Las oraciones apologéticas en la misa

Un silencio que contempla y adora

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 27 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito el sacerdote Mauro Gagliardi, consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, sobre el significado y la importancia de las «oraciones apologéticas» durante la celebración de la santa misa. Se trata de oraciones que el sacerdote recita en voz baja, en «secreto» ante Dios, para participar de manera más consciente y digna en los misterios divinos que celebra a favor de toda la Iglesia. Los fieles acompañan estas oraciones sacerdotales con un silencio reverente externo y con un recogimiento interior que favorecen una comprensión mayor de lo que tiene lugar en el altar y, por tanto, con una participación más activa en la liturgia.

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La Sagrada Liturgia, que el Concilio Vaticano II califica como la acción sacerdotal de Cristo, y por tanto fuente y cumbre de la vida eclesial, no puede reducirse nunca a una mera realidad estética, ni puede ser considerada como un instrumento con fines meramente pedagógicos o ecuménicos. La celebración de los santos misterios es, sobre todo, acción de alabanza a la soberana majestad de Dios, Uno y Trino, y expresión querida por Dios mismo. Con ella el hombre, personal y comunitariamente, se presenta ante Él para darle gracias, consciente de que su mismo ser no puede alcanzar su plenitud sin alabarlo y cumplir su voluntad, en la constante búsqueda del Reino que está ya presente, pero que vendrá definitivamente el día de la Parusía del Señor Jesús[1].

Desde esta perspectiva, está claro que la dirección de toda acción litúrgica -que es la misma tanto para el sacerdote como para los fieles– se dirige hacia el Señor: hacia hacia el Padre a través de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso «sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor»[2]. Se trata de vivir constantemente «conversi ad Dominum«, orientados hacia el Señor, que implica la conversio, es decir, dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera[3].

De este modo, la celebración litúrgica es un acto de la virtud de la religión que, coherentemente con su naturaleza, debe caracterizarse por un profundo sentido de lo sagrado. En ella, el hombre y la comunidad han de ser conscientes de que viven un encuentro, en particular, ante Aquel que es tres veces Santo y Trascendente. De ahí que, «un signo convincente de la eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros»[4].

La actitud apropiada en la celebración litúrgica no puede ser otra que una actitud impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios. ¿No era esto, acaso, lo que Dios quería expresar cuando ordenó a Moisés que se quitase las sandalias delante de la zarza ardiente? ¿No nacía, acaso, de esta conciencia, la actitud de Moisés y de Elías, que no osaron mirar a Dios cara a cara?[5].

En este contexto se entienden mejor las palabras del Canon II de la santa Misa que definen perfectamente la esencia del ministerio sacerdotal: «astare coram te et tibi ministrare«. Así pues, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: «estar en presencia del Señor» y «servir en tu presencia». El Santo Padre Benedicto XVI, comentando esta segunda tarea, apuntaba que el término servicio se adopta fundamentalmente para referirse al servicio litúrgico. Éste implica muchas dimensiones y entre otras señalaba la cercanía, la familiaridad. Concretamente señalaba: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, ‘servir’ significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: Él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos»[6].

Ante toda celebración litúrgica, pero de forma especial en la Eucaristía -memorial de la muerte y resurrección de su Señor, por el que se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y  se realiza la obra de nuestra redención- hemos de ponernos en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida[7]. Ante esta realidad extraordinaria permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuanta condescendencia humilde ha querido Dios unirse al hombre! Si dentro de pocas semanas nos conmovemos ante el pesebre contemplando la encarnación del Verbo ¿qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? Sólo queda arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de fe[8].

