ROMA, lunes 22 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- México y otros países de América Latina se preparan a la celebración del bicentenario del inicio de sus independencias. ZENIT ha entrevistado al doctor Emilio Martínez Albesa, profesor de la Universidad Europea de Roma y autor del libro «La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México» (3 tomos, Porrúa 2007). El libro fue presentado públicamente por el Embajador de México ante la Santa Sede y por el cardenal Giovanni Battista Re en el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum de Roma.
–Usted ha estudiado cien años del pensamiento sobre relaciones Iglesia-Estado en México, en una obra de más de dos mil páginas, ¿por qué han sido unas relaciones tan difíciles?
–Martínez Albesa: En mi libro analizo la evolución del pensamiento político y eclesiológico mexicano de 1767 a 1867, cuando se gestó el México contemporáneo, a través de la lucha por la independencia y de las guerras de Reforma y de la Intervención francesa. En esos años, tanto la Iglesia como el Estado atravesaban grandes dificultades. La Iglesia sufrió recortes de libertad por parte de los gobernantes españoles de la Ilustración, embates de las ideas revolucionarias nacidas de la Revolución francesa, reducción alarmante del número de sacerdotes y de obispos, pérdida de sus bienes, disolución de conventos y órdenes religiosas, sustracción de los derechos políticos de los clérigos, ostracismo del campo de la educación, injerencias sobre el ejercicio del culto. El Estado también sufrió las consecuencias del cambio de época; en el caso mexicano, fue un Estado naciente, carente de dinero, cuestionado en su legitimidad, sin fuerza para hacer valer sus decisiones, sin control efectivo sobre el territorio.
Ambos, la Iglesia y el Estado, hubieron de buscar vías para su inserción en la sociedad que les garantizase su respectiva dimensión pública, imprescindible para el desenvolvimiento de sus propias funciones. Lógicamente chocarían entre sí cuando, por una excesiva pero comprensible susceptibilidad, vieran en el otro a un competidor que amenazaba con monopolizar la vida social a costa de la propia legítima independencia y jurisdicción. Además cuando, a partir de 1830 y más aún desde 1857, las ideologías hicieron aparecer como principios irrenunciables lo que inicialmente habían sido intereses políticos negociables, crecieron los radicalismos, haciéndose muy difícil el diálogo.
No obstante, las relaciones entre la Iglesia y el Estado en México no fueron en absoluto siempre tensas en el México de aquellos cien años; por el contrario, salta a la vista que, cuando México contó con hombres de talante abierto y dialogante, fue posible emprender unas relaciones francas y constructivas a favor del pueblo mexicano, que era profundamente católico y amante de su patria.
–Con la excomunión del Cura Hidalgo, ¿podemos decir que religiosamente México nació huérfano a su vida independiente?, ¿como un país repudiado por la Iglesia?
–Martínez Albesa: De ninguna manera. Conviene recordar que México nació a la vida independiente en 1821 bajo el triple lema de religión, independencia e unión; un lema que dio origen a su bandera tricolor, en la cual el blanco evoca la religión. Y que esta independencia fue respaldada por la casi totalidad del episcopado mexicano. Después, en 1824, nacida la República mexicana, los padres constituyentes de la patria establecieron la religión católica como única religión de la nación, quedando así amparada constitucionalmente. Al año siguiente, el Papa respondió a una carta del Presidente Guadalupe Victoria, alegrándose de la concordia reinante en México y enviando su bendición a todos los mexicanos. México nació católico a su vida independiente. Sin embargo, tenía ciertamente por delante un reto pendiente de resolver: la llamada «cuestión eclesiástica», es decir, la búsqueda de unas nuevas bases jurídicas sobre las cuales fundar las relaciones entre el Estado y la Iglesia una vez que había desaparecido el rey de España con su derecho de patronato. Y éste no era un reto sencillo en las circunstancias ideológicas y políticas de la época. Hombres abiertos y voluntariosos de dar soluciones viables, de distintas tendencias políticas -como Vicente Guerrero, Anastasio Bustamante, Francisco Pablo Vázquez, Manuel Díez de Bonilla, el Papa Gregorio XVI- hicieron posible, por ejemplo, la restauración de la jerarquía episcopal mexicana en 1831, después de haberse quedado el país sin obispos, y más tarde, en 1836, el reconocimiento oficial de la Santa Sede del nuevo Estado mexicano.
–Pero entonces, retrocediendo a 1810, ¿qué lugar ocupa la excomunión de Miguel Hidalgo?
