SALAMANCA, sábado, 30 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia que pronunció el arzobispo Claudio Maria Celli, presidente del Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales en la Universidad Pontificia de Salamanca, el 22 de mayo de 2009.
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El compromiso de la Iglesia en la promoción de Facultades universitarias de inspiración cristiana responde a una exigencia nueva y antigua a la vez.. Exigencia antigua: la de formar las conciencias, para que la creatividad individual pueda empaparse del espíritu cristiano al contribuir a la creación compartida en los laboratorios del saber y la cultura. Y a una exigencia nueva, a la que el Santo Padre Benedicto XVI llama «emergencia educativa», confirmada por los fracasos que no pocas veces afrontamos en los esfuerzos por formar personas integradas, capaces de colaborar con los demás y dar un sentido a la propia vida. (Cf. Benedicto XVI, Carta a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 enero 2008).
¿Cuáles son las esperanzas que la Iglesia católica deposita, considerando esta exigencia, en las Escuelas y Facultades de comunicación? Éstas habrían de ser, al igual que las demás Facultades de inspiración católica, sobre todo «lugares en los cuales encontrar a Dios vivo, que revela en Jesucristo la forma transformadora de su amor y de su verdad» (Benedicto XVI, Discurso a la «Catholic University of America», Washington, 17 abril 2008). Como sucede con todas las instituciones educativas marcadas por el espíritu cristiano, su identidad no es «simplemente una cuestión de número de estudiantes católicos». Es una cuestión de convicción que no depende de las estadísticas, y obviamente, tampoco puede ser medida por la «ortodoxia naturalmente contenida» (ibid.). Como todas las demás Escuelas o Facultades católicas, éstas desean promover una lectura de la historia y de las sensibilidades contemporáneas que garantice un anuncio más eficaz de la propuesta cristiana y una articulación cultural más creíble respecto a los valores que lleva consigo.
Pero esto no basta. Las Facultades católicas de comunicación deben prestar una atención particular al desarrollo vertiginoso de las comunicaciones mismas, que exige – con urgencia creciente- un esfuerzo de clarificación sobre su propia identidad y misión. ¿Qué son hoy y hacia donde van las Facultades de comunicación? ¿En qué sentido están llamadas a mantener su fisonomía propia y respecto a las demás Facultades de inspiración cristiana, y respecto al más amplio mundo universitario? ¿Cómo definir los lineamientos de esta fisonomía?
No es posible dar una respuesta exhaustiva a estas preguntas en una intervención como esta. Podemos, sin embargo, interrogarnos sobre las preguntas cruciales y los recursos concretos con que cuentan hoy nuestras Facultades- De ahí extraeremos algunas indicaciones estructurales y de método, que esperamos puedan ser útiles a la reflexión común.
1. Desafíos y recursos: restaurar un lenguaje simbólico, volver a narrar
Para diseñar un nuevo estilo y un nuevo orden de madurez crítica, es necesario tener una clara conciencia del contexto sociocultural de hoy, que experimenta -o más bien que hipotetiza- la ausencia de Dios.
Uno de los mayores desafíos del mundo contemporáneo es una «des-verticalización» en la propuesta de sentido en las micro-culturas que pueblan el tablero planetario. Se desvanece la trascendencia entendida en sentido cristiano, a la vez que disminuye también el interés por las meta-narraciones y por la noción misma de verdad. La «parálisis» operativa que deriva de muchos relativismos contemporáneos produce una especie de «exilio de la realidad» y una huída del régimen normativo que la caracteriza. Nace de aquí la fuerte tendencia des-regulatoria del mundo virtual.
A estos aspectos problemáticos se corresponden sin embargo nuevas oportunidades: con la des-verticalización, surge paradójicamente un continuo deseo de progreso en enlace con otros. Es un ansia de (auto) superación que dirige sus impulsos prometéicos ya no hacia cielos demasiado altos, sino hacia la finitud y la compasión respecto de lo finito. Es la fidelidad a lo limitado, al presente, verdadero polo de atracción postmoderna. A partir de aquí, se llega a la desintegración de las epistemologías y a un concepto líquido de la verdad, que ya no es absoluta. En su lugar surge el cuidado por la «verdad» de lo finito, que debe buscarse en todos los rincones de lo existente, también y sobre todo en los rincones más obscuros y olvidados por las grandes narraciones metafìsicas de la historia. Todo ello en una especie de movilidad trashumante, un concepto dinámico del «habitar» en medio de las cosas. El sentido de lo real se reinterpreta uniendo a él las dinámicas de lo posible, lo virtual, lo imaginativo y lo onírico.
