CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 11 de septiembre de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha publicado en “L’Osservatore Romano”  Robert Imbelli, sacerdote de la archidiócesis de Nueva York, profesor de teología en el «Boston College», Estados Unidos.

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El 11 de septiembre de 2001, en Boston, Nueva York y Washington d.c., era radiante y despejado —un día perfecto de final de verano—. Pocos de los que experimentaron su inicio y luego el horror que le siguió pueden volver a recordar tal jornada sin un suspiro de tristeza. Pero el recuerdo de la tragedia, como la anamnesis de la liturgia, pueden servir de exhortación a un renovado compromiso y comunión.

El beato John Henry Newman nos enseñó a distinguir entre comprensión nocional y real. La primera, aun siendo importante, permanece abstracta y conceptual. La segunda es concreta y experiencial, y estimula a la acción. La tragedia del 11 de septiembre evoca la comprensión viva de cuatro verdades.

Primero: la pasión y convicción religiosa puede estimular al bien, pero también puede alimentar un fanatismo letal. Para ser don de vida, el compromiso religioso debe ser templado por el discernimiento de la razón. Un importante texto del Nuevo Testamento, frecuentemente citado por Benedicto XVI, es el comienzo del capítulo doce de la Carta a los Romanos. En él, el Apóstol nos exhorta a comprometernos en el «culto espiritual» — logiken latreian (12, 1). Este culto «según el logos» se percata de que «el amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor» (13, 10). Para el Papa Benedicto la fe auténtica no desprecia la razón, sino que la purifica y perfecciona.

Segundo: muy a menudo damos por descontado y no logramos reconocer el valor del don de la vida y del amor. Muchos jóvenes, después del 11 de septiembre, han releído la Encíclica del beato Juan Pablo II «El Evangelio de la vida» que les ha desafiado a hacer propia, de modo más completo, su visión de un humanismo integral. Han llegado a comprender que una visión auténticamente católica integra la solicitud por el feto en el seno materno, por la viuda y el huérfano, el refugiado y el anciano. No sitúa estos intereses en competición entre sí, sino que los entrelaza en un compromiso sin fisuras con el Señor que vino para que todos «tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10).

Tercero: el 11 de septiembre reveló fuertemente la absoluta precariedad de la vida humana. Todas nuestras aspiraciones y logros pueden apagarse con rapidez. «Los días del hombre duran lo que la hierba… que el viento la roza, y ya no existe», lamenta el salmista (Sal 103, 15-16). A la luz de esta constatación, todos pueden con seguridad tomarse en serio la exhortación de la tradición budista: «¡Sed conscientes!». El reto espiritual para cada quien es ser consciente del momento presente y de la valiosa presencia del otro. La tradición bíblica, repetida cotidianamente en la liturgia de las Horas, insiste: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón”» (Sal 95). Y muy frecuentemente la voz de Dios habla a través de la voz de nuestro prójimo, a través de su alegría y de su esperanza, su dolor y su aflicción.

Cuarto: el recuerdo más vivo de aquel día terrible persiste, no en el odio de los terroristas, sino en el valiente sacrificio de los socorristas, «los primeros que respondieron». Aquellos hombres y mujeres, fueran cristianos o judíos, musulmanes o personas sin una fe explícita, observaron la enseñanza de Jesús: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). La suya fue una solidaridad vivida, incluso hasta la muerte.

Con todo, la esperanza católica llega a trascender esta generosa solidaridad terrena. No se limita sólo a la vida presente. Nuestra gran esperanza engloba también la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Como escribe el Papa Benedicto en su espléndida encíclica Spe salvi (48): «Deberíamos darnos cuenta de que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Nadie peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los demás: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil».

Esta es la oración y la esperanza que los creyentes albergarán en su corazón cuando se reúnan el día del Señor para recordar el décimo aniversario del 11 de septiembre y para celebrar una vez más la comunión de todos en Cristo.