MÉXICO, sábado, 7 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Rodrigo Aguilar Martínez, obispo de Tehuacán, con el título «Crecer en humanidad».
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Cuando el autor sagrado va narrando, en el Génesis, la obra de la creación, menciona repetidamente que Dios todo lo va haciendo bien; pero en la creación del ser humano se precisa más, Dios lo hizo «muy bien»: «varón y hembra los creó, a su imagen y semejanza». Dios, a su vez, entrega al varón y la mujer, como su obra maestra que son, el resto de la creación con el mandato: crezcan, multiplíquense, llenen la tierra, sométanla.
No hay nada más hermoso que el ser humano viva y crezca en humanidad.
No hay nada más ruin que el ser humano se envilezca renunciando a su humanidad.
Como humanos, podemos comunicarnos, expresar nuestros pensamientos y sentimientos; nos complementamos, ayudándonos de manera respetuosa y solidaria, aprovechando nuestras facultades de la inteligencia, la afectividad, la voluntad, la libertad, la responsabilidad. La plenitud es cuando usamos estas facultades para ennoblecernos personalmente, o sea para madurar, y también para colaborar en el proceso de madurez de los demás.
Madurar es trascender; es ir más allá de mí mismo, encontrando en los demás a compañeros de camino para la superación; es ir más allá de mi verdad y mi bien, para alcanzar la verdad y el bien que de suyo existen aunque nosotros no existiéramos y que dan consistencia a nuestra vida. La plenitud de la trascendencia se tiene cuando avanzamos en la consecución de la Verdad y el Bien supremos, que le llamamos Dios. Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza, lo máximo es cuando reconocemos que Dios Trino y Uno es nuestro Origen y nuestra Meta y cuando asumimos que la plenitud será la total pertenencia a Dios, que se llama santidad.
Desgraciadamente la vida familiar y social está llena de violencia: física, verbal, psicológica desde el propio hogar; robos, asaltos, secuestros, asesinatos. Se cumple aquella frase del filósofo: «el hombre es lobo para el hombre».
¿Dónde está la raíz de la violencia? ¿Qué hacer para afrontarla y resolverla o al menos atenuarla?
La raíz de todo está en nuestro corazón, donde se anida la maldad o la bondad, el engaño o la verdad, el abuso o la ayuda, la solidaridad o la imposición; de nuestra libre responsabilidad depende qué uso demos a las facultades que hemos recibido. Conviene que en la familia, en la comunicación y mutuo acompañamiento que cultivemos, nos ayudemos a ir avanzando noblemente y de manera consistente. Que nuestras familias sean escuela de formación en los valores humanos y cristianos.
Hemos de reconocer y asumir que junto a nuestra tendencia en el sentido de la verdad y el bien, también está nuestra tendencia a la mentira, a la corrupción, a la mediocridad; porque, aunque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, también estamos marcados por la concupiscencia.
San Pablo expresa esto con mucha claridad, diciendo: «hago el mal que no quiero, no hago el bien que quiero»; pero encuentra en Cristo Jesús la fuerza y el camino de conversión.
De nuestra libre responsabilidad, por supuesto con la gracia de Dios, depende que colaboremos en desterrar la cultura de muerte y construir la cultura de vida en nuestro derredor.