Un "Hogar de la Esperanza" para los niños de la calle en Camerún

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Habla el coordinador, el padre Alfonso Ruiz Marrodán

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YAUNDÉ, martes, 17 marzo 2009 (ZENIT.org).- En Yaundé –una ciudad extensa, con unos dos millones de habitantes, distribuidos por un terreno ondulante, lleno de colinas, en las que la vegetación y las viviendas se entrelazan y se funden con el paisaje–, se pueden encontrar, como en otras capitales de países en vías de desarrollo, numerosos niños que sobreviven como pueden en la calle. Muchos de ellos han encontrado una mano tendida en el «Hogar de la Esperanza» que dirige un misionero jesuita español, Alfonso Ruiz Marrodán. 

En una entrevista, concedida a ZENIT, Alfonso Ruiz –al que los niños llaman cariñosamente «padre» en español– explica en qué consiste esta respuesta eclesial a una realidad tan dolorosa como es la infancia que se pierde en las calles. Lleva once años en Camerún y antes vivió veinte años en Chad. 

El padre Alfonso, después de estudiar Filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas y Teología en Francia, fue ordenado sacerdote en 1974. 

–¿Dónde surgió su vocación de misionero y la llamada a este campo concreto de los niños de la calle? 

–Alfonso Ruiz: Yo quería ir a América Latina y me dijeron que tenía que esperar. Entonces proseguí mis estudios y un día el padre Pedro Arrupe [en esa época prepósito general de la Compañía de Jesús, nde] pidió gente para ir a Chad. Entonces yo me presenté pensando que me dirían que no, como la vez anterior, pero esta vez me dijeron que sí. Fui al final de la Filosofía, en 1968, estuve dos años en Chad, trabajando con jóvenes en un internado. Entonces, pedí vivir un año en un pueblo para conocer el idioma y a la gente. Pasé casi un año solo, cerca de una parroquia, donde había un jesuita. Fue para mí una experiencia muy fuerte y ahí decidí que me dejasen quedarme a trabajar para siempre en África. 

Luego, volví a hacer Teología a Europa, a Francia, y volví ya ordenado, en 1974, a Chad. Allí hice de todo. Fui cura de parroquia, pero no como la conocemos en nuestras ciudades. En las parroquias en Chad hay muchas actividades de tipo social, cultural, deportivo, de traducciones de idiomas, bíblicas, muy interesante, y nunca pensé dejar ese trabajo. Tuvimos algunos problemas con el régimen político y tuve que salir de allí. Entonces un obispo joven me pidió que fuera su vicario general, ecónomo de la diócesis y otras muchas cosas. Y, cuando estaba cansado de tanto papeleo, me iba a buscar a los chavales que vivían en el mercado, que no se les llamaba todavía «niños de la calle». Había dos profesores jóvenes cooperantes franceses que quisieron hacer algo con esos chavales y buscaban una casa para alquilar. Yo les apoyé bastante durante cinco años. Los domingos solía ir a celebrar una misa de jóvenes y, al final, nos íbamos con ellos a pasar el día cerca del río. Allí empezó mi contacto con los niños de la calle. Al cabo de cinco años en ese trabajo, mis superiores me pidieron venir a trabajar a Camerún, al colegio de Duala [la segunda ciudad del país]. Acepté siempre que me dejaran trabajar con los niños de la calle. Y me dijeron que sí. 

Allí trabajé con una organización que se llama los «Hogares San Nicodemo», una asociación fundada por una religiosa francesa y, donde yo vivía, era donde había más niños de la calle de todo Duala. Al principio, lo único que podía hacer era formar parte del paisaje, estar allí. Y era curioso ver a un blanco, calvo, yo tenía cincuenta y tantos años, rodeado de niños de la calle. Poco a poco, te van conociendo. Y ayudé a esta asociación, que entonces empezaba, a organizarse y también en el aspecto pedagógico, pero sobre todo pasando mucho tiempo con los críos. Luego, el arzobispo de Yaundé pidió si yo podía venir aquí y resolver algunos de los problemas que tenía este Hogar y desde entonces estoy trabajando como coordinador de este «Hogar de la Esperanza». 