–Martínez Albesa: Como todos saben, el Cura Hidalgo inició la insurgencia mexicana al grito de «Viva la Religión, viva la Virgen de Guadalupe, viva Fernando VII, viva la América y muera el mal gobierno». El movimiento insurgente tomó en esos primeros momentos un carácter violento, que significó primero la prisión y a continuación en muchos casos la muerte de civiles españoles asentados en el país. Entre los aprisionados por Hidalgo y también entre los ejecutados por orden suya, se contaron algunos clérigos y religiosos y, desde 1139, la Iglesia había decretado la excomunión latae sententiae para quien atentara con violencia contra la persona de un clérigo o de un monje (II Concilio de Letrán, canon 158). No está del todo claro si Hidalgo incurrió en esta excomunión; es muy probable, pero para poder afirmarlo se necesitaría que, además del hecho de la violencia externa contra clérigos, constase el dolo y la imputabilidad. El decreto de excomunión de Manuel Abad y Queipo parece que no tuvo validez canónica. La Inquisición no lo excomulgó. Hidalgo no se consideró excomulgado y lo que está fuera de duda es que murió en paz con la Iglesia, en el seno de ella y no excomulgado, si es que alguna vez lo estuvo.
Es fundamental recordar que los líderes insurgentes mexicanos fueron católicos y pretendieron establecer un ordenamiento estatal con confesionalidad católica. De hecho se contarán varios de ellos, como Carlos María Bustamante, entre los responsables de que el Acta Constitutiva y la Constitución de 1824 declarasen la confesionalidad católica con prohibición civil de los cultos no católicos. Los sucesores de Hidalgo estuvieron lejos de buscar una separación entre la Iglesia y el Estado en el sentido de la política liberal moderna.
–El señor embajador de México Luis Felipe Bravo Mena mencionó que su libro saca a la luz nudos doctrinales no fácilmente apreciables en las narraciones históricas tradicionales y que habrían estado presentes en la dialéctica entre liberales y católicos en las primeras fases del constitucionalismo mexicano. ¿Puede indicarnos algunos de estos nudos?
–Martínez Albesa: Efectivamente, como refirió el señor embajador, he analizado a fondo las concepciones jurídico-ideológicas y las ideas eclesiológicas presentes en aquellos debates entre políticos liberales y representantes católicos y que gestaron proyectos de nación enfrentados. Nudos doctrinales decisivos fueron, entre otros, el trasvase de la vieja eclesiología jansenista del siglo XVIII al liberalismo reformista de mediados del siglo XIX, la radical mutación de significado del regalismo para la dimensión pública de la fe según el modelo de nación y Estado sobre el cual se aplique, y la doble vía de superación del regalismo por parte de la eclesiología mexicana que supusieron los conceptos de soberanía eclesiástica y de preeminencia de lo espiritual. Estos nudos doctrinales tuvieron manifestaciones históricas de largas consecuencias para el derecho eclesiástico de la República mexicana y para las reivindicaciones de los católicos, consecuencias que, a través de diversas vicisitudes, llegan hasta nuestros días.
A mi juicio, la importancia del hallazgo de estos nudos doctrinales es mucha porque, por ejemplo, nos explican cómo el progresismo de los primeros liberales reformistas no era en absoluto progresista en su visión de la Iglesia y que encerraba una concepción estatista poco prometedora para la libertad de la sociedad, o también nos descubren una lógica interna en el desenvolvimiento de las ideas políticas y eclesiológicas de los obispos que hacen comprensibles sus cambios de actitudes sin que podamos aceptar acríticamente, sin que se haya demostrado, que éstos obraran bajo motivaciones egoístas.
–El cardenal Giovanni Battista Re señaló que la imagen del episcopado mexicano del siglo XIX que emerge de su libro redimensiona ciertos tópicos y puede servir para la purificación de la memoria de la Iglesia y la conciencia histórica de la nación mexicana. ¿En qué sentido?
–Martínez Albesa: Figuras episcopales de la talla intelectual y humana de Clemente de Jesús Munguía, Juan Cayetano Gómez de Portugal, Pedro Espinosa o Juan Cruz Ruiz de Cabañas, por ejemplo, no pueden quedar en el olvido y merecen ser recordados no sólo por los conflictos en que se vieron envueltos, sino también y sobre todo por las aportaciones que brindaron en los campos jurídico y teológico. Mi libro, sin ningún tono apologético o laudatorio, analiza estas aportaciones, tratando de mostrar sus méritos y sus límites.
Recuerdo que el mismo Sr. Cardenal citó un texto de Benedicto XVI que dice que la Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia (Deus Caritas Est, 28). Estas palabras pueden ayudarnos tanto a entender la posición de los obispos mexicanos del XIX frente a las leyes que consideraban injustas como a examinar esa posición con un recto sentido crítico.
