CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 20 marzo 2009 (ZENIT.org).- «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Romanos 8, 2) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. En el marco del Año Paulino, después de haber meditado, el pasado Adviento, sobre el lugar de Cristo en el pensamiento del Apóstol, ahora se ilustra la visión de Pablo sobre la obra del Espíritu Santo.
Ante la Curia romana -en esta ocasión en ausencia del Santo Padre, en viaje apostólico en África-, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la segunda de ellas, cuyo contenido traducimos íntegramente. La primera predicación se publicó en ZENIT el pasado 13 de marzo.
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P. Raniero Cantalamessa
Segunda Predicación de Cuaresma
«La LEY DEL ESPÍRITU QUE Da LA VIDA»
El Espíritu Santo, ley nueva del cristiano
1. La ley del Espíritu y Pentecostés
El modo con el que el Apóstol inicia su disertación sobre el Espíritu Santo en el capítulo VIII de la Carta a los Romanos es verdaderamente sorprendente: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte». Empleó todo el capítulo anterior para establecer que «el cristiano está liberado de la ley» y he aquí que comienza el nuevo capítulo hablando en términos positivos y exultantes de la ley. «La ley del Espíritu» significa la ley que es el Espíritu; se trata de un genitivo epexegético o de explicación, como la flor de la rosa indica la flor que es la rosa misma.
Para comprender qué pretende Pablo con esta expresión hay que referirse al evento de Pentecostés. El relato de la venida del Espíritu Santo, en los Hechos de los Apóstoles, comienza con estas palabra: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2, 1). De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía… a Pentecostés. En otras palabras, existía ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta cuando descendió el Espíritu Santo.
En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones fundamentales de la fiesta de Pentecostés. Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (Cf. Tb 2, 1), la fiesta de la cosecha (Cf. Nm 28, 26 ss), cuando se ofrecía a Dios la primicia del grano (Cf. Ex 23, 16; Dt 16, 9). Pero sucesivamente, en tiempo de Jesús, la fiesta se había enriquecido con un nuevo significado: era la fiesta del otorgamiento de la ley sobre el monte Sinaí y de la alianza; en síntesis, la fiesta que conmemoraba los acontecimientos descritos en Éxodo 19-20. (Según cálculos internos de la Biblia, la ley, de hecho, fue otorgada en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua).
De una fiesta ligada al ciclo de la naturaleza (la cosecha), Pentecostés se transformó en una fiesta ligada a la historia de la salvación: «Este día de la fiesta de las semanas -dice un texto de la liturgia judía actual- es el tiempo del don de nuestra Torah». Al salir de Egipto, el pueblo caminó cincuenta días en el desierto y, al concluir estos, Dios dio a Moisés la ley, estableciendo, sobre la base de ella, una alianza con el pueblo y haciendo de él «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Cf. Ex 19, 4-6).
Parece que san Lucas quiso describir intencionadamente la venida del Espíritu Santo con los rasgos que caracterizaron la teofanía del Sinaí; en efecto, usa imágenes que evocan las del terremoto y del fuego. La liturgia de la Iglesia confirma esta interpretación, dado que introduce Éxodo 19 entre las lecturas de la víspera de Pentecostés.
¿Qué nos dice, de nuestro Pentecostés, esta aproximación? En otros términos, ¿qué significa el hecho de que el Espíritu Santo descienda sobre la Iglesia precisamente el día en que Israel recordaba el otorgamiento de la ley y de la alianza? Ya san Agustín se planteaba este interrogante: «¿Por qué los judíos celebran también Pentecostés? Existe un grande y maravilloso misterio, hermanos: si prestáis atención, el día de Pentecostés recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y el mismo día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» [1].
Otro Padre -esta vez de Oriente- nos permite ver que esta interpretación de Pentecostés era, en los primeros siglos, patrimonio común de toda la Iglesia: «El día de Pentecostés se dio la ley; por ello era conveniente que el día en que se dio la ley antigua, ese mismo día se diera la gracia del Espíritu» [2].
