San Gregorio de Nisa y el camino para el conocimiento de Dios

Cuarta prédica de Cuaresma del padre Cantalamessa

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 30 marzo 2012 (ZENIT.org).- A las 9 horas de la mañana de este viernes, en la Capilla Redemptoris Mater, en presencia del santo padre Benedicto XVI, el predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa OFM Cap, realizó la cuarta y última prédica de Cuaresma. El tema de las meditaciones cuaresmales de este años ha sido: «Recordad a vuestros jefes e imitad su fe» (Hebreos 13,7). Ofrecemos el texto completo de la prédica.

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1. Las dos dimensiones de la fe

San Agustín hizo, a propósito de la fe, una distinción que se ha mantenido clásica hasta hoy: la distinción entre las cosas que se creen y el acto de creer: “Aliud sunt ea quae creduntur, aliud fides qua creduntur1, la fides quae y la fides qua, como se dice en la teología. La primera se llama también fe objetiva, y la segunda fe subjetiva. Toda la reflexión cristiana sobre la fe se desarrolla entre estos dos polos.

Se plantean dos enfoques. Por un lado tenemos a aquellos que hacen hincapié en la importancia del intelecto en el creer, por lo tanto la fe objetiva, como asentimiento a las verdades reveladas; del otro lado, aquellos que hacen hincapié en la importancia de la voluntad y el afecto, es decir, la fe subjetiva, el creer en alguien («creer en»), más que creer en algo («creer que»); por un lado los que destacan las razones de la mente y del otro, los que, como Pascal, hacen hincapié en «las razones del corazón».

En diversas formas, esta oscilación reaparece en cada recodo de la historia de la teología: en la Edad Media, en las diferentes acentuaciones entre la teología de santo Tomás y la de san Buenaventura; en el tiempo de la reforma entre la fe confianza de Lutero, y la fe católica informada por la caridad; más tarde entre la fe dentro de los límites de la razón en Kant y la fe basada en el sentimiento de Schleiermacher y del romanticismo en general; más cerca a nosotros entre la fe de la teología liberal y aquella existencial de Bultmann, prácticamente vacía de todo contenido objetivo.

La teología católica contemporánea se esfuerza, como otras veces en el pasado, en encontrar el equilibrio adecuado entre las dos dimensiones de la fe. Se ha pasado la etapa en que, por razones polémicas contingentes, toda la atención en los manuales de teología había venido a centrarse en la fe objetiva (fides quae), es decir, en el conjunto de verdades en que se tiene que creer. «El acto de fe –se lee en un acreditado diccionario de teología–, en la corriente dominante de todas las denominaciones cristianas, aparece hoy como el descubrimiento de un Tú divino. La apologética de la prueba tiende a colocarse detrás de una pedagogía de la experiencia espiritual que tiende a iniciar una experiencia cristiana, de la cual se reconoce la posibilidad inscrita a priori en cada ser humano».2

En otras palabras, en lugar de aprovechar la fuerza de los argumentos externos a la persona, se busca de ayudarla a encontrar en sí misma la confirmación de la fe, tratando de despertar esa chispa que está en el «corazón inquieto» de cada hombre con el hecho de ser creado «a imagen de Dios».

Hice esta preámbulo, porque una vez más, esto nos permite ver la contribución que los padres pueden dar a nuestro esfuerzo por restaurar a la fe de la Iglesia, su brillo y su fuerza de impacto. Los más grandes entre ellos, son modelos insuperables de una fe que es tanto objetiva como subjetiva a la vez, preocupada del contenido de la fe, es decir de la ortodoxia, pero al mismo tiempo, creída y vivida con todo el ardor del corazón. El apóstol había proclamado: «corde creditur» (Rm 10,10), con el corazón se cree, y sabemos que con la palabra corazón, la Biblia incluye tanto las dimensiones espirituales del hombre, su inteligencia y su voluntad, el lugar simbólico del conocimiento y del amor. En este sentido, los padres son un enlace vital para encontrar la fe tal como se entiende en la Escritura.

2. «Creo en un solo Dios»

En esta última meditación nos aproximamos a los padres para renovar nuestra fe, en el objeto principal de la misma, en lo que comúnmente se entiende con la palabra «creer» y según lo cual distinguimos a las personas entre creyentes y no creyentes: la fe en la existencia de Dios. Hemos reflexionado, en las meditaciones anteriores, sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo y sobre la Trinidad. Pero la fe en el Dios uno y trino es la etapa final de la fe, el «más» sobre Dios revelado por Cristo. Para alcanzar esta plenitud, primero se necesita haber creído en Dios. Antes de la fe en el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, está la fe en “un solo” Dio.

