Cardenal Rouco: El compromiso de la Iglesia con los Derechos Humanos

Introducción a la conferencia del cardenal Bertone en Madrid

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MADRID, jueves 5 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras de introducción dirigidas por el cardenal Antonio María Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española y arzobispo de Madrid, a la conferencia que pronunció este jueves el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, sobre «Los Derechos Humanos en el Magisterio de Benedicto XVI».

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Eminencia,Señores Cardenales y Obispos,Señoras y Señores:

Sean mis primeras palabras en nombre de los Obispos de la Conferencia Episcopal Española de bienvenida cordial y fraterna al Señor Cardenal Secretario de Estado a esta sede de la Conferencia Episcopal Española, inaugurada por el Siervo de Dios, el inolvidable Juan Pablo II, después de su llegada a Madrid el 31 de octubre del año 1982, como el primer acto oficial de aquella primera, larga e inolvidable visita a España del 31 de octubre al 9 de noviembre de 1982. Venía como «Testigo de Esperanza» y guardamos su memoria, no sin emoción viva y agradecida, en nuestros corazones. De nuevo visitaría esta casa para hablar a los Obispos españoles el 15 de junio de 1993 con motivo de su cuarta y penúltima visita apostólica a España con ocasión de las conmemoraciones del V Centenario de la Evangelización de América.

Palabras también de sentida gratitud, querido Sr. Cardenal, por haber aceptado nuestra invitación a presidir el acto con el que la Conferencia Episcopal Española quería unirse a las iniciativas de la Santa Sede con motivo de la conmemoración del LX Aniversario de la aprobación de la «Declaración Universal de los Derechos Humanos» el 10 de diciembre de 1948 en las Naciones Unidas.

Nuestro saludo y nuestra gratitud se dirige también a todos ustedes, personalidades de los distintos ámbitos de nuestra vida social, que han tenido la deferencia de responder a nuestra invitación para este solemne acto en número y cualificación tan notables.

La «Declaración Universal de los Derechos Humanos» había sido aprobada cuando la humanidad estaba saliendo de la hora quizá más oscura y trágica de su historia. Se trataba de abrir un camino jurídico universal para labrar y garantizar el futuro de la paz mundial, asegurando por la vía jurídica del derecho internacional el reconocimiento y cumplimiento universal de los derechos de la persona humana por parte de la comunidad internacional y de cada uno de sus Estados miembros.

La «Declaración Universal de los Derechos Humanos», hito excepcional en la historia de la conciencia ética y jurídica de la humanidad, inauguraba, sin duda, un nuevo capítulo de la misma. La propia organización de las Naciones Unidas promovería desde el primer momento su desarrollo y puesta en práctica. El primer y más importante resultado de este esfuerzo político y jurídico cuajaría en la aprobación por la Asamblea General el 16 de diciembre de 1966 del «Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales» y del «Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos». El éxito de la Declaración en el terreno formal jurídico del nuevo derecho constitucional que se va imponiendo a lo largo y a lo ancho del mundo después de la II Guerra Mundial es muy grande, al menos en la letra de los textos de las leyes constitucionales aprobadas. En realidad, desde esa fecha del 10 de diciembre de 1948 hasta hoy mismo, se fue haciendo impensable un ordenamiento legal de la constitución política del Estado, de cualquier Estado, que no incluyese como elemento esencial el reconocimiento de los derechos humanos. No fue tan claro y exhaustivo su éxito en el campo de su aplicación práctica. De las previsiones y prescripciones normativas, fuese cual fuese su rango formal-jurídico, a su aceptación y observancia en el campo de la vida social y personal diaria, se daba -y se continuará dando- no sin frecuencia lamentable un largo trecho. En la práctica constitucional de áreas geopolíticas completas, hasta la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, no se logró por parte de los Estados alcanzar el mínimo de aquellas garantías substantivas y procesales que permitiesen hablar de una recepción elemental de los Derechos Humanos proclamados por las Naciones Unidas. Hoy es el día en el que no se ha conseguido aún establecer un sistema de garantías eficaces del cumplimiento de los derechos fundamentales del hombre ni por la vía del derecho interno de todos los Estados que forman el mapa geopolítico mundial, ni tampoco por la propia vía del derecho internacional. El trecho cultural, ético y espiritual que tienen que recorrer actualmente las sociedades y las personas en la asimilación existencial y viva del respeto a la dignidad inviolable de la persona humana y de sus derechos es todavía muy grande. El fenómeno del hambre y de la pobreza en el mundo, agravada por la crisis económica, sigue ensombreciendo el presente y el inmediato futuro de la familia humana. El derecho a la vida, los derechos relativos al matrimonio y a la familia y el derecho a la libertad religiosa atraviesan momentos de incertidumbre no sólo práctica, sino también teórica. El problema de una fundamentación intelectual de los derechos de la persona humana capaz de poner al abrigo de oscilaciones y veleidades históricas su legitimidad y vigencia ética y prepolítica, anteriores a su formalización positiva en el ordenamiento jurídico del Estado, sigue abierto y acuciante. El jusnaturalismo filosófico y teológico, que influyó tanto en su explicación doctrinal en los años cincuenta y comienzos de los sesenta del pasado siglo, ha ido cediendo el paso a variados juspositivismos de nuevo cuño.