A la base del planteamiento de las relaciones entre el Estado y la Iglesia de los liberales reformistas mexicanos se hallaban dos presupuestos: que todo lo visible era competencia del Estado (por la visión jansenista de la Iglesia, a cuya jurisdicción se reservaba sólo el mundo de lo invisible) y que el clero era una amenaza permanente para la paz y bienestar de la nación (por una lectura ideologizada de la propia historia nacional). Estos presupuestos han dejado huella en la legislación mexicana sobre la dimensión religiosa de la vida prácticamente hasta nuestro tiempo, con algunas expresiones que vistas desde fuera de México resultan cuando menos pintorescas y ciertamente de un laicismo trasnochado (como la prohibición de uso del traje clerical en público, en vigor hasta 1992). Es oportuno redescubrir las figuras episcopales del XIX, que se opusieron con argumentos intelectuales de valor a la reducción de lo religioso al ámbito de lo públicamente invisible y que, aun con todas sus limitaciones, no tenían las peligrosas ambiciones temporales que se les han atribuido. Es oportuno porque, como recordó el Card. Re citando el Documento de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Aparecida, también hoy «sea un viejo laicismo exacerbado, sea un relativismo ético que se propone como fundamento de la democracia, animan a fuertes poderes que pretenden rechazar toda presencia y contribución de la Iglesia en la vida pública de las naciones, y la presionan para que se repliegue en los templos y sus servicios religiosos» (Documento de Aparecida, 504).
–En este contexto, ¿qué ha significado para México la reforma de 1992?
–Martínez Albesa: Sin duda, la reforma constitucional y la ley reglamentaria de asociaciones religiosas de 1992 han significado un paso adelante sumamente significativo para la modernización de la legislación mexicana sobre libertad religiosa; una modernización que no puede prescindir de un adecuado reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia católica. Además, la apertura de relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede de ese mismo año ha ofrecido el instrumento más adecuado para un diálogo fecundo entre el Estado mexicano y la Sede Apostólica en el respeto, la independencia y la colaboración recíproca.
–Y ¿cuáles deberían ser los siguientes pasos? Algunos dicen que el Estado debería regresar a la Iglesia la propiedad de los templos, permitirle poseer medios de comunicación de masas, reconocer plenos derechos políticos a los sacerdotes. ¿Qué prioridades deben animar hoy las relaciones entre la Iglesia y el Estado?
–Martínez Albesa: Hoy México, como también las demás naciones occidentales, atraviesa un momento de cambio. Se trata sin duda de un tiempo de oportunidad. Un diálogo abierto, sincero y constructivo entre el Estado, la Iglesia y los demás agentes sociales es muy necesario. Existen los instrumentos diplomáticos para que la Iglesia y el Gobierno mexicano dialoguen y logren acuerdos sobre los distintos temas de interés común. Los temas concretos para este diálogo entre el Estado y la Iglesia deben fijarlo sus respectivos representantes, atentos a las necesidades de los tiempos. El objetivo del diálogo ha de ser el bien integral del pueblo mexicano, el cual es católico en su gran mayoría.
Sobre el caso particular de los templos católicos, es preciso tener en cuenta que ellos constituyen un tesoro histórico, cultural y artístico invaluable, que es por tanto necesario preservar como parte integrante del bien común del pueblo mexicano, y asimismo no puede olvidarse que han sido edificados por los fieles católicos de acuerdo con la jerarquía eclesiástica por motivos religiosos, para el uso religioso de la Iglesia católica, para el decoroso ejercicio de su culto, respondiendo así a las necesidades religiosas de los católicos mexicanos, y que dicha finalidad debe quedar siempre salvaguardada. Sobre los medios de comunicación, sabiendo que una cosa es la propiedad y otra el uso, habría quizá que evaluar su papel dentro de un discurso más amplio de la búsqueda de las mejores formas de garantizar y favorecer la libertad religiosa y la legítima libertad de expresión. Sobre los plenos derechos políticos, conviene no olvidar que el derecho canónico actual prohíbe a los clérigos aceptar cargos públicos que supongan participación en el ejercicio de la potestad civil (Código de Derecho Canónico, canon 285 § 3).
Sin embargo, más allá de todo esto, considero que las prioridades de la Iglesia católica para el diálogo con el Estado mexicano hoy día se encuentran en la defensa de la vida humana y de la familia, en la promoción de la justicia y la paz sociales, en el desarrollo de la educación, en las garantías para los derechos de los migrantes y marginados, en la promoción integral de los desfavorecidos, en el empeño por la tutela de los derechos humanos en el contexto internacional, mucho más que en la reivindicación de unas determinadas condiciones materiales o sociales para sí misma, si bien está claro que todo puede entrar en un diálogo respetuoso y constructivo entre el Estado y la Iglesia en la búsqueda de garantizar el derecho de los mexicanos a que sus opiniones religiosas sean respetadas de acuerdo con las exigencias propias de los tiempos.