San Gregorio Nacianceno nos recuerda la pedagogía de Dios al revelarse a nosotros. En el Antiguo Testamento viene revelado abiertamente el Padre y veladamente el Hijo; en el Nuevo, abiertamente el Hijo y veladamente el Espíritu Santo; ahora, en la Iglesia, gozamos de la plena luz de la Trinidad entera. Jesús también se abstiene de decir a los apóstoles aquellas cosas de las cuales aún no son capaces de «poder con ello» (Jn. 16, 12). Debemos seguir la misma pedagogía también nosotros frente a aquellos a los que queremos anunciar hoy la fe.

La Carta a los Hebreos dice cuál es el primer paso para aproximarnos a Dios: «El que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Hb. 11,6). Y esto es el fundamento de todo lo demás, que sigue siendo así incluso después de haber creído en la Trinidad. Vamos a ver cómo los padres pueden sernos de inspiración desde este punto de vista, teniendo en cuenta que nuestro propósito principal no es apologético, sino espiritual, más orientado a fortalecer nuestra fe, que a comunicarla a los demás. La guía que elegimos para este camino es san Gregorio de Nisa.

Gregorio de Nisa (331-394), hermano carnal de san Basilio, amigo y contemporáneo de Gregorio Nacianceno, es un padre y doctor de la iglesia, del cual se va descubriendo cada día más la estatura intelectual y la importancia decisiva en el desarrollo del pensamiento cristiano. «Uno de los pensadores más importantes y originales que conozca la historia de la iglesia» (L. Bouyer), «El fundador de una nueva religiosidad mística y extática» (H. von Campenhausen).

Los padres no tuvieron, como nosotros, que probar la existencia de Dios, sino la unicidad de Dios; no tuvieron que luchar contra el ateísmo, sino contra el politeísmo. Veremos, sin embargo, cómo el camino trazado por ellos para llegar al conocimiento del Dios único, es el mismo que puede conducir al hombre de hoy al descubrimiento del Dios en plenitud.

Para valorizar la contribución de los padres, en particular del Niceno, es necesario saber cómo se presentaba el problema de la unicidad de Dios en su tiempo. A medida que se venía desarrollando la doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a la misma acusación con la que siempre se habían dirigido a los gentiles: el de creer en varios dioses. He aquí por qué el credo de los cristianos que, en sus distintas ediciones, desde hacía tres siglos, comenzaba con las palabras «Creo en Dios» (Credo in Deum), desde el siglo IV, muestra una pequeña pero significativa adición que no será nunca más omitida en adelante: «Creo en un solo Dios (Credo in unum Deum).

No es necesario repetir aquí los pasos que condujeron a este resultado; sin duda podemos empezar por el final de la misma. Hacia el final del siglo IV, se puso fin a la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el monoteísmo trinitario cristiano. Los latinos expresaban los dos aspectos del misterio con la fórmula «una sustancia y tres personas», los griegos con la fórmula «tres hipóstasis, una sola ousia». Después de una confrontación, el proceso aparentemente
concluyó con un acuerdo total entre las dos teologías. «¿Podemos concebir – exclamó el Nacianceno – un acuerdo más pleno y decir absolutamente lo mismo, aunque con diferentes palabras?»3.

Había en realidad una diferencia entre las dos formas de expresar el misterio; hoy en día es habitual expresarla de esta manera: los griegos y los latinos, en lo referente a la Trinidad, se mueven en lados opuestos; los griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para llegar a la unidad de la naturaleza; los latinos, a la inversa, parten de la unidad de la naturaleza divina, para llegar a las tres personas. «El latino considera la personalidad como una forma de la naturaleza: el griego considera la naturaleza como el contenido de la persona»4.

Creo que la diferencia puede ser expresada de otra manera. Tanto el latín como el griego, parten desde la unidad de Dios; tanto el símbolo griego como el latino comienza diciendo: «Creo en un solo Dios» (Credo in unum Deum!). Sólo que esta unidad para los latinos está concebida como impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin, por supuesto, ser considerada como pre-existente a las personas. Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya personalizada, debido a que para ellos, «la unidad es el Padre, de quien y hacia quien existen las otras personas» 5. El primer artículo del credo de los griegos también dice «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso» (Credo in unum Deum Patrem omnipotentem), sólo que «el Padre todopoderoso» aquí no se separa del ‘unum Deum’, como en el credo latino, sino que hace un todo con él: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso».

