Homilía del Papa en la dedicación del altar de la catedral de Albano

ALBANO, lunes 22 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el texto de la homilía pronunciada el pasado domingo por Benedicto XVI en Albano (Roma) con ocasión de la dedicación del altar de la catedral.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

La celebración de hoy es muy rica en símbolos, y la Palabra de Dios que se ha proclamado nos ayuda a comprender el significado y el valor de lo que estamos cumpliendo. En la primera lectura hemos escuchado el relato de la purificación del Templo y de la dedicación del nuevo altar de los holocaustos por obra de Judas Macabeo en el 164 a.C., tres años después de que el Templo fuese profanado por Antíoco Epifanes (cfr 1 Mac 4,52-59). En recuerdo de este acontecimiento, se instituyó la fiesta de la Dedicación, que duraba ocho días. Esta fiesta, ligada inicialmente al Templo donde el pueblo acudía en procesión para ofrecer sacrificios, se alegraba con la iluminación de las casas, y ha sobrevivido bajo esta forma, tras la destrucción del Templo de Jerusalén.

El Autor sagrado subraya precisamente el gozo y la alegría que caracterizaron a este acontecimiento. Pero cuánto más grande, queridos hermanos y hermanas, debe ser nuestra alegría sabiendo que en el altar, que vamos a consagrar a continuación, cada día se ofrecerá el sacrificio de Cristo; sobre este altar Él seguirá inmolándose, en el sacramento de la Eucaristía, para nuestra salvación y la del mundo entero. En el Misterio eucarístico, que se renueva en cada altar, Jesús se hace realmente presente. La suya es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él; nos atrae con la fuerza de su amor haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a Él, haciendo de nosotros una sola cosa con Él.

La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su «casa», y todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla también san Pedro. «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios -escribe el apóstol-, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2, 4-5). Casi desarrollando esta bella metáfora, san Agustín observa que mediante la fe los hombres son como maderos y piedras cogidos de los bosques y de los montes para la construcción; mediante el bautismo, la catequesis y la predicación se van desbastando, escuadrando y puliendo; pero se convierten en casa del Señor sólo cuando se acompañan por la caridad. Cuando los creyentes se ponen en contacto en un orden determinado, se yuxtaponen y cohesionan mutua y estrechamente, cuando todos están unidos con la caridad se convierten verdaderamente en casa de Dios que no teme derrumbarse (cfr Serm., 336).

Es por tanto el amor de Cristo, la caridad que «no tendrá fin» (1 Cor 13,8), la energía espiritual que une a cuantos participan del mismo sacrificio y se nutren del único Pan partido para la salvación del mundo. De hecho ¿es posible estar en comunión con el Señor si no estamos en comunión entre nosotros? ¿Cómo podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, lejanos unos de otros? Este altar, sobre el cual dentro de poco se renueva el sacrificio del Señor, sea para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una constante invitación al amor; a él os debéis acercar siempre con el corazón dispuesto a acoger el amor de Cristo y a difundirlo, a recibir y a conceder el perdón.

A propósito de esto nos ofrece una lección importante para la vida el pasaje evangélico que hace un momento se ha proclamado (cfr Mt 5,23-24). Es un breve pero apremiante e incisivo llamamiento a la reconciliación fraterna, indispensable para presentar dignamente la ofrenda en el altar. Una llamada que retoma las enseñanzas bien presentes ya en la predicación profética. También los profetas denunciaban con vigor la inutilidad de los actos de culto que no tenían las correspondientes disposiciones morales, especialmente en la relación con el prójimo (cfr Is 1,10-20; Am 5, 21-27; Mic 6, 6-8). Cada vez que os acerquéis al altar para la celebración eucarística, vuestra alma debe abrirse al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de cuantos os hayan herido y dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.

