ROMA, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a los lectores la habitual columna de liturgia, a cargo del padre Mauro Gagliardi. Esta vez, con un artículo del padre Uwe Michael Lang, especialista en la materia.
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Uwe Michael Lang*
La Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium define la sagrada liturgia como «el ejercicio de la función (munus) sacerdotal de Jesucristo», en el que «la santificación del hombre se expresa mediante signos sensibles y se realiza de un modo propio en cada uno de ellos» (núm. 7). En la vida sacramental de la iglesia, el «tesoro escondido en el campo», del que habla Jesús en la parábola del evangelio (Mt. 13,44), se hace perceptible a los fieles a través de los signos sagrados. Mientras que los elementos esenciales de los sacramentos –la forma y la materia en términos de la teología escolástica–, se distinguen con una humildad y sencillez maravillosa, la liturgia, como acto sagrado, los envuelve en ritos y ceremonias que ilustran y hacen comprender mejor la gran realidad del misterio. Por lo tanto, se da una traducción en elementos sensibles, y por lo tanto más accesibles al conocimiento humano, para que la comunidad cristiana –«sacris actionibus erudita – instruida por las acciones sagradas», como dice una antigua oración del Sacramentario Gregoriano (cf. Missale Romanum 1962, Oración Colecta, Sábado después del primer domingo de la Pasión)–, esté preparada a recibir la gracia divina.
Por el hecho de que la celebración sacramental «está entretejida de signos y símbolos», se expresa «la pedagogía divina de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], n. 1145), ya enunciada de modo elocuente por el Concilio de Trento. Reconociendo que «la naturaleza humana es tal, que no facilmente se aviene a la meditación de las cosas divinas, sin recursos externos», la iglesia «utiliza velas, incienso, vestidos y muchos otros elementos transmitidos por la enseñanza y la tradición apostólica, con los que se destaca la majestuosidad de un Sacrificio tan grande [la Santa Misa]; y las mentes de los fieles son llevadas de estos signos visibles de la religión y la piedad, a la contemplación de las cosas altas, que están ocultas en este Sacrificio» (Concilio de Trento, Sesión XXII, 1562, Doctrina de ss. Missae Sacrificio, c. 5, DS 1746).
En esta realidad que expresa una exigencia antropológica: «Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios» (CIC, n. 1146), los símbolos y signos en la celebración litúrgica pertenecen a aquellos aspectos materiales que no se pueden desatender. El hombre, criatura compuesta de cuerpo y alma, necesita usar también las cosas materiales en la adoración de Dios, por que requiere alcanzar las realidades espirituales a través de signos visibles. La expresión interna del alma, si es auténtica, busca al mismo tiempo una manifestación externa del cuerpo; y a la vez, la vida interior está sostenida por los actos externos, los actos litúrgicos.
Muchos de estos símbolos, al igual que los gestos de la oración (los brazos abiertos, las manos juntas, arrodillarse, ir en procesión, etc.), pertenecen al patrimonio común de la humanidad, como lo demuestran las diversas tradiciones religiosas. «La liturgia de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la creación nueva en Jesucristo» (CIC, n. 1149).
De central importancia son los signos de la Alianza, «símbolos de las grandes acciones de Dios a favor de su pueblo», entre los que se incluyen «la imposición de las manos, los sacrificios, y sobre todo la Pascua. La Iglesia ve en estos signos una prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza» (CIC, n. 1150). El mismo Jesús utiliza estos signos en su ministerio terrenal, y le da un nuevo significado, sobre todo en la institución de la Eucaristía. El Señor Jesús tomó pan, lo partió y lo dio a sus apóstoles, haciendo así un gesto que corresponde a una verdad profunda que la expresa de modo sensible. Los signos sacramentales, que se han desarrollado en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo, continúan esta obra de santificación, y, al mismo tiempo, «prefiguran y anticipan la gloria del cielo» (CIC, n. 1152).
Como la liturgia tiene su propio lenguaje, que se expresa en signos y en símbolos, su comprensión no es meramente intelectual, sino que implica al hombre por completo, incluida la imaginación, la memoria, y de alguna manera los cinco sentidos. Sin embargo, no debemos pasar por alto la importancia de la palabra: la Palabra de Dios proclamada en la celebración sacramental y la palabra de fe que responde a esta. Incluso san Agustín de Hipona señaló que la «causa eficiente» del sacramento –que hace de un elemento material el signo de una realidad espiritual, y le concede a aquel elemento el don de la gracia divina–, es la palabra de bendición pronunciada en nombre de Cristo por el ministro de la iglesia. Como escribe el gran Doctor de la iglesia referido al bautismo: «Elimina la palabra, ¿y qué es el agua, sino agua? Se adosa la palabra al elemento, y se tiene el sacramento (Accedit verbum ad elementum et fit sacramentum)» (In Iohannis evangelium tractatus, 80, 3).
Por último, las palabras y las acciones litúrgicas son inseparables y componen los sacramentos, a través de los cuales el Espíritu Santo realiza «las «maravillas» de Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre realizada por el Hijo amado» (CIC, n . 1155).
*El padre Uwe Michael Lang, CO, es oficial de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y consultor de la oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.