CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 18 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Presentamos un pasaje del libro del Papa «Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección», adelantado por la «Libreria Editrice Vaticana», de acuerdo con «Ediciones Encuentro», encargada de la edición de la obra en lengua española.
El texto está tomado del tercer punto -«Jesús ante Pilato»- relativo al séptimo capítulo titulado «El proceso a Jesús».
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El interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín concluyó como Caifás había previsto: Jesús había sido declarado culpable de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los romanos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el aspecto político de la sentencia de culpabilidad. Jesús se había declarado a sí mismo Mesías, había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado por la justicia romana.
En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuerdan en todos los puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la cuestión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su profundidad (cf. 18,33-38).
Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las respuestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente «los judíos». Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal -como quizás podría pensar el lector moderno-, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7,50ss).
Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano como un hombre que sabía intervenir de manera brutal, si eso le parecía oportuno para el orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no en último lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pacificadora del derecho romano.
Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús.
La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que Roma podía reconocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser legitimados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amenazaba la Pax romana y, por consiguiente, se convertía en reo de muerte. Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordenamiento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio contra Jesús.
La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera necesaria una intervención.
Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).
Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión.
Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra.
Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús ha introducido un concepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad.
Es la cuestión que se plantea también en la doctrina moderna del Estado: ¿Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la imposibilidad de poder contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿no se convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de conservación del poder?
Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible? ¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación?
¿Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad?
Dios es «ipsa summa et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I, q. 16, a. 5 c). Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para cuyo testimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.
«Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.
Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo.
¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre.
Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8). Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso había realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por estas cuestiones.
Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el favor del emperador, de perder su puesto y caer así en una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» (Jn 19,12), es una intimidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los poderes divinos.