El Papa en la cuna de Buenaventura, buscador de Dios y cantor de la belleza

Discurso en Bagnoregio

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BAGNOREGIO, domingo 6 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este domingo tras venerar la reliquia de san Buenaventura en la catedral de san Nicolás en Bagnoregio. El Papa llegó en helicóptero desde el santuario de la Virgen de la Encina en Viterbo. Después de este discurso y tras saludar a las autoridades presentes, regresó a la residencia pontificia de Castel Gandolfo.

 

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Queridos hermanos y hermanas:

La solemne celebración eucarística de esta mañana en Viterbo ha abierto mi visita pastoral a vuestra comunidad diocesana, y este encuentro aquí en Bagnoregio, prácticamente la cierra. Os saludo a todos con afecto: autoridades religiosas, civiles y militares, sacerdotes, religiosos y religiosas, operadores pastorales, jóvenes y familias, y os agradezco por la cordialidad con que me habéis acogido. Renuevo mi agradecimiento en primer lugar a vuestro obispo por sus afectuosas palabras, que han recordado mi vínculo con san Buenaventura. Y saludo con deferencia al alcalde de Bagnoregio, agradecido por la cortés bienvenida que me ha dirigido en nombre de toda la ciudad.

Giovanni Fidanza, que se convirtió en después en fray Buenaventura, une su nombre al de Bagnoregio en la conocida presentación que hace de sí mismo en la Divina Comedia. Al decir: «Yo soy el alma de Buenaventura de Bagnoregio, que en las altas tareas los errados afanes puse aparte» (Dante, Paraíso XII,127-129), subraya cómo en las importantes tareas que tuvo que llevar a cabo en la Iglesia, pospuso siempre la atención a las realidades temporales («los errados afanes» –«la sinistra cura», en italiano, ndt.–) al bien espiritual de las almas. Aquí en Bagnoregio, transcurrió su infancia y su adolescencia; después siguió a san Francisco, por el que manifestaba especial gratitud porque, como escribió, cuando era niño lo había «arrancado de las fauces de la muerte» (Legenda Maior, Prologus, 3,3) y le había predicho «Buena ventura», como ha recordado hace poco vuestro alcalde. Con el Pobrecito de Asís supo establecer un vínculo profundo y duradero, sacando de él inspiración ascética y genio eclesial. De este ilustre conciudadano vuestro custodiáis celosamente la insigne reliquia del «Santo Brazo», mantened viva su memoria y profundizad en la doctrina, especialmente mediante el Centro de Estudios Bonaventurianos, fundado por Buenaventura Tecchi, que cada año promueve cualificados congresos de estudio dedicados a él.

No es fácil sintetizar la amplia doctrina filosófica, teológica y mística que nos dejó san Buenaventura. En este Año Sacerdotal quisiera invitar especialmente a los sacerdotes a ponerse a la escucha de este gran doctor de la Iglesia para profundizar en su enseñanza de sabiduría enraizada en Cristo. A la sabiduría que florece en santidad, él orienta cada paso de su especulación y tensión mística, pasando por los grados que van desde la que llama «sabiduría uniforme» que concierne a los principios fundamentales del conocimiento, a la «sabiduría multiforme», que consiste en el misterioso lenguaje de la Biblia, y después a la «sabiduría omniforme», que reconoce en toda realidad creada el reflejo del Creador, hasta la «sabiduría informe», es decir, la experiencia del íntimo contacto místico con Dios, mientras que el intelecto del hombre conoce en silencio el Misterio infinito (cf. J. Ratzinger, San Buenaventura y la teología de la historia, Ed. Porziuncola, 2006, pp. 92ss). Al recordar a este profundo investigador y amante de la sabiduría, quisiera también expresar aliento y estima por el servicio que, en la comunidad eclesial, están llamados a dar los teólogos a esa fe que busca el intelecto, esa fe que es «amiga de la inteligencia» y que se convierte en vida nueva según el proyecto de Dios.

