MADRID, domingo 8 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores, en nuestro espacio Foro, la colaboración habitual de monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España. En este caso sobre el final de la Semana Santa: La resurrección de Jesús.
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+ Juan del Río Martín
Toda la Cuaresma ha sido un camino hacia la Pascua. Durante este tiempo, en nuestras parroquias e instituciones católicas se han celebrado cultos extraordinarios, ejercicios espirituales, predicaciones, retiros, convivencias, viacrucis, etc. Todo ello ha ido encaminado al único fin importante: la conversión del corazón que se requiere para participar dignamente en los misterios centrales de nuestra fe, que son la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Repasemos brevemente lo que sucedió en aquella Semana de hace dos mil años, que cambió el rumbo de la historia, y que hoy da sentido a nuestras vidas, siendo lo único que justifica el rico caudal que va desde las expresiones de la religiosidad popular, las de nuestras parroquias y comunidades, como las austeras e íntimas celebraciones de la vida monacal.
Sucedió que hace más de dos mil años, Dios mostró su inmenso amor a la humanidad en la encarnación redentora de su Hijo Jesucristo. Él, siendo el Justo, cargó con nuestras e injusticias para rescatarnos del dominio del “misterio de la iniquidad”, que domina el corazón humano, lo hace infeliz y lo condena a la muerte eterna.
El poder del mal tuvo en la Pasión de Jesús de Nazaret un triple disfraz: cultural, político y religioso. Aunque Él, paso por este mundo “haciendo el bien”. Pese a ello, fue condenado al mayor suplicio de entonces: la muerte en Cruz.
Lo primero que se pudiera pensar es que la muerte de Jesús fue fruto de un mero conflicto religioso. Las autoridades religiosas lo tildaron de blasfemo, ya que se hizo “igual a Dios” y habló de “destruir el templo y edificarlo en tres días” (Mc 14,58-65) Para otro, sería como consecuencia de un problema político, porque se presentó como rey, afirmando que “para eso nació y para eso vino al mundo”(Jn 18,37). Los judíos aprovecharon esta afirmación para presionar a Pilatos: “Si no lo condenas no eres amigo del César” (Jn 19,12). No faltan quienes hablan de que en el fondo se trata de un cuestión cultural porque dio un sentido nuevo a la Ley: “Se dijo desde antiguo… Pero yo os digo…”(Mt 5,21ss.). Así, cambió la ley del talión por el amor a los enemigos (Mt 5,43).
La muchedumbre, que había escuchado sus enseñanzas y había visto tantos signos y milagros, actuó contradictoriamente, como siempre ocurre. Así, al inicio de su Semana decisiva, lo aclamaron en Jerusalén como Mesías-Rey para, días más tarde, a instancia de los poderosos, pedir vociferante su crucifixión. De manera que se pasó del “¡Hosanna al hijo de David!” (Mc 11,9) al “¡Crucifícalo, crucifícalo!” (Jn 19,6).
El círculo de los íntimos no fue menos que la muchedumbre. Sus discípulos y seguidores, miraron para otro lado y «lo abandonaron». Judas, con un beso lo traiciona y cuando recapacita no cree en la misericordia del Maestro y se autodestruye. El principal de ellos, Pedro, «lo negará» (Jn 18,25-27) antes unas mujeres y luego llorara su pecado. El mismo discípulo amado, en principio se escapa, más tarde recapacita y lo encontramos en el Calvario. Tres maneras distintas de reaccionar ante la verdad del pecado cometido
El motivo principal de la Pasión de Cristo es únicamente el amor: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Sólo sencillos de corazón ven a Dios en el Crucificado. Ellos están representados en su Madre, en aquel grupo de mujeres que le acompañaba, en el joven discípulo Juan y algunos seguidores clandestinos como José de Arimatea y Nicodemo. Estos fueron los que tuvieron valor para estar a los pies de la cruz y dar la cara por él ante las autoridades para retirar el cadáver (Jn 19,25-27.38-42). ¡Pero no todo terminó ahí!
De pronto, cuando todo parecía acabado, el crucificado comenzó a ser confesado y reconocido como Kyrios, el Señor ¿Qué sucedió? Pues que, desde entonces, no podemos buscar “entre los muertos al que vive”(Lc 24,5). Con ello, la historia de Jesús no terminó, sino que perdura en la vida de su Iglesia. La multitud de aquella primera Semana Santa se multiplicó, y hoy pasa de los mil millones de hombres y mujeres que confiesan que Jesucristo es nuestro Salvador.