Benedicto XVI: La verdad y el amor de Cristo renuevan al hombre

Homilía en las Vísperas para la reapertura de la Capilla Paulina 

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CIUDAD DEL VATICANO, martes 7 de julio de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía de Benedicto XVI, durante la celebración de las Vísperas, el sábado 4 de julio, con motivo de la reapertura de la Capilla Paulina tras su restauración. 
 
 

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Señores cardenales,

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

¡Queridos hermanos y hermanas! 

Se realiza este día de hoy, a pocos días de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo y de la clausura del Año Paulino, mi deseo de poder reabrir al culto la Capilla Paulina. En la Basílica Papal de San Pablo y de San Pedro hemos vivido las celebraciones solemnes en honor a los dos apóstoles; esta tarde, casi acabándose, nos reunimos en el corazón del Palacio Apostólico, en la Capilla que ha sido deseada por el Papa Pablo III y realizada por Antonio da Sangallo el Joven como lugar reservado a la oración para el Papa y para la Familia pontificia.

Ayudan a meditar y a rezar de manera muy eficaz las pinturas y las decoraciones que la embellecen, en particular los dos grandes frescos de Miguel Ángel Buonarroti, que son los últimos de su larga existencia. Representan la conversión de Pablo y la crucifixión de Pedro. 

La mirada es atraída primero por el rostro de los dos apóstoles. Es evidente, por su posición, que estos dos rostros desempeñan una función central en el mensaje iconográfico de la Capilla. Pero, más allá de su ubicación, nos llevan rápidamente «por encima» del cuadro: nos interrogan y nos inducen a reflexionar. Primero me gusta mucho la de Pablo: ¿por qué está representado con un rostro tan anciano? Es el rostro de un hombre viejo, mientras que sabemos -y lo sabía bien también Miguel Ángel- que la llamada de Saulo camino de Damasco se produjo cuando él tenía unos treinta años. La elección del artista nos conduce más allá del puro realismo, nos hace ir más allá de la simple narración de los hechos para introducirnos en un nivel más profundo. El rostro de Saulo-Pablo -que es entonces el del artista mismo, en ese momento viejo, inquieto y en búsqueda de la luz de la verdad- representa el ser humano necesitado de una luz superior. Es la luz de la gracia divina, indispensable para adquirir una nueva mirada, con la que percibir la realidad orientada a la «esperanza que os está reservada en los cielos», como escribe el apóstol en el saludo inicial de la Carta a los Colosenses, que acabamos de escuchar (1,5). 

El rostro de Saulo caído en el suelo está iluminado desde lo alto por la luz del Resucitado y, a pesar de su dramatismo, la representación inspira paz e infunde seguridad. Expresa la madurez del hombre interiormente iluminado por Cristo Señor, mientras alrededor gira un torbellino de acontecimientos en el que todas las figuras se reencuentran como en un vórtice. La gracia y la paz de Dios han envuelto a Saulo, lo han conquistado y transformado interiormente. Esa misma «gracia» y esa misma «Paz» son las que él anunciará a todas sus comunidades en sus viajes apostólicos, con una madurez de anciano, no por edad, sino espiritual, donada a él por el mismo Señor. Aquí entonces, en el rostro de Pablo, podemos ya percibir el corazón del mensaje espiritual de esta Capilla: el prodigio de la gracia de Cristo, que transforma y renueva al hombre mediante la luz de su verdad y de su amor. En esto consiste la novedad de la conversión, de la llamada a la fe, que encuentra su cumplimiento en el misterio de la Cruz. 

Del rostro de Pablo pasamos al de Pedro, representado en el momento en el que su cruz se gira al revés y él se fija en quien lo está observando. También este rostro nos sorprende. La edad representada es aquella justa, pero la expresión nos maravilla e interroga. ¿Por qué esta expresión? No es una imagen de dolor, y la figura de Pedro comunica un sorprendente vigor físico. La cara, especialmente la frente y los ojos, parecen expresar el estado de ánimo del hombre frente a la muerte y al mal: hay como una pérdida, una mirada penetrante, extensa, como si buscara algo o a alguien en la hora final. Y también en los rostros de las personas que están a su alrededor destacan los ojos: reflejan miradas inquietas, algunas incluso atemorizadas o perdidas. ¿Qué significa todo esto? Es lo que Jesús había predicho a este apóstol suyo: «Cuando llegues a viejo, otro te llevará a donde tú no quieras»; y el Señor había añadido: «Sígueme» (Juan 21, 18-19).  