En la liturgia romana el sacerdote, tras presentar la ofrenda del pan y del vino, inclinado hacia el altar, reza en sumisamente: «Humildes y arrepentidos acógenos, Señor: acepta nuestro sacrificio que hoy te presentamos». Se prepara así a entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio eucarístico, en el corazón de esa liturgia celeste a la que se refiere la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que ofrece «muchos perfumes para que, con las oraciones de los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono» (cfr Ap 8, 3). El altar del sacrificio se convierte, de cierta forma, en punto de encuentro entre el Cielo y la tierra; el centro, podríamos decir, de la única Iglesia que es celeste y al mismo tiempo peregrina en la tierra, donde, entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios, los discípulos del Señor anuncian su pasión y muerte hasta que vuelva en la gloria (cfr Lumen gentium, 8). Es más, cada celebración eucarística anticipa el triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el fulgor de la Iglesia, «esposa inmaculada del Cordero sin mancha, Esposa que Cristo a amado y por la que se ha entregado, a fin de hacerla santa» (ibid., 6).

Estas son las reflexiones que nos suscita el rito que vamos a realizar en vuestra catedral, que hoy admiramos en su belleza renovada y que justamente queréis hacer cada vez más acogedora y decorosa. Una tarea que os compete a todos y que, en primer lugar, pide a toda la comunidad diocesana que crezca en la caridad y en la dedicación apostólica y misionera. Concretamente se trata de dar testimonio con la vida de vuestra fe en Cristo y la confianza total que ponéis en él. Se trata también de cultivar la comunión eclesial que es ante todo un don, fruto del amor libre y gratuito de Dios, y que por tanto es divinamente eficaz, y está siempre presente y operante en la historia, más allá de cualquier apariencia contraria. La comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada uno. Que el Señor os conceda una comunión cada vez más convencida y operante, en la colaboración y en la corresponsabilidad en todos los niveles: entre presbíteros, consagrados y laicos, entre las distintas comunidades cristianas de vuestro territorio, entre las distintas agrupaciones de laicos.

Dirijo ahora mi saludo cordial a vuestro obispo, monseñor Marcello Semeraro, a quien agradezco las corteses palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en nombre de todos vosotros. Deseo también expresarle sentimientos de ferviente felicitación, con motivo del décimo aniversario de su consagración episcopal. Un pensamiento especial dirijo al cardenal Angelo Sodano, Decano del Colegio Cardenalicio, titular de esta diócesis Suburbicaria, que hoy se une a nuestra alegría. Saludo a los prelados presentes, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los jóvenes y los ancianos, a las familias, a los niños, a los enfermos, abrazando con afecto a todos los fieles de la comunidad diocesana reunida aquí espiritualmente. Un saludo a las Autoridades que nos honran con su presencia, y en primer lugar al señor Alcalde de Albano, al cual agradezco también las corteses palabras que me ha dirigido al inicio de la Misa. Invoco sobre todos las celeste protección de san Pancracio, titular de esta catedral, y del apóstol Mateo, quel que hace hoy memori
a la liturgia.

Invoco, particularmente, la intercesión maternal de la Beata Virgen María. En este día, que corona los esfuerzos, sacrificios y tareas llevadas a cabo para dotar a la catedral de un renovado espacio litúrgico, con oportunas intervenciones que han incluido la Cátedra episcopal, el Ambón y el Altar, os obtenga la Virgen que podáis escribir en nuestro tiempo otra página de santidad cotidiana y popular, que se añada a las que han marcado la vida de la Iglesia en Albano en el curso de los siglos. No faltan, como ha recordado vuestro Pastor, desafíos y problemas, pero son grandes las esperanzas y las oportunidades para anunciar y dar testimonio del amor de Dios. El Espíritu del Señor resucitado, que es el Espíritu de Pentecostés, os abra a sus horizontes de esperanza y alimente en vosotros el empuje misionero hacia los vastos horizontes de la nueva evangelización. Por esto oramos, prosiguiendo la celebración eucarística.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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