Del rico patrimonio cultural y místico de san Buenaventura, me limito, esta tarde, a sacar alguna «pista» de reflexión que podría ser útil para el camino pastoral de vuestra comunidad diocesana. Él fue, en primer lugar, un incansable buscador de Dios, desde que estudiaba en París, y siguió siéndolo hasta la muerte. En sus escritos, indica el itinerario que hay que recorrer. «Dado que Dios está en lo alto –escribe– es necesario que la mente se eleve a Él con todas sus fuerzas» (De reductione artium ad theologiam, n. 25). De este modo, traza un camino de fe comprometedor, en el que no es suficiente «la lectura sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin el regocijo, la pericia sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, la elucubración sin la sabiduría inspirada por Dios» (Itinerarium mentis in Deum, prólogo 4). Este camino de purificación involucra a toda la persona para llegar, a través de Cristo, al amor transformador de la Trinidad. Y, dado que Cristo, desde siempre Dios y hombre para siempre, actúa en los fieles una nueva creación con su gracia, la exploración de la presencia divina se convierte en contemplación del Él en el alma «donde Él mora con los dones de su amor incontenible» (ibídem IV, 4), para ser finalmente transportados en Él. La fe es por tanto perfección de nuestras capacidades cognoscitivas y participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del mundo; la esperanza la experimentamos como preparación al encuentro con el Señor, que constituirá el pleno cumplimiento de esa amistad que ya desde ahora nos une a Él. Y la caridad nos introduce en la vida divina, haciendo que veamos hermanos en todos los hombres, según la voluntad del común Padre celestial.

Además de ser un buscador de Dios, san Buenaventura fue un seráfico cantor de la creación, que, siguiendo a san Francisco, aprendió a «alabar a Dios en todas y por medio de todas las criaturas», en las que «resplandece la omnipotencia, la sabiduría y la bondad del Creador» (ibídem I, 10). San Buenaventura presenta una visión positiva del mundo, don del amor de Dios a los hombres: reconoce in él el reflejo de la suma Bondad y Belleza que, siguiendo a san Agustín y san Francisco, asegura que es el mismo Dios. Dios nos lo ha dado todo. De él, como manantial originario, mana la verdad, el bien y la belleza. Hacia Dios, como los peldaños de una escalera, se sube hasta llegar y casi alcanzar el sumo Bien y en Él se encuentra nuestra felicidad y nuestra paz. ¡Qué útil sería el que también hoy se redescubriera la belleza y el valor de la creación a la luz de la bondad y de la belleza divinas! En Cristo, el mismo universo, observa san Buenaventura, puede volver a ser voz que habla de Dios y nos lleva a explorar su presencia; nos exhorta a honrarle y a glorificarle en todo (Cf. ibídem I, 15). Aquí se percibe el espíritu de san Francisco, con quien nuestro santo compartió el amor por todas las criaturas.

San Buenaventura fue mensajero de esperanza. Encontramos una bella imagen de la esperanza en una de sus predicaciones de Adviento, donde compara el movimiento de la esperanza al vuelo de de un ave, que extiende las alas lo más posible, y para moverlas emplea todas sus energías. Hace, en cierto sentido, de todo su ser un movimiento para elevarse y volar. Esperar es volar, dice san Buenaventura. Pero la esperanza exige que todos nuestros miembros se pongan en movimiento y se proyecten hacia la auténtica altura de nuestro ser, hacia las promesas de Dios. Quien espera, afirma, «tiene que elevar la cabeza, dirigiendo hacia lo alto sus pensamientos, hacia la altura de nuestra existencia, es decir, hacia Dios» (Sermo XVI, Dominica I Adv., Opera omnia, IX, 40a).

El señor alcalde, en su discurso, ha planteado una pregunta: «¿Qué será Bagnoregio mañana?». En verdad, todos nos preguntamos por el porvenir nuestro y del mundo y este interrogante tiene mucho que ver con la esperanza, de la que t
iene sed todo corazón humano. En la encíclica Spe salvi he escrito que no es suficiente una esperanza cualquiera para afrontar y superar las dificultades del presente; es indispensable una «esperanza fiable», que, dándonos la certeza de alcanzar una meta «grande», justifique «el esfuerzo del camino» (Cf. n.1). Sólo esta «gran esperanza-certeza» nos asegura que, a pesar de los fracasos de la vida personal y las contradicciones de la historia en su conjunto, nos custodia siempre el «poder indestructible del Amor».

Cuando nos sostiene una esperanza así no corremos nunca el riesgo de perder la valentía para contribuir, como lo han hecho los santos, a la salvación de la humanidad, y «podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien» (Cf. n. 35). Que san Buenaventura nos ayude a «desplegar las alas» de las esperanza que nos empuja a ser, como él, incesantes buscadores de Dios, cantores de las bellezas de la creación y testigos de ese Amor y de esa Belleza que «todo lo mueve».

Gracias, queridos amigos, una vez más, por vuestra acogida. Mientras os aseguro un recuerdo en la oración, imparto, por intercesión de san Buenaventura y especialmente de María, Virgen fiel y Estrella de la esperanza, una especial bendición apostólica, que con gusto extiendo a todos los habitantes de esta hermosa tierra, rica de santos.

[Traducción realizada por Inma Álvarez y Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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