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Dentro de unos días, el 31 de mayo, celebraremos una fiesta mariana: la Visitación. Pentecostés no es evidentemente una fiesta mariana. Pero desde el día de la Ascensión, los apóstoles está en retiro, en el Cenáculo, a la espera del Espíritu Santo. Y María estaba con ellos.
La venida del Espíritu Santo nos es relatada por san Lucas, en los Hechos de los Apóstoles. San Lucas es el gran evangelista mariano: el de la Anunciación, de la Visitación, de Navidad, de la Presentación. Por tanto, no es sorprendente que haya querido señalar la presencia de María en el Cenáculo. En la Cruz, Jesús le dio por hijo al «discípulo bien amado», este anónimo que representa a la comunidad de los discípulos. Es pues normal que Ella esté presente entre ellos cuando hacen oración, como Jesús les pidió.
Pero su presencia es discreta. San Lucas la menciona, tras haber dado la lista de los apóstoles: «Todos, con un solo corazón, perseveraban en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús y con sus hermanos». Congtrariamente a las representaciones habituales de Pentecostés, María no está en el centro.
María, la Madre de Dios, está presente en Pentecostés porque se trata de un nacimiento, el nacimiento de la Iglesia, «pueblo de Dios». Durante el Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI proclamó a María «Madre de la Iglesia». Pero ella no lo es de la misma manera en que se convirtió en la Madre de Jesús, el día de la Anunciación. Para fundar su Iglesia, Jesús ha elegido a los apóstoles. San Lucas ha precisado que ellos habían sido elegidos «en el Espíritu Santo» (Hechos 1,2): por esto decimos en el Credo que la Iglesia es «apostólica».
Hay que subrayar también que la presencia de María es señalada por san Lucas en los días que preceden a Pentecostés. Ciertamente no hay ninguna razón para pensar que dejara el Cenáculo antes de que se realizara la promesa del Espíritu Santo. Pero, el día de Pentecostés, quien está en el centro es Pedro. El había tomado la iniciativa de proveer a la sustitución de Judas. Es el quien, hoy, toma la palabra, «de pie con los Once», para anunciar el Evangelio de Cristo resucitado.
Dado que María, ese día, no está en primera fila, Pentecostés es quizá una de las fiestas más auténticamente marianas. Pues todas las fiestas cristianas son, sobre todo, fiestas del Señor. Como el Espíritu Santo, del que Ella es la obra maestra, María nos conduce a Jesús. Ya, en Caná, el Espíritu se había expresado por su boca, cuando decía a los sirvientes: «Haced lo que El os diga».
La fiesta de Pentecostés es una ocasión favorable para descubrir el verdadero sentido del rezo del rosario: con María, aprender a conocer mejor, a amar mejor, a seguir mejor a su Hijo. Incluso en la Coronación de la Virgen, es Cristo, unido al Padre y al Espíritu, el primer actor: «El Señor hizo en mí maravillas».