En este punto, está clara la respuesta a nuestra pregunta, o sea, por qué el Espíritu viene sobre los apóstoles exactamente el día de Pentecostés: es para indicar que Él es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza y que consagra al pueblo real y sacerdotal que es la Iglesia. ¡Qué grandiosa revelación sobre el sentido de Pentecostés y sobre el mismo Espíritu Santo!
«¿Quién no se quedaría impresionado -exclama san Agustín- por esta coincidencia y a la vez por esta diferencia? Cincuenta días se cuentan desde la celebración de la Pascua hasta el día en que Moisés recibió la ley en tablas escritas por el dedo de Dios; similarmente, cumplidos cincuenta días desde la muerte y la resurrección de Aquél que como cordero fue llevado a la inmolación, el Dedo de Dios, esto es, el Espíritu Santo, colmó de sí a los fieles reunidos juntos» [3].
De golpe se iluminan las profecías de Jeremías y de Ezequiel sobre la nueva alianza: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa Israel, después de aquellos días -oráculo del Señor-: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Ya no sobre tablas de piedra, sino sobre los corazones; ya no una ley exterior, sino una ley interior.
En qué consiste esta ley interior, lo explica mejor Ezequiel, quien retoma y completa la profecía de Jeremías: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 26-27).
El hecho de que, con la expresión «la ley del Espíritu», san Pablo se refiera a todo este conjunto de profecías ligadas al tema de la nueva alianza, se ve claramente en el pasaje en el que llama a la comunidad de la nueva alianza una «carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» y en el que define a los apóstoles «ministros de la nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida» (Cf. 2 Co 3, 3.6).
2. Qué es la ley del Espíritu y cómo actúa
La ley nueva, o del Espíritu, no es, por ello, en sentido estricto, aquella promulgada por Jesús en el Sermón de la Montaña, sino la que inscribió en los corazones en Pentecostés. Los preceptos evangélicos son ciertamente más elevados y perfectos que los mosaicos; sin embargo, por sí solos, también serían ineficaces. Si hubiera bastado con proclamar la nueva voluntad de Dios a través del Evangelio, no se explicaría qué necesidad había de que Jesús muriera y de que viniera el Espíritu Santo. Pero los apóstoles mismos demuestran que no bastaba; ellos, que además habían escuchado todo -por ejemplo, que es necesario presentar, a quien te golpea, la otra mejilla-, en el momento de la pasión no encuentran la fuerza para cumplir ninguno de los mandatos de Jesús.
Si Jesús se hubiera limitado a promulgar el mandamiento nuevo, diciendo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améi
s los unos a los otros» (Jn 13, 34), habría seguido siendo, como era antes, ley antigua, «letra». Es cuando Él, en Pentecostés, infunde, mediante el Espíritu, ese amor en los corazones de los discípulos, cuando se transforma, a título pleno, en ley nueva, ley del Espíritu que da la vida. Es por el Espíritu que tal mandamiento es «nuevo», no por la letra. Por la letra era antiguo porque ya se encuentra en el Antiguo Testamento (Cf. Lv 19, 18).
Sin la gracia interior del Espíritu, también el Evangelio, por lo tanto, igualmente el mandamiento nuevo, habría permanecido ley antigua, letra. Retomando un pensamiento valiente de san Agustín, santo Tomás de Aquino escribe: «Por letra se entiende toda ley escrita que queda fuera del hombre, incluso los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo que también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana» [4]. Más explícito aún es lo que escribió un poco antes: «La ley nueva es principalmente la gracia misma del Espíritu Santo que se da a los creyentes» [5].