El mundo contemporáneo está siendo insistentemente bombardeado con el mensaje de que «la concepción religiosa de la realidad no forma parte de nuestra cultura», y por ello es más importante que nunca restaurar el sentido religioso simbólico de objetos y eventos en la esfera pública, lo cual es una tarea nada cómoda, pero muy urgente.
Las Facultades eclesiales de comunicación habrían de dar una aportación en este sentido. Mediante una intensa y sinérgica colaboración con las ciencias sociales -un vínculo vital que no debería romperse nunca- habrían de analizar, estimular y avivar la recuperación del sentido religioso en el discurso social. Se requiere una nueva «creatividad cultural» ante la vivencia fragmentada en la que desaparece el sentido del grupo-comunidad (familiar y afectivo) y prevalece el de una individualidad ligada en diversas direcciones. Una experiencia en la que casi ya no existen comunidades homogéneas, sino segmentos sociales con connotaciones distintas (jóvenes, ancianos, trabajadores, etc.). Ante esta dispersión crece el valor del «símbolo» que convoca y aúna las mentes y los corazones de las personas. Así, hemos de repensar nuestra capacidad de comunicar como «narradores» significativos y cualificados respecto al mundo contemporáneo, distraído y con frecuencia indiferente. Es de vital importancia que las Facultades de comunicación valoricen y enseñen esta capacidad narrativa, ayudando a las generaciones jóvenes a redescubrir la gran capacidad de impacto sociocultural que tienen esas narraciones.
2. Vida académica que armoniza fe y razón
El Papa Benedicto XVI está llevando a cabo una tarea para la que solicita la colaboración de las universidades católicas: la sintonía y mutua ayuda entre fe y razón. La ciencia y la apertura a la trascendencia no son contradictorias. Puede y debe recurrirse la ciencia, en diálogo con una mediación teológica que dé significado a la propia originalidad de la comunicación – la que se alcanza con la luz de la fe y con una mirada a la tradición de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro de esa misma esfera de interés en que el hombre de hoy se realiza y se auto-interpreta. La clave es la inculturación..
Como expresó en su discurso en Ratisbona (12 de septiembre 2006): «Mientras nos regocijamos en las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, también podemos apreciar los peligros que emergen de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo podemos superarlas. Sólo lo lograremos si la razón y la fe avanzan juntas de un modo nuevo, si superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes. En este sentido la teología pertenece correctamente a la universidad y está dentro del amplio diálogo de las ciencias, no sólo como una disciplina histórica y ciencia humana, sino precisamente como teología, como una profundización en la racionalidad de la fe»
Las Facultades católicas, y en especial las de comunicación, deben dar testimonio de que nada de lo humano les es ajeno; que es necesaria una sana interdisciplinariedad, de modo que ejerzan un auténtico diálogo con los agentes de la actualidad contemporánea. Volvamos a escuchar al Papa Benedicto XVI, esta vez en el Ángelus del 28 de enero 2007: «Urge redescubrir de modo nuevo la racionalidad humana abierta a la luz del Logos divino y a su perfecta revelación, que es Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. Cuando es auténtica, la fe cristiana no mortifica la libertad y la razón humana; y entonces, ¿por qué la fe y la razón deben tener miedo una de la otra, si encontrándose y dialogando pueden expresarse perfectamente? La fe supone la razón y la perfecciona, y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. La razón humana no pierde nada abriéndose a los contenidos de la fe; más aún, esos contenidos requieren su adhesión libre y consciente.»
Queda claro entonces que el fundamento de este esfuerzo no es únicamente estratégico, sino basado en la estructura misma de la fe y la revelación. Nace de la Encarnación y del carácter «global» de la comunicación de Dios al hombre. La vocación de una comunidad de creyentes (también una comunidad académica) es sobre todo la de contextualizar de modo «global» la propia identidad ejercitando sin miedo la propia función profética, justamente siguiendo el modelo divino. A una revelación global, corresponde una comunicación global: he aquí la raíz teológica de una misión educativa según el Evangelio. ¿Qué tipo de comunicación pueden ofrecer las Facultades de comunicación para ser fieles a esta visión trascendente?
