QUERÉTARO, sábado, 21 de noviembre de 2009 (ZENIT.org-El Observador).- El obispo de Querétaro, monseñor Mario de Gasperín Gasperín, ha escrito una profunda reflexión sobre las causas y las repercusiones de la violencia que azota a México.
Sus anotaciones tienen lugar tras la reciente Asamblea Pleanaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano dedicada al papel de la Iglesia católica como referente de paz en medio de las tribulaciones por las que atraviesa la nación.
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VIOLENCIA: ANOTACIONES Y REFLEXIONES
1. Dos días íntegros consagramos los obispos de México a reflexionar sobre el problema angustiante de la violencia en nuestro país; lo hicimos estudiando un documento de trabajo, presentado por la Comisión de Pastoral Social del episcopado, escuchando a diversos ponentes y dialogando entre nosotros. Publicamos un breve mensaje y anunciamos un texto amplio y documentado ante tema tan complejo. Me traje algunas ideas y reflexiones, que comparto con ustedes.
2. Sorprende, en primer lugar, el crecimiento de la violencia tanto en amplitud, a lo largo y ancho del país, como en intensidad, pues los actos violentos son cada vez más crueles, inhumanos y despiadados. El deterioro moral es universal: crecen las estadísticas; e intensivo: se apodera cada vez más del corazón del mexicano. Somos cada día más crueles, disfrazando la violencia en la clínica (abortos, píldoras) como salud reproductiva, en la calle como lucha ante bandas rivales, o gozando de la guerra «preventiva» como espectáculo televisivo.
3. La violencia toca no sólo a sus víctimas y sus familias, sino a toda la sociedad. Hay un repliegue general de la ciudadanía, la deba o no la deba, hacia lugares que pueden brindarle protección: encerrarse en su hogar, no dejar salir a sus hijos, reducir las horas de paseo, adoptar medidas de protección: rejas, cámaras, policías privados, etcétera. Se respira un clima de miedo, y el miedo es paralizador. Todos, de alguna manera, somos víctimas de los violentos. Nadie escapa del fenómeno, que produce también dinero: Los fraccionamientos cerrados adquieren plusvalía, se venden más alarmas, se contrata seguridad privada y crece la industria del blindaje, etcétera.
4. Hay una violencia «espectacular»: la de los asesinatos en masa, en grupo, con crueldad y de formas humillantes: decapitados, desnudos, con letreros ofensivos, etcétera, a los que los noticieros de la televisión reservan espacios de preferencia. Llevan las estadísticas y comparan cifras para ver quién lleva la primacía. Los medios masivos pretenden informar con «objetividad», cuando lo que están haciendo es generar miedo y darle publicidad. ¿Cuántos asesinatos ve un niño en su hogar? Además, están generando un cambio cultural degradado, con valores ficticios, que tiene como fin el éxito fácil, la posesión sin límites, la ciencia sin ética, el placer sin responsabilidad y cuyos productos estrella son el sexo y la violencia.
5. Esta violencia espectacular sirve también para ocultar la otra violencia, la cotidiana, la de todos los días, que es múltiple y variopinta: abortos y agresiones en familia a niños, a mujeres y ancianos; violencia vecinal con ruidos y altavoces; violencia burocrática y de malos servicios en el transporte público e institutos de salud; violencia estructural de pobreza, desnutrición, discriminación, etcétera. Esta violencia, que siempre ha estado allí, como el dinosaurio del cuento, y que no se ha atendido, ahora se pretende olvidar o maquillar. Cada quien busca defenderse como puede y los débiles siguen en el desamparo total. Pensar en los hermanos migrantes o en las cárceles del país.
6. Esta violencia es propiciada por la violencia verbal de las palabras ofensivas, del vocabulario de doble sentido y alburero; del manejo agresivo de la imagen, de la manipulación de los hechos, de los programas vulgares y anuncios de mal gusto, del uso pobrísimo del idioma en la televisión y en la radio. La vulgaridad campea no sólo en telenovelas, canciones, narco-corridos y palenques, sino en los más altos y nobles recintos de la nación. La vulgaridad es moneda corriente y nadie dice nada; goza de cabal impunidad. Jesús la condena con vigor (ver Mateo 5, 21-26) y está vedada a sus discípulos. La violencia verbal es una burla grotesca de la libertad de expresión.
7. Sorprende que la respuesta que se da a este fenómeno de la macroviolencia es toda en lenguaje bélico: lucha, combate, mano dura contra el crimen, guerra al narcotráfico, endurecimiento de las penas, se especializan guardias y se llega a solicitar la pena de muerte. Se solicita más gasto para la seguridad, es decir, para la represión. En una palabra, se habla de violencia contra la violencia. Violencia en espiral ascendente. En el llamado estado de derecho de una democracia, el uso de la violencia se reserva al Estado, y sólo a él, con severas condiciones: El respeto irrestricto a los derechos humanos. Ahora parece que se ha generalizado la recurrencia a la fuerza. La ciudadanía no parece contar para la solución, sólo pone las víctimas; además, no sabe cómo, porque nunca ha sido educada para participar. En las demandas populares se antepone la seguridad a la salud, a la alimentación y a la misma educación.