He aquí, ahora se realiza el culmen de la secuela: el discípulo no es más que el Maestro, y ahora experimenta toda la amargura de la cruz, de las consecuencias del pecado que separa de Dios, todo el absurdo de la violencia y de la mentira. Si en esta Capilla se viene a meditar, no se puede huir de la radicalidad de la solicitud planteada por la cruz: la cruz de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y la cruz de Pedro, su Vicario en la tierra. 

Los dos rostros a los que se ha dirigido nuestra mirada están uno frente al otro. Se podría incluso pensar que Pedro apunta al rostro de Pablo, el cual, a su vez, no ve pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscara aquella luz que ha dado la verdadera fe a Pablo. Y en este sentido, los dos iconos pueden convertirse en dos actos de un único drama: el drama del Misterio pascual: Cruz y Resurrección, muerte y vida, pecado y gracia. El orden cronológico de los acontecimientos representados está al revés, pero emerge el diseño de la salvación, ese diseño que el mismo Cristo ha realizado en sí mismo llevándolo a cumplimiento, como hemos cantado en el himno de la Carta a los Filipenses. Para los que vienen a rezar en esta Capilla, y en primer lugar para el Papa, Pedro y Pablo se convierten en maestros de fe. Con su testimonio, invitan a ir a lo profundo, a meditar en silencio el misterio de la Cruz, que acompaña a la Iglesia hasta el fin de los tiempos, y a acoger la luz de la fe, gracias a la cual la Comunidad apostólica puede extender hasta los confines de la tierra la acción misionera y evangelizadora que le ha confiado Cristo resucitado. Aquí no se realizan celebraciones solemnes con el pueblo. Aquí, el Sucesor de Pedro y sus colaboradores meditan en silencio y adoran al Cristo viviente, presente especialmente en el santísimo Sacramento de la Eucaristía.  

La Eucaristía es el sacramento en el que se concentra toda la obra de la Redención: en Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Oculta bajo los velos del pan y del vino, reconocemos, con los ojos de la fe, la misma gloria que se manifestó a los Apóstoles tras la Resurrección, y que Pedro, Santiago y Juan contemplaron anticipadamente en el monte, cuando Jesús se transfiguró ante ellos: evento misterioso, la Transfiguración, que el gran cuadro de Simone Cantarini propone de nuevo también en esta Capilla con fuerza singular.

En realidad, toda la Capilla –los frescos de Lorenzo Sabatini y Federico Zuccari, las decoraciones de los numerosos artistas convocados aquí en un segundo momento por el Papa Gregorio XIII–, todo, podemos decir, converge aquí en un mismo y único himno a la victoria de la vida y de la gracia sobre la muerte y sobre el pecado, en una sinfonía de alabanza y de amor a Cristo redentor que resulta altamente sugestiva. 

Queridos amigos, al término de esta breve meditación, querría agradecer a cuantos han cooperado para que podamos nuevamente disfrutar de este lugar sagrado completamente restaurado: el profesor Antonio Paolucci y su predecesor el doctor Francesco Buranelli, que, como directores de los Museos Vaticanos, siempre han llevado en el corazón esta importantísima restauración; a varios técnicos especialistas que, bajo la dirección artística del Profesor Arnold Nesselrath, han trabajado sobre los frescos y las decoraciones de la Capilla y, en particular, al Maestro In
spector Maurizio De Luca y su asistente Maria Pustka, que han dirigido los trabajos y han intervenido en los dos murales de Miguel Ángel, con la asistencia de una comisión internacional formada por estudiosos de renombre. Mi reconocimiento también al cardenal Giovanni Lajolo y a sus colaboradores de la Gobernación, que han prestado a la obra especial atención. Y naturalmente, dirijo un caluroso y debido agradecimiento a los loables mecenas católicos, algunos americanos, es decir a los Patrons of the Arts, dedicados generosamente a la salvaguarda y valoración del patrimonio cultural en el Vaticano, los cuales han hecho posible el resultado que hoy admiramos. A todos y a cada uno alcance la expresión de mi reconocimiento más cordial.  

Cantaremos en breve el Magnificat. María Santísima, Maestra de oración y de adoración, junto con los santos Pedro y Pablo, obtenga abundantes gracias para los que nos reunimos con fe en esta Capilla. Y nosotros esta tarde, agradecidos a Dios por sus maravillas, especialmente por la muerte y la resurrección de su Hijo, también elevamos a Él nuestra alabanza por esta obra que hoy llega a su conclusión. «A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén.» (Ef 3, 20-21). 
 

[Traducción del original italiano por Patricia Navas 
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]
 

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ZENIT Staff

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