CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 22 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el análisis de la «Caritas in veritate» presentado en las páginas de «L’Osservatorio Romano», diario de la Santa Sede, por Giandomenico Picco, antiguo subsecretario general de las Naciones Unidas.
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El Estado – nación moderno, que nació con el tratado de Westfalia en 1648 y quedó plasmado por las revoluciones americana y francesa, ha tenido siempre un arma secreta: el concepto de identidad en singular. El historiador estadounidense Arthur Schlesinger decía que nuestro intelecto no está estructurado para imaginar las múltiples posibilidades del futuro. En realidad era difícil imaginar la globalización tal como se ha desarrollado en los últimos decenios: ha cambiado el concepto de vecino, entendido como quien puede ejercer un impacto positivo o negativo en la vida de cada uno. En efecto, hoy las acciones de quien vive en otros continentes pueden influir en nuestra cotidianidad, mientras que cuando era niño mi concepto de vecino eran la Carintia austríaca, la Eslovenia entonces yugoslava y el Véneto.
La Caritas in veritate subraya que la globalización «nos hace más cercanos, pero no más hermanos» (n. 19). En mi recorrido entre pueblos con guerra y terrorismo, el concepto de comunicación y diálogo, de convivencia e incluso amistad -independientemente de la diversidad de las culturas- parecía y era realizable; pero tengo que admitir que el concepto de fraternidad no figuraba entre los objetivos de ninguna negociación, oficial o no oficial. Lo explica poco después la propia encíclica: la razón es capaz de establecer «una convivencia», pero no «la fraternidad» (ib.).
En los ojos -la única parte del rostro que podía ver- del libanés enmascarado que, de noche, me había encapuchado y llevado por las calles de Beirut, buscaba algo humano que nos uniera. En aquella ocasión me habría sido útil tener en la mente otras palabras de la encíclica, muy queridas para el Papa Benedicto: que «la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano» (n. 56).
En la Caritas in veritate he encontrado semillas de una visión del futuro orden internacional que son propias también de mi modo de leer la realidad y de mi historia personal multicultural de hijo de zonas colindantes y operario de la mediación entre gentes en conflicto. La referencia a los límites del Estado en el mundo globalizado (cf. n. 24), y más aún la afirmación de que «no es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios» (n. 41), abren las puertas a una visión que me atrevería a llamar postwestfaliana del Estado – nación.
En el sistema que veo emerger, cada actor es más fuerte y al mismo tiempo más débil que hace una treintena de años, como efecto de interrelaciones e interdependencias inimaginables en el pasado. La posibilidad de que cada proyecto nacional tenga una duración de vida diferente de otros y que luego se disipe es plausible: para algunos Estados – nación tal proyecto podría estar próximo a la conclusión.
El Papa alude a una autoridad política mundial que no existe todavía, pero también al papel de los individuos y de los grupos no gubernativos, no elegidos, como actores de la sociedad internacional que está emergiendo. ¿Son, quizá, alusiones a la germinación de los primeros elementos de democracia directa en una sociedad mundial en la que también el individuo tiene en sus manos más instrumentos que nunca para comunicar su propia voluntad y sus opiniones más allá de los sistemas de representatividad indirecta?
La encíclica sostiene el concepto de «responsabilidad de proteger» (n. 67) a los ciudadanos de cualquier país de genocidio, crímenes de guerra, limpiezas étnicas y crímenes contra la humanidad, aunque los respectivos Estados no sean capaces de hacerlo: esta es la nueva frontera del derecho internacional, que va mucho más allá de Westfalia. Todavía más importante en las alusiones al futuro orden del mundo es la llamada a liberarnos de aquellas ideologías «que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad» (n. 22). Una esperanza que encuentra hoy, en varias partes del mundo, una fuerte resistencia debida quizá al miedo que ha provocado de hecho en muchos la nueva complejidad de un mundo globalizado.
Fundamentalismos de orígenes diversos están presentes, por desgracia, en varios países y con ellos la arrogancia de la ignorancia esparce aún las semillas del enfrentamiento y del conflicto. El número de las variables que deben tener en cuenta los gestores del mundo ha aumentado en los últimos veinte años y la tentación de refugiarse en teorías simplistas se alimenta de sentimientos ancestrales. A esto la encíclica responde: «La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad» (n. 34). De aquí nace la necesidad de generar esperanza.
Benedicto XVI auspicia también una reforma del sistema de las Naciones Unidas y de las estructuras económicas y financieras internacionales. Espero que esto no se realice sólo a nivel numérico: un Consejo de seguridad muy ampliado, por ejemplo, sería una reforma modesta y podría incluso reducir su eficacia. Lo que convendría reformar debería ser más bien el método de trabajo de los distintos órganos de las Naciones Unidas.
«La unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad» (n. 53), afirma la Caritas in veritate, sobreentendiendo tal vez un modo de leer la identidad de manera diversa. La globalización está minando lentamente lo que Amartya Sen llama «la ilusión de la identidad obligada» (choiceless identity), el arma secreta del Estado – nación. El surgimiento de la identidad múltiple, en mi opinión, no sólo cambiará el sistema internacional, sino también el propio Estado – nación y hará más realizable el concepto de familia humana. Entonces, quizá, tendremos líderes que sabrán ser tales incluso sin necesidad de un enemigo.