La Iglesia acogió y apoyó desde el primer memento, doctrinal y pastoralmente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuya raíz histórica era fácil descubrir el influjo del pensamiento de sus más preclaros teólogos y juristas de la Escuela de Salamanca. La actuación del Magisterio Pontificio fue decisiva al respecto. Desde la acogida inmediata y calurosa que Pío XII le prestó a la Declaración, explicitada y desarrollada por extenso en las dos famosas Encíclicas «Mater et Magistra» y «Pacem in Terris» del Beato Juan XXIII, hasta el Pontificado de nuestro Santo Padre Benedicto XVI, se despliega toda una línea doctrinal de enseñanza social que tiene como momento culminante el Concilio Vaticano II y que se expresa con una creciente y luminosa claridad doctrinal y con una no menos creciente fuerza moral y espiritual por Pablo VI y por el prolongado y vigoroso Magisterio Social de Juan Pablo II. Los principios doctrinales enseñados por el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual «Gaudium et Spes» acerca de la dignidad de la persona humana, sobre el matrimonio y la familia, el mundo de la cultura y del trabajo, de la comunidad política y del orden internacional, concretados de forma incisivamente renovadora en la Declaración sobre la libertad religiosa «Dignitatis Humanae» y sobre la educación «Gravissimum educationis», constituirán la base teológica y el eje sistemático de la doctrina pontificia ulterior sobre los derechos fundamentales de la persona humana y sobre la verdad y el valor de la noción de bien común. El proceso histórico contemporáneo de la formación de esta doctrina social de la Iglesia, girando en torno al imperativo antropológico y moral de los derechos humanos, fue acompañado por un compromiso de vida y misión con el respeto, la defensa, promoción activa de la persona humana y de sus derechos fundamentales en cualquier tiempo y lugar en los que se encontrasen violados y menospreciados. La entrega generosa y sacrificada de tantos sacerdotes, consagrados y consagradas y de fieles laicos a la causa de los más desfavorecidos en cualquier parte del mundo están bien a la vista de las personas de buena voluntad.

Este compromiso contem
poráneo de la Iglesia Católica con el reconocimiento cultural y moral, prepolítico, de los derechos humanos, teórico y práctico, y de su respuesta filosófico-teológica a la grande y actual cuestión de sus fundamentos doctrinales ha encontrado en el Magisterio y en las orientaciones pastorales de nuestro Santo Padre Benedicto XVI un nuevo y extraordinario momento de iluminación intelectual y de su comprensión y puesta en práctica en las actuales y críticas circunstancias del momento presente de la Humanidad. Nadie mejor ni más autorizadamente podría hablarnos y exponernos las líneas maestras de su pensamiento y de su acción apostólica en esta materia tan sensible, urgente y decisiva para el presente y el futuro de la humanidad en justicia, solidaridad y la paz que su más estrecho colaborador en el gobierno pastoral de la Iglesia Universal, su Secretario de Estado, Su Eminencia el Cardenal Tarcisio Bertone. Su biografía académica y pastoral, por otra parte, vinculada en los primeros y fecundos años de su juventud y madurez sacerdotal y de religioso salesiano a la enseñanza universitaria del derecho público eclesiástico y del derecho Internacional en el Pontificio Ateneo Salesiano de Roma, del que fue su Rector Magnífico, y en el ejercicio de su ministerio episcopal como Arzobispo de Vercelli, primero; luego, como Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, finalmente, como Cardenal de la Santa Iglesia Romana y Arzobispo de Génova, le han capacitado cualificadamente para esa tarea de servicio tan excepcional, vinculado al Papa y a la difusión privilegiada de su Magisterio.

Por todo ello, Eminencia Reverendísima, permítame concluir estas palabras de saludo, reiterándole nuestra calurosa y fraternal bienvenida a la sede de esta Conferencia Episcopal y de agradecimiento sentido y cordial. ¡Muchas gracias, Eminencia!

Madrid, 5 de febrero de 2009

 

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ZENIT Staff

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