CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 27 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI desde la ventana de su estudio a los miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano con motivo del Ángelus. Las palabras del Papa, dirigidas en parte en español, fueron transmitidas en directo en la plaza de Lima de Madrid, donde se encontraban reunidas miles de familias de Europa con motivo de una celebración eucarística convocada en el día de la Sagrada Familia.
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[En italiano]
Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir poniéndonos en el lugar de los pastores de Belén que, nada más recibir el anuncio del ángel, acudieron de prisa a la gruta y encontraron a «María, José y al niño, acostado en el pesebre» (Lucas 2,16). Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, se encontraron no sólo ante el Niño Jesús, sino también ante una pequeña familia: la mamá, el papá y el hijo recién nacido. ¡Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana, y por este motivo la familia humana se ha convertido en imagen de Dios! Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, es una manifestación que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, se convierten en el matrimonio en «una sola carne» (Génesis 2, 24), es decir, en una comunión de amor que engendra nueva vida. La familia humana, en cierto sentido, es imagen de la Trinidad por el amor interpersontal y por la fecundidad del amor.
La liturgia de hoy presenta el famoso episodio evangélico de Jesús, a los doce años, que se queda en el Templo, en Jerusalén, sin que se dieran cuenta sus padres, quienes, sorprendidos y preocupados, vuelven a encontrarlo tres días después discutiendo con los doctores. A su madre que le pide explicaciones, Jesús le responde que tiene que estar «en la propiedad», en la casa de su Padre, es decir de Dios (Cf. Lucas 2, 49). En este episodio, el muchacho Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el Templo. Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor por las «cosas» de su Padre? Ciertamente, como hijo, tuvo un íntimo conocimiento de su Padre, de Dios, una profunda relación personal permanente con Él, pero, en su cultura concreta, ciertamente aprendió las oraciones, el amor por el Templo y por las instituciones de Israel, de sus propios padres. Por tanto, podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el Templo era sobre todo fruto de su íntima relación con el Padre, pero también fruto de la educación recibida de María y de José. Podemos entrever aquí el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que siempre hay que buscar entre los educadores y Dios. La familia cristiana es consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por tanto, no los puede considerar como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al designio de Dios, está llamada a educarlos en la libertad más grande, que consiste precisamente en decir «sí» a Dios para hacer su voluntad. De este «sí» la Virgen María es ejemplo perfecto. A ella le encomendamos todas las familias, rezando en particular por su misión educativa.
Y ahora me dirijo, en lengua española, a los que participan en la fiesta de la Sagrada Familia en Madrid.
[En español]
Saludo cordialmente a los pastores y fieles congregados en Madrid para celebrar con gozo la Sagrada Familia de Nazaret. ¿Cómo no recordar el verdadero significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno de una familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles nuestro testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad. En efecto, la familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de ser miembros de la misma familia. Pido a Dios que en vuestros hogares se respire siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús trajo al mundo con su nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo. Os animo, pues, a que, confiando en la materna intercesión de María Santísima, Reina de las Familias, y en la poderosa protección de San José, su esposo, os dediquéis sin descanso a esta hermosa misión que el Señor ha puesto en vuestras manos. Contad además con mi cercanía y afecto, y os ruego que llevéis un saludo muy especial del Papa a vuestros seres queridos más necesitados o que se encuentran en dificultad. Os bendigo a todos de corazón.
[Al final del Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este domingo de la Sagrada Familia, invito a todos a poner los ojos en el hogar de Nazaret, escuela incomparable de virtudes humanas y cristianas, para aprender de Jesús, José y María a vivirlas personalmente y dar ejemplo de ellas ante los que os rodean con humildad y convicción. De nuevo os deseo que, en estas fiestas de Navidad, la alegría del Señor Jesús, nacido en Belén, sea vuestra fortaleza. En su Nombre os bendigo con gran afecto.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]