Recuperar la dimensión evangelizadora del patrimonio cultural

Por monseñor Christophe Pierre, nuncio apostólico en México

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 ZACATECAS, sábado, 3 de julio de 2010 (ZENIT.orgEl Observador).- En un acto sin precedentes, el domingo pasado fue entregado a la Iglesia católica el nuevo retablo mayor de la Catedral Basílica de Nuestra Señora de los Zacatecas por parte de las autoridades civiles federales y estatales de México, así como de la iniciativa privada que colaboraron para que la Catedral, considerada dentro del decreto de la UNESCO de Zacatecas como Patrimonio Cultural de la Humanidad, tuviera un retablo acorde con su impresionante fachada barroca.

La obra artística -realizada por el escultor mexicano Javier Marín-fue realizada en dos años de trabajo, auspiciada por el gobierno del Estado de Zacatecas y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y seguida, paso a paso por el obispo de Zacatecas, monseñor Jesús Carlos Cabrero Romero.

El retablo está construido a partir de prismas geométricos nacidos de la plataforma alta del presbiterio, los cuales juegan con la profundidad y dan lugar a los nichos donde se asientan las elaboradas imágenes de los santos modeladas por el escultor. El retablo está totalmente dorado con hoja de oro de 24 quilates, producto de una donación de 25 kilogramos de oro macizo de una compañía minera de Zacatecas y está coronado con una escultura en bronce de la Virgen de la Asunción, confirmando así la tradición mariana de Zacatecas, misma que le viene desde su fundación, el 8 de septiembre de 1546.

A continuación reproducimos la versión íntegra de las palabras pronunciadas por el nuncio apostólico en México, el arzobispo Christophe Pierre, en el acto eclesiástico que motivó la entrega de este retablo.

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Recuperar la dimensión evangelizadora del patrimonio cultural

Monseñor Christophe Pierre, Nuncio Apostólico de Su Santidad Benedicto XV1 en México

Para la sensibilidad humana que tiene su raíz en el espíritu, es motivo de profundo gozo ver que, no obstante las expoliaciones cometidas a causa de las guerras, de la ignorancia, del odio y de las pasiones desbordadas, unidas a las huellas que en todo deja necesariamente el tiempo, el patrimonio cultural de México, particularmente en esta hermosa ciudad de Zacatecas, sigue siendo notable. Prueba tangible es este maravilloso retablo que hoy simbólicamente recibimos.

En nombre de los fieles, particularmente de Zacatecas, hago patente el más sentido agradecimiento a todas y cada una de las personas e instituciones que han hecho posible su restauro. Un gracias que deseo también extender a los obispos y sacerdotes que bien comprenden que la atención al patrimonio cultural constituye una parte no desdeñable de su servicio pastoral y, en consecuencia, se empeñan por conservar, reconociendo y explicitando su naturaleza y finalidad.

La feliz restauración de este retablo se ha debido, sin duda, a la colaboración de muchos. Pero también gracias a la sensibilidad que particularmente a lo largo de los últimos decenios se ha ido difundiendo en amplios sectores de la sociedad como consecuencia de la elevación del nivel cultural, del fenómeno turístico, y de la presión benéfica que en muchos casos han ejercido las diversas asociaciones culturales que entienden que el patrimonio cultural es signo de la propia identidad nacional y síntesis de las propias raíces históricas, religiosas y culturales.

Iglesia, promotora del hombre

En este contexto es innegable que el patrimonio cultural de México no podría comprenderse ni apreciarse en justicia y en todo su valor, si se le extrae de su realidad histórica y, consiguientemente, del contexto de la indisoluble presencia y acción evangelizadora y promotora de la Iglesia Católica a favor del hombre en su integralidad; del hombre conformado por cuerpo y alma, el hombre, miembro de la Iglesia y al mismo tiempo, miembro de la sociedad civil.

La Iglesia está, en efecto, indisolublemente unida al origen y al presente del gran patrimonio cultural de esta Nación, conformado por obras y monumentos que han tenido su origen, muchos de ellos, en la propuesta y acción evangelizadora: bienes que surgieron de un impulso teologal, nacidos al calor de la fe y para la gloria de Dios. Nadie puede explicar el origen de nuestras catedrales, de nuestros templos, de nuestros retablos si sólo considera móviles estéticos o decorativos y si no tiene presente una naturaleza y una finalidad eminentemente religiosa en los promotores y bienhechores, en los maestros y artesanos, convencidos de que Dios se merece lo mejor.

