser útil pensar en Jesús clavado en la cruz entre dolores y espasmos, porque esto hacía que lo sintiéramos cercano a nuestro dolor, ahora hay que pensar en la cruz de otro modo. Me explico con un ejemplo. Hemos perdido recientemente a una persona querida, tal vez después de meses de gran sufrimiento. Pues bien: no hay que seguir pensando en ella como estaba en su lecho, en tal circunstancia, en tal otra, a qué punto se había reducido al final, qué hacía, qué decía, tal vez torturando mente y corazón, alimentando inútiles sentimientos de culpa. Todo esto ha terminado, ya no existe, es irreal; actuando así no hacemos más que prolongar el sufrimiento y conservarla artificialmente con vida.
Hay madres (no lo digo para juzgarlas, sino para ayudarlas) que después de haber acompañado durante años a un hijo en su calvario, cuando el Señor lo ha llamado consigo, rechazan vivir de otra forma. En casa todo debe permanecer como estaba en el momento de la muerte del hijo; todo debe hablar de él; visitas continuas al cementerio. Si hay otros niños en la familia, deben adaptarse a vivir también ellos en este clima tapizado de muerte, con grave perjuicio psicológico. Cada manifestación de alegría en casa les parece una profanación. Estas personas son las que necesitan más descubrir el sentido de la fiesta del 14 de septiembre: la exaltación de la cruz. Ya no eres tú quien lleva la cruz, sino la cruz quien te lleva a ti; la cruz que no te aplasta, sino que te levanta.
Hay que pensar en la persona querida como es ahora que «todo ha terminado». Así hacían con Jesús los artistas antiguos. Lo contemplaban como es ahora, como está: resucitado, glorioso, feliz, sereno, sentado en el mismo trono de Dios, con el Padre que ha «enjugado toda lágrima de sus ojos» y le ha dado «todo poder en los cielos y en la tierra». Ya no entre los espasmos de la agonía y de la muerte. No digo que se pueda siempre dominar el propio corazón e impedir que sangre con el recuerdo de lo sucedido, pero hay que procurar que prevalezca la consideración de fe. Si no, ¿para qué sirve la fe?
[Traducción del original italiano por Marta Lago]