Esta es la manera en que concibieron la unidad de Dios los tres Capadocios, pero sobre todo san Gregorio de Nisa. La unidad de las tres personas divinas es dada, por él, en el hecho de que el Hijo es perfectamente (sustancialmente) «unido» al Padre, como lo es también el Espíritu Santo por medio del Hijo 6. Es este preciso argumento el que es difícil para los latinos, que ven en él el peligro de subordinar el Hijo al Padre y el Espíritu al uno y al otro: «El nombre «Dios»–dice Agustín–, indica toda la Trinidad, no solo el Padre» 7.

Dios es el nombre que damos a la divinidad cuando la consideramos no en sí misma, sino en relación a los hombres y al mundo, por que todo lo que ella hace fuera de sí, lo hace de manera conjunta, como única causa eficiente. La conclusión importante que podemos sacar de esto, a pesar de la diferente perspectiva de los latinos y de los griegos, es que la fe cristiana es también monoteísta; los cristianos no han renunciado a la fe judía en un solo Dios, que más bien la han enriquecido, dando un contenido y un significado nuevo y maravilloso a esta unidad. ¡Dios es uno, pero no solitario!

3. «Moisés entró en la nube»

¿Por qué elegir a san Gregorio de Nisa como una guía para el conocimiento de este Dios, ante quien somos como criaturas frente al Creador? La razón es que este padre, primero en el cristianismo, ha trazado un camino hacia el conocimiento de Dios que es particularmente útil en la situación religiosa del hombre moderno: el camino del conocimiento que pasa a través del no-conocimiento.

La ocasión la tuvieron por la polémica con el hereje Eunomio, el representante de un arrianismo radical contra el que escriben todos los grandes padres que vivieron a finales del siglo IV: Basilio, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, y, con más agudeza que todos, el Niceno. Eunomio identificaba la esencia divina en el ser «ingenerado» (agennetos). En este sentido, para él esto es perfectamente conocible y no muestra ningún misterio; podemos conocer a Dios nada menos de lo que él se conoce a sí mismo.

Los padres respondieron al unísono apoyando la tesis de la «incognoscibilidad de Dios» en su realidad más íntima. Sin embargo, mientras los otros se detuvieron en una refutación de Eunomio basada sobre todo en las palabras de la biblia, el Niceno fue más allá al demostrar que el reconocimiento mismo de esta incognoscibilidad es el camino hacia el verdadero conocimiento (theognosia) de Dios. Lo hace retomando un tema ya esbozado por Filón 8: sobre Moisés que se encuentra con Dios entrando en la nube. El texto bíblico es Éxodo 24, 15-18 y he aquí su comentario:

«La manifestación de Dios a Moisés viene primero en la luz; más tarde habló con él en la nube; en la medida que se vuelve más perfecto, Moisés contempla a Dios en la oscuridad. La transición de la oscuridad a la luz es la primera separación de las ideas falsas y erróneas acerca de Dios; la inteligencia más cerca de las cosas ocultas, conduciendo al alma a través de las cosas visibles a la realidad invisible, es como una nube que oscurece toda la sensibilidad y acostumbra al alma a la contemplación de lo que está oculto; finalmente, el alma que ha recorrido estos caminos hacia las cosas celestiales, después de haber dejado todas las cosas terrenales lo más posible a la naturaleza humana, entra en el santuario del conocimiento divino (theognosia) rodeada por todas partes de la oscuridad divina» 9.

El verdadero conocimiento y la visión de Dios consiste «en ver que él es invisible, porque lo que el alma busca trasciende todo conocimiento, separado en cada parte de su incomprensibilidad como por una oscuridad» 10. En esta última etapa del conocimiento de Dios no se tiene un concepto, pero es aquello que el Niceno, con una expresión que se hizo famosa, llama «una cierta sensación de presencia» (aisthesin tina tes parusias) 11. Un sentir no con los sentidos corporales, por supuesto, sino con aquellos del interior del corazón. Este sentimiento no es la superación de la fe, sino su actuación más alta: «Con la fe –dice la novia del Cantar (Ct. 3, 6)–, he encontrado al amado.» No lo «entiende»; hace algo mejor, ¡lo «abraza»! 12.

Estas ideas del Niceno han ejercido una inmensa influencia en el pensamiento cristiano posterior, al punto de ser considerado el fundador de la mística cristiana. A través de Dionisio Areopagita y Máximo el Confesor, que retomaron el tema, su influencia se extiende desde el mundo griego al latino. El tema del conocimiento de Dios en la oscuridad vuelve en Ángela de Foligno, en el autor de La nube del no-conocimiento, en el tema de la «docta ignorancia» de Nicolás de Cusa, en aquella de la «noche oscura» de Juan de la Cruz y en muchos otros.

