ROMA, domingo, 27 marzo 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este domingo al visitar el Mausoleo de las Fosas Ardeatinas, en Roma, 67 años después del asesinato de 335 personas por orden de las autoridades nazis en represalia por un atentado de la resistencia italiana en plena segunda guerra mundial.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con mucho gusto he acogido la invitación de la Asociación Nacional entre las Familias Italianas de los Mártires Caídos por la Libertad de la Patria para peregrinar a este mausoleo, querido por todos los italianos, en particular por el pueblo romano. Saludo al cardenal vicario, al rabino jefe, al presidente de la asociación, al comisario general, al director del mausoleo, y de manera especial a los familiares de las víctimas, así como a todos los presentes.
«Creo en Dios y en Italia, creo en la resurrección de los mártires y de los héroes, creo en el renacimiento de la patria y en la libertad del pueblo». Estas palabras fueron grabadas en la pared de una celda de tortura, en la Calle Tasso, de Roma, durante la ocupación nazi. Son el testamento de una persona desconocida, que estaba encarcelada en aquella celda, y demuestran que el espíritu humano permanece libre incluso en las condiciones más duras. «Creo en Dios y en Italia»: esta expresión me ha impresionado además porque en este año se celebra el aniversario número 150 de la unidad de Italia, pero sobre todo porque afirma la primacía de la fe, de la que saca la confianza y la esperanza para Italia y su futuro. Lo que aquí sucedió el 24 de marzo de 1944 es una ofensa gravísima a Dios, porque se trata de la violencia deliberada del hombre contra el hombre. Es el efecto más execrable de la guerra, de toda guerra, mientras que Dios es vida, paz, comunión.
Al igual que mis predecesores, he venido aquí para rezar y renovar la memoria. He venido a invocar la divina Misericordia, la única que puede llenar los vacíos, las vorágines abiertas por los hombres cuando, empujados por la ciega violencia, reniegan su dignidad de hijos de Dios y de hermanos entre sí. Yo también, como obispo de Roma, ciudad consagrada por la sangre de los mártires del Evangelio del Amor, vengo a rendir homenaje a estos hermanos, asesinados a poca distancia de las antiguas catacumbas».
«Creo en Dios y en Italia». En ese testamento grabado en un lugar de violencia y de muerte, el lazo entre la fe y el amor de la patria en toda su pureza, sin retórica alguna. Quien escribió esas palabras lo hizo sólo por íntima convicción, como último testimonio de la verdad en que creía, que hace regio el espíritu humano incluso en el máximo abajamiento. Cada hombre está llamado a realizar de este modo su propia dignidad: testimoniando esa verdad que reconoce con la propia conciencia.
Me ha impactado otro testimonio, y se encontró precisamente aquí, en las Fosas Ardeatinas. Una hoja de papel en la que un caído escribió: «Dios mío, Padre grande, te rogamos que puedas proteger a los judíos de las bárbaras persecuciones. 1 Padrenuestro, 10 Avemarías, 1 Gloria». En ese momento tan trágico, tan inhumano, en el corazón de esa persona surgió la invocación más alta: «Dios mío, Padre grande». ¡Padre de todos! Como en los labios de Jesús al morir en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese nombre, «Padre», está la garantía segura de la esperanza; la posibilidad de un futuro diferente, libre del odio o de la venganza, un futuro de libertad y de fraternidad para Roma, Italia, Europa, el mundo. Sí, en todo lugar, en todo continente, en el pueblo al que pertenezca, el hombre es hijo de ese Padre que está en los Cielos, es hermano de todos en humanidad. Pero ser hijo y hermano no es algo que se puede dar por supuesto. Lo demuestran por desgracia también las Fosas Ardeatinas. Hay que quererlo, hay que decir sí al bien y no al mal. Es necesario creer en el Dios del amor y de la vida, y rechazar cualquier otra falsa imagen divina, que traiciona su santo Nombre y traiciona por consiguiente al hombre, hecho a su imagen.
Por este motivo, en este lugar, memorial doloroso del mal más horrendo, la respuesta más verdadera es la de tomarse la mano, como hermanos, y decir: Padre nuestro, creemos en ti, y con la fuerza de tu amor queremos caminar juntos, en paz, en Roma, en Italia, en Europa, en todo el mundo. Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]