8. Los cristianos rechazamos la violencia, toda violencia y todo aquello que la genera y propicia, comenzando desde la inclinación al mal que llevamos en el corazón. La violencia llega al hombre desde el exterior: del Padre de la mentira y Asesino desde el comienzo: Satanás. Por eso nuestra propuesta es: No a la represión, sí a la conversión. Como la enseñanza laicista ignora el pecado y se burla de la moral, y lo mismo hacen múltiples programas de la televisión, toda solución que se proponga no puede ser sino parcial e inoperante al final. Se vuelve una trampa. El mal vuelve a brotar tan pronto como tiene oportunidad.
9. En la doctrina bíblica, la violencia se genera con la pérdida de la inocencia. La Serpiente era «la más astuta» de las bestias, la personificación de la malicia que se fundamenta en el engaño, producto de la mentira. Observemos bien la cadena completa: La mentira, al comunicarse, produce el engaño; el engaño para operar necesita de la astucia; la astucia requiere de la malicia para ser eficaz; la malicia hace perder la inocencia, y la pérdida de la inocencia separa de Dios. Sólo Dios es inocente, porque aborrece el mal, no hace mal a nadie, no mata: es in-nocens. Rechaza toda violencia. Por eso, sólo la inocencia y el inocente Jesucristo, víctima de la violencia humana, puede curar la violencia. La violencia sólo se cura con la misericordia y con el perdón. Con el amor. Al contrario, detrás de la mentira está siempre su padre, el Mentiroso, que es también el Asesino primordial.
10. No confundir la inocencia con la ingenuidad. El ingenuo confunde el mal con el bien y el bien con el mal, y cae en sus redes; el inocente, en cambio, los distingue perfectamente, pero no sigue el mal, aunque sí lo padece. El inocente ve el mundo y el mal que lo habita, desde el bien que lleva en su corazón. Tiene la mirada limpia y todo lo ve sin malicia, pero no con ingenuidad. Es paloma y serpiente a la vez. Sabe bien en qué terreno se mueve y a qué altura debe volar. Así han sido todos los santos. Jesús tenía la mirada clara, pero no ingenua. Detectaba el mal, pero alcanzaba a ver y a amar al pecador. El pecador -el ser humano- es más grande, vale más que su pecado. De aquí la norma sabia: Odiar al pecado, pero amar al pecador. En el pecador siempre está la imagen y semejanza de Dios, y Dios se mira y se ama a sí mismo en ella, aunque esté lastimada, no borrada, por el pecado y el crimen. Siempre hay esperanza para el pecador.
11. No se puede erradicar la violencia sin quitar el pecado, su
causa. En otras palabras, hay que devolverle al hombre su inocencia, devolverlo a su origen, a su verdad: «Hasta que vuelvas a la tierra (adamah), pues de ella fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 17s). Estas palabras se refieren a la muerte, sí, pero sobre todo vuelven al hombre a su origen, a su identidad primera. Quería ser como Dios, ahora tiene que volver a su origen, a su inocencia creatural, al polvo. El olvido de Dios es la destrucción del hombre. El pecador tiene que desinflar su ego y cubrirse de «polvo y ceniza» tirado por tierra en señal de arrepentimiento. No hay otro remedio contra la violencia, que la humildad. Yo pecador.
12. «Lo difícil es matar al primero» y el primer acto violento se dio entre hermanos, entre los más próximos; por eso, toda muerte me toca en lo cercano, es muerte de familia, de hermano. Aquí el mayor, Caín, mata al menor, Abel, cuando, como primogénito, debía guardar a su hermano. Abel, el guardián de las ovejas, necesitaba ser «guardado» por su hermano, porque todos necesitamos de todos, deber que Caín burlonamente rechaza, pues él era agricultor. Él preparaba la tierra para que bebiera la sangre derramada, sin saber que allí estaría su castigo: se volverá estéril, no podrá recoger sus frutos, andará errante. Esta negativa, aparentemente inexplicable, tiene su origen en el culto. Cuando se manipula la religión, la violencia se extralimita, precisamente porque se ampara en Dios. Se convierte en ídolo. Pero Dios se declara «guardián» de Caín, el que se negó a ser guardián de su hermano. No es ingenuidad, sino vuelta al origen, a la inocencia. Dios sigue siendo in-nocens, no mata ni al criminal. Otra cosa será que él se busque la muerte. Ahora es Dios quien guarda el asesino, y así cierra el paso a la violencia. No matarás.
13. Toda violencia humana es contra un hermano, un prójimo, nos afecta necesariamente. Dios nos invita a imitarlo, siendo «guardianes» de nuestros hermanos. Dios no sólo es vigilante, sino guardián: el vela por su pueblo, desde la columna de nube; vela por el justo, para que sus huesos no sean quebrados; vela por el bueno para que no tema la mala noticia; vela por nosotros para que velemos por nuestros hermanos y nadie mate a Caín, que sigue vago y errante (no nómada ni peregrino), por la tierra de Nod, es decir, entre nosotros. Decía san Bernardo a quienes perseguían a un asesino, al que dio asilo en su monasterio: «Ustedes querían colgarlo y dejarlo colgando unos días de la horca: Aquí, en Claraval, estará crucificado para siempre» (Vita prima, 1. 2, cap.3). El monasterio, símbolo de la Iglesia, ofrece siempre un asilo de perdón y de paz en los brazos de Cristo en la cruz.