Pero ¿cómo actúa, en concreto, esta ley nueva que es el Espíritu Santo y en qué sentido se puede llamar «ley»? ¡Actúa a través del amor! La ley nueva no es sino lo que Jesús llama el «mandamiento nuevo». El Espíritu Santo ha escrito la ley nueva en nuestros corazones, infundiendo en ellos el amor: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Este amor es el amor con el que Dios nos ama y con el que, contemporáneamente, hace que le amemos a Él y al próximo: amor quo Deus nos diligit et quo ipse nos dilectores sui facit [6]. Es una capacidad nueva de amar.
Quien se acerca al Evangelio con la mentalidad humana, encuentra absurdo que se haga del amor un «mandamiento»; ¿qué amor es -se objeta- si no es libre, sino mandado? La respuesta es que existen dos modos según los cuales se puede inducir al hombre a hacer o no determinada cosa: por constricción o por atracción; la ley positiva le induce de la primera forma, por constricción, con la amenaza del castigo; el amor le induce en el segundo modo, por atracción.
Cada uno, de hecho, es atraído por lo que ama, sin que sufra constricción alguna desde el exterior. Muestra nueces a un niño y verás que salta para tomarlas. ¿Quién le empuja? Nadie; es atraído por el objeto de su deseo. Muestra el Bien a un alma sedienta de verdad y se lanzará hacia él. ¿Quién la empuja? Nadie; es atraída por su deseo. El amor es como un «peso» del alma que atrae hacia el objeto del propio placer, en el que sabe que encuentra el propio descanso [7].
Es en este sentido que el Espíritu Santo -concretamente, el amor- es una «ley», un «mandamiento»: crea en el cristiano un dinamismo que le lleva a hacer todo lo que Dios quiere, espontáneamente, sin siquiera tener que pensarlo, porque ha hecho propia la voluntad de Dios y ama todo lo que Dios ama.
Podríamos decir que vivir bajo la gracia, gobernados por la ley nueva del Espíritu, es vivir como «enamorados», o sea, transportados por el amor. La misma diferencia que crea, en el ritmo de la vida humana y en la relación entre dos criaturas, el enamoramiento, la crea, en la relación entre el hombre y Dios, la venida del Espíritu Santo.
3. El amor custodia la ley…
¿Qué lugar tiene, en esta economía nueva del Espíritu, la observancia de los mandamientos? Es un punto neurálgico que debe aclararse. También después de Pentecostés subsiste la ley escrita: existen los mandamientos de Dios, el decálogo, están los preceptos evangélicos; a ellos se han añadido, a continuación, las leyes eclesiásticas. ¿Qué sentido tienen el Código de Derecho Canónico, las reglas monásticas, los votos religiosos, todo aquello que, en resumen, indica una voluntad objetivada, que se me impone desde el exterior? ¿Son tales cosas como cuerpos extraños en el organismo cristiano?
Se sabe que ha habido, en el curso de la historia de la Iglesia, movimientos que pensaron así y rechazaron, en nombre de la libertad del Espíritu, toda ley; tanto que se llamaron, precisamente, movimientos «anomistas», pero siempre han sido contradichos por la autoridad de la Iglesia y por la misma conciencia cristiana. En nuestros días, en un contexto cultural marcado por el existencialismo ateo, a diferencia del pasado ya no se rechaza la ley en nombre de la libertad del Espíritu, sino en nombre de la simple y pura libertad humana. Dice un personaje de J.-P. Sartre: «Ya no hay nada en el cielo, ni Bien, ni Mal, ni persona alguna que pueda darme órdenes. […] Soy un hombre, y cada hombre debe inventar el propio camino» [8].
La respuesta cristiana a este problema nos llega del Evangelio. Jesús dice que no ha venido a «abolir la ley», sino a «darle cumplimiento» (Cf. Mt 5, 17). ¿Y cuál es el «cumplimiento» de la ley? «¡Pleno cumplimento de la ley -responde el Apóstol- es el amor!» (Rm 13, 10). Del mandamiento del amor -dice Jesús- dependen toda la ley y los profetas (Cf. Mt 22, 40). El amor, entonces, no sustituye la ley, sino que la observa, la «cumple». Es más, es la única fuerza que puede hacerla observar.