3. El testimonio (martirio) de la coherencia
Una Facultad católica de comunicación habrá de vivir, evidentemente, una comunicación caracterizada por una credibilidad y que sea relevante para nuestro tiempo. En este sentido, hace exactamente un año, el Congreso de Facultades en Roma urgía a los educadores cristianos y a las instituciones a dar un testimonio de coherencia entre la palabra y la acción, entre lo que se proclama y lo que se vive.
No existe testimonio sin una referencia a la verdad del ser y del hacer. Y este testimonio emerge del amor, de la caridad hacia las personas concretas de hoy. Cierto, la empatía hacia la cultura actual no deberá confundirse con una disolución del mensaje en favor de su presentación o de una mayor «digeribilidad». Como bien solicita el Papa, «es evidente que en el centro de cualquier reflexión seria sobre la finalidad de la comunicación humana deberá haber un compromiso serio con el tema de la verdad. Un comunicador puede intentar informar, educar, entretener, convencer, confortar, pero el valor último de cualquier comunicación reside en su veracidad» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso del PCCS, 23 mayo 2008). De aquí la exigencia de «alimentar y recompensar la pasión por la verdad y la bondad«, sobre todo en referencia a las nuevas generaciones. Respecto a ellas las palabras del Papa se hacen aún más vibrantes: «¡Ayudadlos a dedicarse plenamente a la pasión por la verdad! A la vez, enseñadles que esa pasión por la verdad, aunque puede servirse de un cierto escepticismo metodológico, en particular sobre cuestiones de interés público, no debe ser distorsionada y convertirse en cinismo relativista en que todas las instancias de verdad y de belleza son sistemáticamente rechazadas o ignoradas.» (Ibid.).
Las Facultades han de ser espacios donde la comunicación sea fluida, respetuosa, abierta, dialogante. En un clima de libertad responsable, los alumnos recibirán casi por «ósmosis» las claves que les permitirán ser comunicadores eficaces y constructores de sociedades pacíficas y participativas. Esta es una alta exigencia, quizá haya quien la considere una utopía, pero la tensión constante hacia la coherencia entre palabras y obras no puede más que ser factor de excelencia en la Institución.
Visto de otra forma, ello sería un modo de formar para la opinión pública en la Iglesia (cf. Communio et progressio, n. 55). Participación y verdad no están reñidas con respeto y caridad, con paciencia y comprensión. Hoy vivimos en una sociedad que ha llegado a ser «transparente». Parece desdibujarse la frontera entre lo público y lo privado. Así, los alumnos de nuestras Facultades deben aprender, viviéndolo, un estilo comunicativo que les permita moverse con «respeto, diálogo, amistad» (cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones 2009), y con amor a la verdad, también en el contexto interno de la Iglesia.
Por otra parte, ha terminado definitivamente el tiempo de las comunicaciones unidireccionales e incapaces de valorar al receptor, considerándolo de marginal importancia. El éxito de una comunicación a la altura de nuestro tiempo presta una especial atención a la «connaturalidad» comunicativa entre el emisor, el mensaje y sus posibles receptores que a la vez son emisores: justo según el modelo, también aquí, del Dios que se hizo carne para hablar a toda carne. Es decir: deberá ofrecerse como comunicación «que escucha», proporcionada a las categorías y registros expresivo-receptivos del interlocutor, capaz de comprender y hacerse comprender, de acoger y ser acogida. En función de eso deberá ser capaz de aceptar lo finito como don y como tarea. Enseñará entonces a «habitar» en el mundo, a no huir de él, a releer las huellas de la presencia de Dios en los senderos del tiempo y de la historia, también en los más escondidos y olvidados. Se tratará, en síntesis de una comunicación capaz de encontrar en la humanidad la gramática de la revelación divina, y justamente por esto, capaz de ponerse cada vez más en «religiosa escucha» de la «palabra», del propio ser histórico para comprender cualquier otra comunicación y ponerse en continuidad y sintonía con ella.
4. Una visión antropológica global
Es indispensable recordar que la comunicación, entendida en clave cristiana, tiene la responsabilidad de asumir un enfoque definitiva y genuinamente a medida humana.