4. ¿Qué humilla realmente a la razón?

Ahora me gustaría mostrar cómo la intuición de san Gregorio de Nisa puede ayudarnos a los creyentes a profundizar nuestra fe y a indicar al hombre moderno, convertido en escéptico de las «cinco vías» de la teología tradicional, alguna ruta que lo conduzca a Dios.

La novedad introducida por el Niceno en el pensamiento cristiano es que para encontrar a Dios, debemos ir más allá de los límites de la razón. Estamos en las antípodas del proyecto de Kant de mantener la religión «dentro de los límites de la simple razón «. En la cultura secularizada de hoy, se ha ido más allá de Kant: este en nombre de la razón (al menos de la razón práctica) « postulaba » la existencia de Dios; los racionalistas posteriores niegan también esto.

Se entiende cuán actual es el pensamiento del Niceno. El autor demuestra que la parte más alta de la persona, la razón, no se excluye de la búsqueda de Dios; que no se está obligado a elegir entre la fe y el seguir a la inteligencia. Entrando en la nube, es decir, creyendo, la persona humana no renuncia a su racionalidad, sino que la trasciende, que es algo muy diferente. El creyente toca fondo, por así deci
r, en los recursos de la propia razón, le permite hacer su acto más noble, pues, como dice Pascal, «el acto supremo de la razón está en el reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan» 13.

Santo Tomás de Aquino, considerado justamente como uno de los más firmes defensores de las exigencias de la razón, escribió: «Se dice que al final de nuestro conocimiento, Dios es conocido como lo Desconocido, porque nuestro espíritu ha llegado al extremo de su conocimiento de Dios, cuando por fin se da cuenta de que su esencia está por encima de todo lo que se puede conocer en esto mundo » 14.

En el mismo instante que la razón reconoce su límite, lo fractura y lo supera. Entiende que no puede entender, «ve que no puede ver», decía el Niceno, pero también entiende que un Dios que se entiende no sería más Dios. Es por obra de la razón que se produce este reconocimiento, que es, por lo tanto, un acto del todo racional. Esta es, literalmente, una «docta ignorancia» 15.

Por lo tanto, hay que decir todo lo contrario, es decir que pone un límite a la razón y la humilla aquél que no le reconoce esta capacidad de trascenderse. «Hasta ahora –ha escrito Kierkegaard–, se habló siempre así: ‘El decir que no se puede comprender esto o aquello, no satisface la ciencia que se quiere entender’. Este es el error. Se debe decir todo lo contrario: cuando la ciencia humana no quiera reconocer que hay algo que ella no puede entender, o –de modo más preciso–, alguna cosa de la cual ella con claridad puede ‘entender que no puede entender’, entonces todo se trastorna. Por tanto, es una tarea del conocimiento humano entender que hay cosas y cuales son las cosas que ella no puede entender» 16.

Pero, ¿de qué clase de oscuridad se trata? De la nube que, en algún momento, se puso entre los egipcios y los judíos y se dice que era «oscuridad para unos y luminosa para los otros» (cf. Ex. 14, 20). El mundo de la fe es oscuro para los que miran desde el exterior, pero es brillante para los que entran en ella. De un brillo especial, del corazón más que de la mente. En la Noche oscura de san Juan de la Cruz (una variante del tema de la nube del Niceno), el alma declara proceder por su nuevo camino «sin otra luz y guía sino la que en corazón ardía.» Una luz, sin embargo, que guía «más cierto que la luz del mediodía» 17.

La beata Ángela de Foligno, una de las máximas representantes de la visión de Dios en la oscuridad, dice que la Madre de Dios «estaba tan inefablemente unida a la suma y absolutamente inefable Trinidad, que en vida disfrutaba del gozo del cual gozan los santos en el cielo, la alegría de lo incomprensible (gaudium incomprehensibilitatis), porque entienden que no se puede entender» 18. Es un excelente complemento de la doctrina de Gregorio de Nisa sobre la incognoscibilidad de Dios. Nos asegura que, lejos del humillarse y privarse de algo, esta incognoscibilidad se hace para llenar al hombre de entusiasmo y de alegría; nos dice que Dios es infinitamente más grande, más hermoso, más bueno, de lo que seremos capaces de pensar, y que todo esto es para nosotros, para que nuestro gozo sea completo; ¡para que no aflore mínimamente el pensamiento de que podremos aburrirnos por pasar la eternidad junto a él!

