JERUSALÉN, martes, 11 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI dirigió este martes a mediodía al encontrarse en el Cenáculo con los ordinarios de Tierra Santa (el patriarca latino, los arzobispos y obispos de Iglesias de los diferentes ritos en comunión con Roma, y el custodio de Tierra Santa).

 







Queridos hermanos obispos,

querido padre custodio:

Con gran alegría os saludo, ordinarios de Tierra Santa, en este Cenáculo donde, según la tradición, el Señor abrió su corazón a sus discípulos y celebró el Misterio Pascual, y donde el Espíritu Santo el día de Pentecostés inspiró a los primeros discípulos a salir y a predicar la Buena Nueva. Doy las gracias al padre Pizzaballa por sus calurosas palabras de bienvenida que me ha dirigido a nombre de ustedes. Vosotros representáis a las comunidades católicas de la Tierra Santa que, en su fe y devoción, son como las velas encendidas que iluminan los santos lugares cristianos, que recibieron la gracia de la presencia de Jesús, nuestro Señor viviente. Este privilegio particular os da a vosotros y a vuestro pueblo un lugar especial en el afecto de mi corazón como sucesor de Pedro.

"Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Juan 13,1). El Cenáculo recuerda la Ultima Cena de nuestro Señor con Pedro y los demás apóstoles e invita a la Iglesia a una orante contemplación. Con este estado de ánimo nos encontramos juntos, el sucesor de Pedro con los sucesores de los apóstoles, en este mismo lugar en el que Jesús reveló en la ofrenda de su cuerpo y de su sangre las nuevas profundidades de la alianza de amor establecida entre Dios y su pueblo. En el Cenáculo el misterio de gracia y de salvación, del que somos destinatarios y también heraldos y ministros, sólo se puede expresar en términos de amor. Dado que Él nos ha amado primero y sigue amándonos, podemos responder con el amor (cf. Deus caritas est, 2). Nuestra vida como cristianos no es simplemente un esfuerzo humano por vivir las exigencias del Evangelio impuestas a nosotros como deberes. La Eucaristía nos introduce en el misterio del amor divino. Nuestras vidas se convierten en una aceptación agradecida, dócil y activa del poder de un amor que se nos ha dado. Este amor transformador, que es gracia y verdad (cf. Juan 1,17), nos invita, como individuos y como comunidad, a superar las tentaciones de replegarnos sobre nosotros mismos en el egoísmo o en la indolencia, en el aislamiento, en el prejuicio o en el miedo, y a entregarnos generosamente en el Señor a los demás. Nos lleva como comunidad cristiana a ser fieles a nuestra misión con franqueza y valentía (cf. Hechos 4,13). En el Buen Pastor, que da su vida por su grey, en el Maestro que lava los pies a sus discípulos, mis queridos hermanos, encontráis el modelo de vuestro ministerio al servicio de nuestro Dios que promueve amor y comunión.

El llamamiento a la comunión de mente y corazón, tan íntimamente unida al mandamiento del amor y al papel central unificador de la Eucaristía en nuestras vidas, tiene una particular importancia en Tierra Santa. Las diferentes Iglesias cristianas que aquí se encuentran representan un rico y variado patrimonio espiritual y son un signo de las múltiples formas de interacción entre el Evangelio y las diversas culturas. Nos recuerdan también que la misión de la Iglesia consiste en predicar el amor universal de Dios y en reunir, de lejos y de cerca, a todos los que Él llama, de manera que, con sus tradiciones y sus talentos, formen una única familia de Dios. Un nuevo impulso espiritual hacia la comunión en la diversidad en la Iglesia católica y una nueva conciencia ecuménica han caracterizado nuestro tiempo, especialmente a partir del Concilio Vaticano II. El Espíritu conduce dulcemente nuestros corazones hacia la humildad y la paz, hacia la aceptación recíproca, la comprensión y la cooperación. Esta disposición interior a la unidad bajo el impulso del Espíritu Santo es decisiva para que los cristianos puedan realizar su misión en el mundo (cf. Juan 17,21).

En la medida en que el don del amor es aceptado y crece en la Iglesia, la presencia cristiana en Tierra Santa y en las regiones vecinas será más vibrante. Esta presencia es de importancia vital para el bien de la sociedad en su conjunto. Las palabras claras de Jesús sobre la íntima unión entre el amor de Dios y el amor al prójimo, sobre la misericordia y sobre la compasión, sobre la humildad, la paz y el perdón son levadura capaz de transformar los corazones y plasmar las acciones. Los cristianos en Oriente Medio, junto a las demás personas de buena voluntad, están contribuyendo, como ciudadanos leales y responsables, a pesar de las dificultades y restricciones, en la promoción y la consolidación de un clima de paz en la diversidad. Quiero repetirles lo que afirmé en mi Mensaje de Navidad del 2006 a los católicos en Oriente Medio: "os manifiesto con afecto mi cercanía personal en la situación de inseguridad humana, de sufrimiento diario, de temor y de esperanza que estáis viviendo. A vuestras comunidades repito, ante todo, las palabras del Redentor: 'No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino' (Lucas 12, 32)".

Queridos hermanos obispos, contad con mi apoyo y aliento al hacer todo lo que podéis para ayudar a nuestros hermanos y hermanas cristianos a permanecer y prosperar aquí, en la tierra de sus antepasados, y ser mensajeros y promotores de paz. Aprecio vuestros esfuerzos por ofrecerles, como a ciudadanos maduros y responsables, asistencia espiritual, valores y principios que les ayuden a desempeñar su papel en la sociedad. Mediante la educación, la preparación profesional y otras iniciativas sociales y económicas su condición podrá ser apoyada y mejorada. Por mi parte, renuevo mi llamamiento a los hermanos y hermanas de todo el mundo a apoyar y recordar en sus oraciones a las comunidades cristianas de Tierra Santa y Oriente Medio. En este contexto, deseo expresar mi consideración por el servicio ofrecido a muchos peregrinos y visitantes que vienen a Tierra Santa en búsqueda de inspiración y renovación siguiendo las huellas de Jesús. La historia del Evangelio, cuando se contempla en su ambiente histórico y geográfico, cobra ¡viveza y riqueza color, y permite lograr una comprensión más clara del significado de las palabras y gestos del Señor. Muchas experiencias memorables de peregrinos de la Tierra Santa han sido posibles gracias a vuestra hospitalidad y guía fraterna, especialmente de los hermanos franciscanos de la Custodia. Por este servicio, quisiera aseguraros el aprecio y la gratitud de la Iglesia universal y expreso el deseo de que, en el futuro, venga aquí de visita un número de peregrinos aún mayor.
Queridos hermanos, al dirigir juntos nuestra gozosa oración a María, Reina del Cielo, encomendemos con confianza en sus manos el bienestar y la renovación espiritual de todos los cristianos en Tierra Santa, de manera que, bajo la guía de sus pastores, puedan crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad, y perseveren en su misión de promotores de comunión y de paz.

[Traducción del original inglés realizada por Jesús Colina

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