–¿En qué consiste el Hogar de la Esperanza? 

–Son un conjunto de iniciativas, de obras, que todas tienen el fin de reinsertar a los niños de la calle en sus familias, la reinserción social de los jóvenes de la calle y de los menores de la cárcel de Yaundé. 

Hay un grupo de educadores que trabaja en la calle, y tienen como retaguardia un pequeño hogar, una casita alquilada donde los más jóvenes de la calle pueden ir a lavarse, a dormir un rato, lavar la ropa, hablar con los educadores que hay allí. Tienen también actividades de todo tipo, manuales, pintura, etc. Pero por la tarde se van y vuelven a su trabajo, a la calle. Cuando alguno de esos jóvenes tiene interés en volver a su familia, algunos van a verla si está en los alrededores de Yaundé y a otros los traen aquí, a lo que llamamos «La Casa del Hermano Yves», en honor de nuestro fundador, que era Yves Lescanne, un religioso francés, de la congregación del padre Foucauld y que en el año 2002 fue asesinado por uno de sus antiguos niños de la calle, un poco desequilibrado, que lo mató de un hachazo en la cabeza. La diócesis puso a disposición el terreno para la fundación. 

En esa casa se les acoge y los tomamos a nuestro cargo totalmente. Viven, comen, van a la escuela. Aquí hay una serie de actividades básicas que son todos los trabajos de la casa, el mantenimiento de dos hectáreas de palmeras con cuyo fruto hacemos aceite para consumir en la casa. A veces hay aprendices en la carpintería, o en la mecánica de nuestros talleres. Poco a poco, se va tomando contacto con sus familias para ver como los podemos reinsertar. La filosofía es que el mejor sitio para un niño es su familia pero con los problemas que hay actualmente en las familias. Hay muchachos que llevan aquí cuatro años y, cuando tengamos que decirles que ya no pueden estar más aquí, se quedarán de nuevo en la calle porque la familia o no existe o está tan desestructurada que no les puede acoger. 

El tercer hogar es para los mayores de la calle, para niños que han pasado seis o siete años en la calle y que llega un momento que dicen: quisiera salir porque la calle no compensa. Pero no pueden hacer nada porque las necesidades te impiden hacer un trabajo que sea un poco constante. Se intenta la posibilidad de ofrecerles el aprendizaje de un oficio que esté adaptado al nivel de conocimientos escolares que tengan porque algunos no saben leer, pero hay otros que han hecho incluso el final de la enseñanza secundaria. El aprendizaje que se les ofrece está de acuerdo con estas capacidades. Y también en ese hogar se recoge a algunos menores que salen de la cárcel, que no tienen dónde ir. Se les ofrece durante tres o cuatro meses o bien trabajos manuales, para darles el tiempo de asentarse, o de contactar con las familias que a veces están lejos. Además este hogar tiene una característica que es muy interesante: hay grupos que pueden salir de la cárcel un día y vienen allí toda la mañana. Allí pueden recibir a sus familias, van a jugar al fútbol o a lavarse y acabar con una comida buena y, al volver, se llevan leña, arroz y todo lo necesario para preparar tres comidas en el módulo de menores de la cárcel, porque uno de los problemas más fuertes de la cárcel es que lo que les dan de comer es muy escaso, por tanto intentamos hacer tres comidas semanales para paliar un poco el hambre que hay en estos sitios. 