En la profecía de Ezequiel se atribuía al don futuro del Espíritu y del corazón nuevo la posibilidad de observar la ley de Dios: «Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 27). Y Jesús dice, en el mismo sentido: «Si alguno me ama guardará mi palabra» (Jn14, 23), o sea, será capaz de observarla.
Entre ley interior del Espíritu y ley exterior escrita no existe oposición o incompatibilidad, en la nueva economía, sino, al contrario, plena colaboración: la primera es dada para custodiar la segunda: «Se ha dado la ley para que se buscara la gracia y se ha dado la gracia para que se observara la ley» [9]. La observancia de los mandamientos y, en la práctica, la obediencia, es el banco de pruebas del amor, la señal para reconocer si se vive «según el Espíritu» o «según la carne».
¿Cuál es entonces la diferencia respecto a antes, si aún tenemos que observar la ley? La diferencia es que antes se observaba la ley para tener de ella la vida que no podía dar y se hacía así de ella un instrumento de muerte; ahora se observa para vivir en coherencia con la vida recibida. La observancia de la ley ya no es la causa, sino el efecto de la justificación. En este sentido el Apóstol tiene razón al decir que su discurso no anula la ley, sino que la confirma y la ennoblece: «¿Por la fe privamos a la ley de su valor? ¡De ningún modo! Más bien, la consolidamos» (Rm 3, 31).
4. …y la ley custodia el amor
Entre ley y amor se establece una especie de circularidad y de pericoresis. Si bien es cierto que el amor custodia la ley, también es verdad que la ley custodia el amor. De diversos modos la ley está al servicio del amor y lo defiende. Se sabe que «la ley ha sido instituida para los pecadores» (Cf. 1 Tm 1, 9) y nosotros somos todavía pecadores; sí: hemos recibido el Espíritu, pero sólo como primicia; en nosotros el hombre viejo convive aún con el hombre nuevo, y mientras existan en nosotros las concupiscencias, es providencial que existan los mandamientos que nos ayudan a reconocerlas y a combatirlas, tal vez incluso con la amenaza del castigo.
La ley es un apoyo que se da a nuestra libertad, aún incierta y vacilante en el bien. Es para, no contra, la libertad, y hay que decir que quienes han creído que tenían que rechazar toda ley en nombre de la libertad humana, han errado, desconociendo la situación real e histórica en la que obra tal liberad.
Junto a esta función, por así decir, negativa, la ley llega a cabo otra positiva, de discernimiento. Con la gracia del Espíritu Santo, nos adherimos globalmente a la voluntad de Dios, la hacemos nuestra y deseamos cumplirla, pero no la conocemos aún en todas sus implicacione
s. Estas se nos revelan por los acontecimientos de la vida, pero también por las leyes.
Existe un sentido todavía más profundo en el que se puede decir que la ley custodia el amor. «Sólo cuando existe el deber de amar -escribió Kierkegaard-, entonces sólo el amor se garantiza para siempre contra toda alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna beatitud contra toda desesperación» [10].
El sentido de estas palabras es el siguiente. El hombre que ama, cuanto más intensamente ama, con mayor angustia percibe el peligro que corre este amor suyo, peligro que no viene de nadie más que de él mismo; bien sabe, en efecto, que es voluble y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y dejar de amar. Y como ahora que está en el amor ve con claridad la pérdida irreparable que ello comportaría, he aquí que se previene «atándose» al amor con la ley y anclando así su acto de amor -que sucede en el tiempo- en la eternidad.
Esto supone que se trate de verdadero amor y no, como dice el filósofo, de un juego y de una broma recíproca. El verdadero amor -explica el Papa en la encíclica Deus caristas est– «conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -sólo esta persona-, y en el sentido del ‘para siempre’. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» [11].
