CIUDAD DEL VATICANO, lunes 7 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos el discurso que Benedicto XVI pronunció este sábado, al recibir a los obispos de las Regiones Sur 3 y Sur 4 de la Conferencia Episcopal de Brasil, presentes en el Vaticano con motivo de la visita «ad limina Apostolorum».
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Queridos hermanos en el episcopado:
Os doy la bienvenida y os saludo a todos y a cada uno de vosotros, al recibiros colegialmente en el marco de vuestra visita ad limina. Agradezco a monseñor Murilo Krieger las expresiones de devota estima que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y del pueblo confiado a vuestros cuidados pastorales en las Regiones Sur 3 y 4, exponiendo también los desafíos y esperanzas. Oyendo esto, siento elevarse en mi corazón acciones de gracias al Señor por el don de la fe misericordiosamente concedido a vuestras comunidades eclesiales y celosamente conservado por ellas y valientemente transmitido, en obediencia al mandamiento que Jesús nos dejó de llevar su Buena Noticia a toda criatura, tratando de impregnar de humanismo cristiano la cultura actual.
Por lo que se refiere a la cultura, el pensamiento se dirige a dos ámbitos clásicos en los que ésta se forma y comunica –la universidad y la escuela–, concentrando la atención principalmente en las comunidades académicas que han nacido a la sombra del humanismo cristiano y que se inspiran en él, honrándose con el nombre de «católicas». Ahora bien, «precisamente por la referencia explícita y compartida por todos los miembros de la comunidad escolar, a la visión cristiana –aunque sea en grado diverso– es por lo que la escuela es «católica», porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo metas finales» (Congregación para la Educación Católica, La escuela católica, n. 34). Que con una convencida sinergia con las familias y con las comunidades eclesiales, promueva esa unidad entre fe, cultura y vida que constituye el objetivo fundamental de la educación cristiana.
También se les puede ayudar a las escuelas estatales, de diferentes formas, en su tarea educativa con la presencia de profesores creyentes –en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión católica– y de alumnos formados cristianamente, así como con la colaboración de las familias y de la misma comunidad cristiana. En efecto, una sana laicidad de la escuela no implica la negación de la trascendencia, y ni siquiera una mera neutralidad frente a aquellos requisitos y valores morales que constituyen la base de una auténtica formación de la persona, incluyendo la educación religiosa.
La escuela católica no puede concebirse ni vivir separada de las demás instituciones educativas. Está al servicio de la sociedad: desempeña una función pública y un servicio de pública utilidad que no está reservado sólo a los católicos sino abierto a todos aquellos que desean beneficiarse de una propuesta educativa calificada. El problema de su equiparación jurídica y económica con la escuela estatal sólo se planteará correctamente si comenzamos por el reconocimiento del papel primario de las familias y del subsidiario de las demás instituciones educativas. En el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre puede leerse: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos». El compromiso de siglos de la escuela católica apunta hacia esta dirección, impulsado por una fuerza aún más radical, es decir, por la fuerza de que hace de Cristo el centro del proceso educativo.
Este proceso, que comienza en las escuelas primaria y secundaria, se realiza de modo más alto y especializado en las universidades. La Iglesia ha sido siempre solidaria con la universidad y con su vocación de llevar al hombre hacia los más altos niveles de conocimiento de la verdad y del dominio del mundo en todos sus aspectos. Me agrada expresar mi viva gratitud eclesial a las diferentes congregaciones religiosas que, entre vosotros, han fundado y sostenido universidades de renombre, recordándoles, sin embargo, que éstas no son propiedad de quien las ha fundado o de quien estudia en ellas, sino expresión de la Iglesia y de su patrimonio de fe.
En este sentido, amados hermanos, vale la pena recordar que, en el pasado mes de agosto, se han cumplido veinticinco años de la instrucción Libertatis nuntius de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre algunos aspectos de la teología de la liberación; en ella se subrayaba el peligro que implicaba la aceptación acrítica, por parte de algunos teólogos, de tesis y metodologías provenientes del marxismo. Sus consecuencias más o menos visibles, hechas de rebelión, división, disenso, ofensa, anarquía, todavía se dejan sentir, creando en vuestras comunidades diocesanas un gran sufrimiento y una grave pérdida de fuerzas vivas. Suplico a todos los que, de algún modo, se han sentido atraídos, involucrados y tocados en su interior por ciertos principios engañosos de la teología de la liberación que vuelvan a confrontarse con la mencionada instrucción, recibiendo la luz benigna que ella ofrece a manos llenas; recuerdo a todos que «la ‘suprema norma de su fe’ [de la Iglesia] proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente» (Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 55). Que, en el ámbito de los organismos y comunidades eclesiales, el perdón ofrecido y recibido en nombre y por amor de la Santísima Trinidad, que adoramos en nuestros corazones, ponga fin al sufrimiento de la amada Iglesia que peregrina en las tierras de la Santa Cruz.
Venerados hermanos en el episcopado, en la unión con Cristo nos precede y nos guía la Virgen María, tan amada y venerada en vuestras diócesis y en todo Brasil. En Ella encontramos la verdadera esencia, pura y no deformada, de la Iglesia y así, por medio de ella, aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentidos profundamente parte de ella, nos convertimos en «almas eclesiales», aprendiendo a resistir a esa «secularización interna» que amenaza a la Iglesia y sus enseñanzas.
Mientras pido al Señor que difunda la abundancia de su luz sobre todo el mundo brasileño de la escuelo, encomiendo sus protagonistas a la protección de la Virgen Santísima, y os imparto a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los laicos comprometidos, y a todos los fieles de vuestras diócesis, una paterna bendición apostólica.
[Traducción por Jesús Colina
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]