Y el último polo de actividad del «Hogar de la Esperanza» es el módulo de menores de la cárcel. Todos los días de la semana menos el domingo, hay allí educadores nuestros. Se intenta que el tiempo que van a pasar en la cárcel lo hagan de una manera positiva. Pero hay que saber que, en un espacio que estaba previsto para 60 personas, este año han llegado a ser 290 y ahora hay 240. Lo cual quiere decir que en todas las actividades que queremos organizar vamos a encontrar dificultades, por ejemplo organizar la escuela, que va desde la alfabetización hasta el título de bachillerato. Los profesores son presos de la cárcel que son más de cuatr
o mil en un espacio que estaba previsto para 700. Y ahí hay que buscar todo el material necesario para poder dar las clases y estar de acuerdo con todas las autoridades de la prisión. Es un trabajo ímprobo. Claro los resultados no son muy positivos porque a lo mejor presentamos a diez para el graduado escolar y sólo dos aprueban pero ocupan el tiempo de manera positiva y aprenden, aunque el nivel no sea el de un colegio. Y luego hay talleres artesanales, animación deportiva y toda una serie de actividades. Y otro aspecto importante es la comunicación con las familias. Muchos de estos niños son antiguos de la calle, sus familias no saben que están en la cárcel y se busca el contacto y preparar la salida. El problema es que pasan más tiempo en la cárcel del que deberían. Hay chicos que, cuando les llega el juicio, son condenados a seis meses y se han pasado ya en la cárcel año y medio. No hay medios en los juzgados y van a lo más urgente. Y un chico que está allí por haber robado un teléfono móvil no es importante, y puede pasar más tiempo del que le corresponde. 

Hay catorce educadores a tiempo completo, luego hay a tiempo parcial y voluntarios. Hay jóvenes universitarios que vienen a enseñar el uso de ordenadores a los chicos, porque queremos ayudarles a la alfabetización a través de ellos. Pero encontramos poco programas para ellos. Sí hay para niños pequeños. 

–¿Cómo se selecciona a los educadores? 

–Pensamos que para venir aquí un educador tiene que tener verdadera vocación. Lo segundo, la formación necesaria para poder ejercer este trabajo. Ahora tenemos ya cuatro educadores que son antiguos chavales de la calle. A todos ellos se les da una formación específica para estar entre los niños. 

Algunos de ellos me los he encontrado aquí y otros los hemos buscado según lo que necesitábamos. El gran problema de todas las instituciones educativas es encontrar educadores vocacionados, pero creo que eso pasa aquí y en todos los sitios. 

La reinserción de los niños siempre es muy difícil, algunos lo logran y otros, pasado un tiempo, en cuanto tienen una dificultad, vuelven a la calle, o no son capaces ya de permanecer en un trabajo asalariado. Otro problema es que nosotros formamos a chicos que salen con un diploma en diversos oficios, pero luego les cuesta mucho encontrar un trabajo y tampoco tienen el apoyo familiar que tienen quienes se quedan en el paro. Y nosotros los podemos acoger unos meses pero más no. Entonces, para sobrevivir, vuelven al medio que conocen, la calle, de la cual habíamos intentado sacarles. 

Otros en cambio me llaman y me dan la buena noticia de que se van a casar y quieren que yo celebre el matrimonio. 

Este Hogar siempre ha funcionado con los donativos que recibían quienes lo dirigían pero con una contabilidad más familiar. En la medida en que se ha desarrollado, el objetivo ha sido que las cosas no dependan de quien está en la cabeza para darle una continuidad y hay que crear dentro de la institución el organismo que busque recursos. Recibimos ayuda de distintas organizaciones internacionales –Misereor, Manos Unidas, Raul Follereau, Entreculturas, entre otras– pero es difícil hacerles entender que este es un proyecto educativo, donde es difícil medir los resultados, y no basta crear una estructura y exigir que en unos años se autofinancie porque la educación en todas partes la financia alguien. 

–En Camerún, hay una Iglesia muy joven, la evangelización empezó hace muy poco tiempo, y tiene una presencia importante en el campo educativo, de la salud y social. ¿Se puede decir aquí que la Iglesia es un factor de humanización? 

–Por supuesto que sí, yo creo que sí, entendida como el conjunto de los creyentes. La Iglesia aquí tiene muchísimas dificultades pero toda la labor que se hace en la base con los laicos, hay muchas congregaciones religiosas y el clero con el que cuenta. A pesar de las enormes dificultades, yo creo que sí, que es un factor de desarrollo y tendría que ser también un factor de justicia. Las parroquias aquí tienen mucha vida, hay muchos grupos de laicos muy activos. 

Por Nieves San Martín 

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ZENIT Staff

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