Consecuencia lógica de lo dicho es que el Pueblo de Dios necesita ver, en los sacerdotes y en los diáconos, un comportamiento lleno de reverencia y de dignidad, que sea capaz de ayudarle a profundizar en las cosas invisibles, incluso sin demasiadas palabras y explicaciones. En el Misal Romano, denominado de San Pío V, así como en diversas Liturgias orientales, se encuentran oraciones muy hermosas, con las cuales el sacerdote expresa el más profundo sentimiento de humildad y de reverencia delante de los santos misterios: revelan la sustancia misma de cualquier Liturgia[9]. Estas oraciones presentes en el Misal Romano, denominado de San Pío V -que en su edición de 1962 es el Misal propio de la forma extraordinaria, han sido recogidas en parte en el Misal Romano promulgado después del Concilio Vaticano II y se denominan tradicionalmente «apologías».

A estas oraciones se refiere la Institutio Generalis Missalis Romani (Institución General del Misal Romano) en su número 33. Después de referirse a las oraciones que el sacerdote, como celebrante, pronuncia en nombre de la Iglesia afirma que otras veces, cuando reza: «lo hace solamente en su nombre, para poder cumplir su ministerio con mayor atención y piedad. De tal manera que las oraciones que se proponen antes de la lectura del Evangelio, en la preparación de los dones, así como antes y después de la Comunión, se dicen en secreto».

Así pues estas breves fórmulas rezadas en silencio invitan al sacerdote a personalizar su tarea, a entregarse al Señor, también con su mismo yo. Y son, al mismo tiempo, un modo excelente de encaminarse como los demás al encuentro del Señor, de manera enteramente personal, pero a la vez juntamente con los otros. Este es un primer aspecto esencial pues sólo la medida en que se interioriza y se comprende la estructura litúrgica y las palabras de la liturgia, se puede entrar en consonancia interior con ella. Cuando esto sucede, el sacerdote celebrante ya no sólo habla con Dios como una persona individual, sino que entra en el «nosotros» de la Iglesia que ora.

Si la celebración es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios, se transforma el propio «yo» del celebrante que entra en el «nosotros» de la Iglesia. Se enriquece y se ensancha el «yo», orando con la Iglesia, con sus palabras, y se entabla realmente un coloquio con Dios. Así celebrar es realmente celebrar «con» la Iglesia: el corazón se ensancha y no se hace algo, sino que se está «con» l
a Iglesia en coloquio con Dios.  En este proceso las oraciones apologéticas y el silencio contemplativo y adorante que producen son un elemento esencial, por eso forman parte de la estructura de la celebración eucarística desde hace más de mil años.

En segundo lugar, en el camino hacia el Señor nos damos cuenta de nuestra propia indignidad. Se hace necesario pedir a lo largo de la celebración que el mismo Dios nos transforme y acepte que participemos en esa acción de Dios que configura la liturgia. De hecho, el espíritu de conversión continua es una de las condiciones personales que hace posible la actuosa participatio de los fieles y del mismo sacerdote celebrante. «No se puede esperar una participación activa en la liturgia eucarística cuando se asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida»[10].

El recogimiento y el silencio antes y durante la celebración se sitúan en este contexto y facilitan que sea realidad la premisa: «Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación»[11]. De ahí que resulte claro que las oraciones apologéticas desempeñan un papel importante en la celebración.

Por ejemplo, las oraciones apologéticas «Munda cor meum«, recitada antes de la proclamación del Evangelio, o «In spiritu humilitatis«, previa al lavabo después de la presentación de las ofrendas, permiten al sacerdote que las reza tomar conciencia de la realidad de su indignidad y, al mismo tiempo, de la grandeza de su misión. «El sacerdote es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo»[12]. El silencio y los gestos de piedad y recogimiento del celebrante, también mueven a los fieles que participan en la celebración a darse cuenta de la necesidad de prepararse, de convertirse, dada la importancia del momento en el que se encuentran de la celebración: antes de la lectura del Evangelio, en el inicio inminente de la Plegaria Eucarística.