Otra idea del Niceno, que es útil para una comparación con la cultura religiosa moderna, es aquella del «sentimiento de una presencia» que él pone al vértice del conocimiento de Dios. La fenomenología religiosa ha revelado, con Rudolph Otto, la existencia de un hecho primario, presente, en diferentes grados de pureza, en todas las culturas y en todas las edades que él llama «sentimiento de lo numinoso», en el sentido de una mezcla de terror y de atracción, que se apodera de repente del ser humano ante la manifestación de lo sobrenatural o de lo suprarracional 19. Si la defensa de la fe, de acuerdo con las últimas directrices de la apologética mencionadas al principio, «se coloca detrás de una pedagogía de la experiencia espiritual, de la cual se reconoce la posibilidad inscrita a priori en cada ser humano», no podemos descuidar el enganche que nos ofrece la moderna fenomenología religiosa.

Por supuesto, la «sensación de una cierta presencia» del Niceno es diferente del sentido confuso de lo numinoso y del estremecimiento de lo sobrenatural, pero las dos cosas tienen algo en común. Uno es el inicio de un camino hacia el descubrimiento del Dios viviente, el otro es el término. El conocimiento de Dios, decía el Niceno, comienza con un paso de las tinieblas a la luz y termina con una transición de la luz a la oscuridad. No se llega al segundo sin pasar por el primero; en otras palabras, es decir, sin haberse limpiado primero del pecado y de las pasiones. «Habría abandonado ya los placeres –dice el libertino–, si yo tuviera la fe. Pero yo respondo, dice Pascal: Tendrías ya la fe si hubieses renunciado a los placeres» 20.

La imagen que, gracias a Gregorio de Nisa, nos acompañó a lo largo de esta meditación, fue aquella de Moisés que asciende al monte Sinaí y entra en la nube. La proximidad de la Pascua nos impulsa a ir más allá de esta imagen, para pasar del símbolo a la realidad. Hay otra montaña donde otro Moisés encontró a Dios mientras se hacía » oscuridad sobre toda la tierra» (Mt. 27,45). En el monte Calvario, el hombre Dios, Jesús de Nazaret, ha unido por siempre el hombre a Dios. Al final de su Itinerario de la mente a Dios, san Buenaventura escribe: «Después de todas estas consideraciones, lo que queda de hacer es que nuestra mente se eleve especulando no solo por encima de este mundo sensible, sino también por encima de sí misma; y en ​​este ascenso Cristo es camino y puerta, Cristo es escala y vía… Aquel que mira atentamente este propiciatorio suspendido en la cruz, con fe, esperanza y caridad, con devoción, admiración, exultación, veneración, alabanza y júbilo, realiza con él la Pascua, es decir, el paso» 21.

¡Que el Señor Jesús nos permita realizar esta hermosa y santa Pascua con él!

Traducción del italiano por José Antonio Varela V.

1 Agostino, De Trinitate XIII,2,5)

2 J.-Y. Lacoste et N. Lossky, “Foi“, in Dictionnaire critique de Théologie, Presses Universitaires de France 1998, p.479).

3 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 16 (PG 36, 477).

4 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, Paris 1892, 433.

5 S. Gregorio Naz., Or. 42, 15 (PG 36, 476).

6 Cf. Gregorio Nisseno, Contra Eunomium 1,42 (PG 45, 464)

7 Agostino, De Trinitate, I, 6, l0; cf. anche IX, 1, 1 («credamus Patrern et Filium et Spiritum Sanctum esse unum Deum»).

8 Cf. Filone Al., De posteritate, 5,15.

9 Gregorio Niss., Omilia XI sobre el Cantar (PG 44, 1000 C-D).

10 Vida de Moises, II,163 (SCh 1bis, p. 210 s.).

11 Omilia XI sobre el Cantar (PG 44, 1001B).

12 Omilia VI sobre el Cantar (PG 44, 893 B-C).

13 B.Pascal, Pensamiemtos 267 Br.

14 Tomas de Aquino, In Boet. Trin. Proem. q.1,a.2, ad 1.

15 Agostino, Epistola 130,28 (PL 33, 505).

16 S. Kierkegaard, Diario VIII A 11.

17 Juan de la Cruz, Noche oscura, str.3-4.

18 Il libro della beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 468.

19 R. Otto, Il Sacro, Feltrinelli, Milano 1966.

20 Pascal, Pensamientos, 240 Br.

21 Bonaventura, Itinerarium mentis in Deum, VII, 1-2 (Opere di S. Bonaventura, V,1, Roma, Città Nuova 1993, p. 564).

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ZENIT Staff

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