Al origen de los tesoros artísticos creados por la Iglesia, ha efectivamente habido siempre una finalidad evangelizadora; surgieron para ser, en frase del Papa San León Magno, el Evangelium pauperum, que no significa tanto el «Evangelio de los pobres», cuanto «la Biblia en piedra o en madera para la evangelización», de los que no sabían leer o escribir, que en la Edad Antigua, en la Edad Media e incluso en épocas posteriores, eran la mayoría.

Función evangelizadora

El primero que elaboró un programa iconográfico para enseñar las verdades de la fe a través de la belleza fue el poeta calagurritano Aurelio Prudencio hacia el año 400. Dicho programa para la decoración de las basílicas, redactado en verso, es conocido con el nombre de «Dittochaeum». Consta de 48 títulos de historias, cada una con cuatro versos, a modo de rótulos explicativos para otras tantas escenas: 24 para el Antiguo Testamento, y 24 para el Nuevo Testamento; es decir, una síntesis de la Historia de la Salvación, leyendo el Antiguo Testamento desde una perspectiva cristológica.

Vendrán después los mosaicos de las basílicas constantinianas de Roma, los iconostasios bizantinos, los frescos de las iglesias rupestres de Capadocia, las pinturas murales y las portadas del románico, las vidrieras góticas y los grandes retablos góticos, renacentistas o barrocos, que nunca tienen una función meramente decorativa sino también evangelizadora: algo que en esta hora hemos de tratar de recuperar.

De suyo, anunciar a Jesucristo es la razón última que acredita y legitima la creación y el servicio de la Iglesia al patrimonio cultural religioso, mismo que es, frecuentemente, el único eslabón que, a través de la visita turística, une con la Iglesia a los que no creen, a los alejados y a los que han abandonado la fe o la práctica religiosa. Un eslabón que indudablemente habría que saber utilizar con valentía y audacia, con caridad pastoral y con una imaginación capaz de articular un discurso discreto, respetuoso y alejado del proselitismo, pero al mismo tiempo explícito, sin complejos, atractivo, convincente. Se necesita, en una palabra, recuperar la dimensión evangelizadora del patrimonio cultural.

Cierto, en esta no fácil tarea es obvio que se tendrá que hacer frente a una dificultad fundamental: la secularización de la sociedad, impermeable ante lo religioso, y a las presiones que la Iglesia recibe cada día de determinadas instancias para que despoje su discurso de referencias a la fe, impulsando a considerar únicamente los aspectos estéticos y culturales de estos bienes o su dimensión económica como generadores de riqueza. Se trata, obviamente, de una pretensión totalmente contraria a toda lógica; pues una obra de arte que ha surgido por y para la fe, no puede entenderse sin apelar a la fe que la creó.

La belleza nacida de la fe

Una catedral no sólo es un hermoso edificio. Su finalidad es otra: es lugar donde se manifiesta la gloria de Dios, el culto solemne, la oración, la evangelización y su condición de cátedra del Obispo; finalidades que abundantemente justifican su existencia.

El patrimonio cultural de la Iglesia, es decir, la belleza nacida de la fe y del manantial límpido y fecundo del Evangelio, tiene un valor evange
lizador incontestable. Bien aprovechado es un puente tendido hacia la experiencia religiosa.

Que esto no es vana ilusión lo demuestra, por ejemplo, la historia de la conversión de Paul Claudel la tarde de Navidad de 1886, en la que, movido por un sentimiento más estético que religioso, penetra en Notre Dame de París mientras se cantan las vísperas y queda subyugado por la majestuosidad del gótico catedralicio, por la música del órgano y por la belleza de lo que después él supo que era el Magníficat gregoriano, entonado por un coro de niños y el coro del Seminario de Saint Nicolas du Chardonnet. Este puede ser el camino de otros hombres y mujeres de buena voluntad que se acercan a estos bienes culturales. A ustedes y a nosotros toca tenderles la mano para que la belleza visible sea camino y sacramento de encuentro con la belleza invisible de Dios, en Cristo Jesús que, como afirma felizmente el Concilio Vaticano II, es «centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (GS 45).

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ZENIT Staff

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