Por su parte las apologías «Per huius aquae et vini» durante el Ofertorio o «Quod ore sumpsimus Domine» durante la purificación de los vasos sagrados, se encuadran perfectamente en ese deseo de ser introducidos y transformados en y por la acción divina. Una y otra vez hemos de traer a nuestra mente y corazón que la liturgia eucarística es acción de Dios que nos une a Jesús a través de su Espíritu[13]. Estas dos apologías, a las que nos referimos, encaminan nuestra existencia hacia la Encarnación y la Resurrección. Y, en realidad, constituyen un elemento que favorece la realización de ese deseo de la Iglesia: que los fieles no se queden, asistiendo al misterio de fe, como extraños y mudos espectadores; sino que den gracias a Dios y aprendan a ofrecerse a sí mismos a Cristo [14].

No nos parece atrevido afirmar que las apologías también desempeñan un papel de primera línea a la hora de «recordar» al ministro ordenado que «desempeña el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, entonces goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa (virtute ac persona ipsius Christi)»[15].

Al mismo tiempo estas oraciones recuerdan al sacerdote que, por ser ministro ordenado, es «el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos»[16]. Las oraciones dichas por el celebrante en secreto, constituyen por eso un medio extraordinario para unirse unos a otros, formar una comunidad que es «liturga» y que participa toda ella orientada hacia Dios por Jesucirsto.

Una de las apologías, conservada en el actual Ordo Missae, plasma perfectamente lo que estamos diciendo: «Domine Iesu Christe Fili Dei vivi qui ex voluntate Patris cooperante Spiritu Sancto per mortem tuam mundum vivificasti» («Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo»). De hecho, las oraciones que el sacerdote reza en secreto, y ésta concretamente, pueden ayudar de modo eficaz –a sacerdotes y fieles– a alcanzar la clara conciencia de que la liturgia es obra de la Santísima Trinidad. «La oración y la ofrenda de la Iglesia son inseparables de la oración y la ofrenda de Cristo, su Cabeza. Se trata siempre del culto de Cristo en y por su Iglesia»[17].

Así pues, las apologías desde hace más de mil años, se configuran como sencillas fórmulas acrisoladas por la historia, llenas de contenido teológico, que permiten al sacerdote cuando las reza, y al pueblo fiel que participa viviendo el silencio, darse cuenta del misterio de fe en el que participan y así  unirse a Cristo y reconocerle como Dios, hermano y amigo.

Por estos motivos, tenemos que alegrarnos por el hecho de que, a pesar de que la reforma litúrgica post-conciliar ha reducido drásticamente su número y ha retocado notablemente el texto de estas oraciones, siguen estando presentes también en el Ordinario de la Misa más reciente. Es una invitación a los sacerdotes a no descuidar estas oraciones durante la celebración, así como a no transformarlas de oraciones del sacerdote a oraciones de toda la asamblea, leyéndolas en voz alta al igual que las demás oraciones. Las oraciones apologéticas se basan y expresan una teología diferente y complementaria a la que constituye el telón de fondo de las demás oraciones. Esta teología se manifiesta en la manera silenciosa y reverente con la que son rezadas y acompañadas por el sacerdote y acompañadas por los demás fieles.

[1] JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el  Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001)

[2] J. RATZINGER, Prefacio al primer volumen de mis escritos.

[3] Cfr. BENEDICTO XVI, Homilía Vigilia pascual, 22.III.2008.

[4] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 65.

[5] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el  Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001)

[6] BENEDICTO XVI, Homilía Misa Crismal, 20.III.2008.

[7] JUAN PABLO II, .Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 11.

[8] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes el Jueves Santo 2004.

[9] Cf. JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el  Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001)

[10] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 55.

[11] Idem.

[12] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n 23.

[13] Cfr. BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 37.

[14] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, 48.

[15] PÍO XII, Carta encíclica Mediator Dei cit. en Catecismo de la Iglesia Católica, 1548.

[16] Catecismo de la Iglesia Católica, 1120.

[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 1553.

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ZENIT Staff

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