El hombre de hoy cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio y qué necesidad hay de «vincularse» al amor, que es por naturaleza libertad y espontaneidad. Así que son cada vez más numerosos los que tienden a rechazar, en la teoría y en la práctica, la institución del matrimonio, y a elegir el llamado amor libre o la simple convivencia.
Sólo si se descubre la relación profunda y vital que existe entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «atarse» a amar para siempre y para no tener miedo de hacer del amor un «deber». El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace «feliz e independiente» en el sentido de que lo protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dame a un verdadero enamorado -apunta Kierkegaard- y verás si el pensamiento de tener que amar para siempre es para él un peso o más bien la suma felicidad.
Esta consideración no vale sólo para el amor humano, sino también, y con mayor razón, para el amor divino ¿Por qué -se puede preguntar- vincularse a amar a Dios, sometiéndose a una regla religiosa, por qué emitir los «votos» que nos «obligan» a ser pobres, castos y obedientes, visto que tenemos una ley interior y espiritual que puede obtener todo eso por «atracción»? Es que, en un momento de gracia, te has sentido atraído por Dios, le has amado y has deseado poseerle para siempre, totalmente, y temiendo perderle por tu inestabilidad, te has «atado» para garantizar tu amor de toda «alteración».
Nos ligamos por el mismo motivo por el que Ulises se ató al mástil de la nave. Ulises quería a toda costa volver a ver su patria y a su esposa, a quien amaba. Sabía que tenía que pasar por el lugar de las Sirenas, y temiendo naufragar como tantos otros antes que él, se hizo amarrar al mástil después de haber hecho tapar los oídos de sus compañeros. Llegado al lugar de las Sirenas fue seducido, quería alcanzarlas y gritaba para que le soltaran, pero los marinos no oían, y así superó el peligro y pudo llegar a la meta.
5. «¡No hay ninguna condena!»
Volvamos, antes de concluir, a la afirmación inicial de la que hemos partido: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte». El mundo contemporáneo del Apóstol vivía oprimido por un sentido de condena y de separación de la divinidad que intentaba superar con los diversos cultos mistéricos. Un gran estudioso de la antigüedad la ha definido «una época de angustia» (E. R. Dodds).
Para hacerse una idea del efecto que tuvieron que producir aquellas palabra de Pablo en los intelectuales de entonces, pensemos en un condenado a muerte que espera la ejecución y un día oye clamar a una voz amiga: «¡Gracia! ¡Has obtenido la gracia! Suspendida toda condena. ¡Eres libre!». Es sentirse renacer. Esta caricia de liberación sigue intacta porque el Espíritu Santo no se sujeta a la ley de la entropía como todas las fuente de energía física. Nos corresponde a todos abrir de par en par el corazón para recibirla y a los ministros de la Palabra la tarea de hacerla resonar vibrante en el mundo de hoy.
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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[1] Agostino, Sermo Mai, 158, 4: PLS 2, 525. [2] Severiano di Gabala, in Catena in Actus Apostolorum 2, 1; ed. J.A. Cramer, 3, Oxford 1838, p. 16. [3] Agostino, De Spiritu et littera, 16, 28: CSEL 60, 182. [4] Tommaso d’Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2. [5] Ibid., q. 106, a. 1; cf già Agostino, De Spiritu et littera, 21, 36. [6] Tommaso d’Aquino, Commento alla Lettera ai Romani, cap. V, lez.1, n. 392. [7] Agostino, Commento al Vangelo di Giovanni, 26, 4-5: CCL 36, 261; Confessioni, XIII, 9. [8] J.-P. Sartre, Les mouches, Parigi 1943, p. 134 s. [9] Agostino, De Spiritu et littera, 19, 34. [10] S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, I, 2, 40, ed. a cura di C. Fabro, Milano 1983, p. 177 ss. [11] Benedetto XVI, Enc. «Deus caritas est», 6.