En este sentido, la propuesta académica de una Facultad de Comunicación católica, además de la excelencia en la formación técnica y profesional, habrá de ofrecer a los alumnos unas sólidas bases antropológicas, de modo que la ética emerja naturalmente de una visión del hombre en su integridad. La Iglesia es «experta en humanidad». Puede y debe ofrecer a los alumnos elementos para comprender al ser humano en su plenitud como ser libre, inteligente y capaz de amar, social por naturaleza y abierto a la trascendencia. Comprenderse y comprender lo humano les hará entender las dinámicas básicas de la comunicación, y también afrontar en su momento las decisiones éticas propias de su profesión: afrontar las disyuntivas con responsabilidad social, estando atentos a las desigualdades que existen y pueden crecer con la brecha digital, profesionales capaces tener el bien de las personas y de las comunidades como objetivo y criterio de ejercicio en su vida personal.
Esta antropología no teme el diálogo y la comprensión de las nuevas tecnologías y las propuestas de vida social que ellas suscitan. Por ejemplo, en esta era de la «nueva oralidad», reconocida y descrita por Walter Ong y McLuhan, surgen nuevos desafíos comunicativos que exigen incluir, junto a los códigos verbales y auditivos, los de la visualidad y la tactilidad. Ello comporta, una vez más, asumir sin reservas una expresividad humana «global», no circunscrita sólo a los canales modulados por la lógica textual y la racionalidad del discurso. Es un «decir» al que se corresponde una escucha polisensorial, envolvente, y total. Es, en última instancia, un espacio de visibilidad de la palabra encarnada, comunicada al hombre desde la carne mism
a, la carne del cosmos, la carne de la historia, la carne de la temporalidad y las emociones, y que debe ser reincorporada en toda la riqueza de su espectro difusivo.
Es una vez más esta dinámica sintónica con la encarnación, en mi opinión, la dinámica operativa más fecunda para una inscripción de la acción comunicativa específicamente cristiana en los circuitos de uso mediático en la era global.
5. Hacia una espiritualiad (también «académica») de la comunicación
Dicho todo ello, es natural que sea justamente la antropología la que garantice el paso de un culto de la técnica mediática a una madura espiritualidad de la comunicación. Comprender y amar al ser humano ayuda a dar el lugar adecuado a la tecnología que puede únicamente ampliar, acelerar y aligerar los procesos comunicativos, pero no sustituirlos. Para nosotros está bastante claro: siempre que se usa la tecnología para sustituir al hombre, se daña al hombre, porque se le considera menos «auténtico» frente a sí mismo y más esclavo de sus propias prótesis virtuales.
Las Facultades católicas de comunicación pueden impulsar la maduración de un cierto «filo-humanismo tecnológico». Pueden hacerlo basando el enfoque crítico de los estudios en la vívida apertura a una dimensión espiritualmente acogedora del don de Dios, tenazmente convencida de la inalienabilidad de los valores absolutos de la vida, de la justicia social, de la paz, de la solidaridad y la generosidad.
Educar entonces será el otro nombre de una disponibilidad a la Gracia que se hace anuncio, profecía, misterio. Las comunicaciones – lo decimos con convicción – son parte integrante de ella.
No puedo concluir más que con una palabra de ánimo y de esperanza.
Mi deseo y augurio es que se hagan todos los esfuerzos para mantener una actitud responsable y abierta hacia las novedades de un contexto socio cultural como el de hoy, aún en parte inexplorado, lleno de oportunidades aunque también de ambigüedades. Ello significará para las Facultades católicas de comunicación la urgencia de inculturación y adaptación, a la vez que una llamada a la revisión crítica y cotidiana de la propia originalidad y especificidad. Significará una conversión diaria y un esfuerzo permanente de discernimiento. Que nadie se descorazone ante el camino que queda por recorrer, ni se encierre nunca en una pretendida comprensión exhaustiva de una realidad que aún está en proceso de creación.
Que para todos, educadores y educandos del gran mundo universitario, resuene la invitación programática del Papa Juan Pablo II: «Comunicad el mensaje de esperanza, de gracia y de amor de Cristo, manteniendo siempre viva, en este mundo que pasa, el horizonte eterno del Cielo, horizonte que ningún medio de comunicación podrá alcanzar nunca directamente» (Carta apostólica El rápido desarrollo, 24 enero 2005, n. 14).