En esta festividad de la Virgen del Carmen, el santoral incluye, entre otros, la celebración de esta francesa. Una mujer intrépida y valerosa, probada en su fe durante décadas, que tuvo la gracia de contemplar en su intensa y dilatada existencia los frutos de sus desvelos: cerca de cuarenta conventos e iglesias impulsadas por ella. No escatimó esfuerzo alguno, contribuyendo a su construcción, en algunos casos, con sus propias manos. Una imagen de la Piedad venerada en la parroquia de su localidad natal, de la que se prendaron sus ojos infantiles, fue uno de los pilares de su espiritualidad y apostolado.
Julie Françoise Catherine nació el 28 de noviembre de 1756 en Barfleur, Normandía. El bellísimo paraje costero y las riveras del mar cuajadas de pescadores fueron el paisaje que enmarcó una parte de su vida. Era la primogénita de siete hermanos. Sus padres, campesinos con buenos recursos, no pudieron acompañarla mucho tiempo en este mundo; ambos murieron pronto. Seguramente no tuvieron noticia de que a los 9 años, cuando hizo la Primera Comunión, esta hija llamada a dar gloria a Dios, había ofrecido su castidad. Cursó estudios con las benedictinas de Valognes quienes, viendo su piedad y aplicación, junto a otras cualidades y virtudes, se fijaran en ella soñando con una nueva vocación a insertar en sus filas. Julie había tomado la decisión de consagrarse a Dios, pero una vez adquiridos los conocimientos, las dejó. Y a la edad de 18 años abrió en Barfleur una primera escuela de carácter gratuito dirigida a la educación de las niñas sin recursos. No contaba con el estallido de la Revolución francesa que se produjo cinco años más tarde, interfiriendo en el pulso de la sociedad y en sus proyectos.
¡Quién iba a pensar que esta joven tendría tantos arrestos como para encabezar una especie de resistencia a favor de los sacerdotes perseguidos! Pero es lo que sucedió. Actuando con perspicacia se hizo una experta en el modo de socorrer a los clérigos; abrió vías para que pudieran huir a Inglaterra. Milagrosamente se libró de ser capturada. Esta labor clandestina, que hizo de ella una gran líder defensora de la Iglesia oprimida, le permitió obtener el permiso correspondiente para custodiar la Eucaristía en su propio domicilio, y a administrarla incluso a quienes se hallaban en trance de muerte. Que una mujer recibiera esta facultad era algo insólito en la época, y la gente comenzó a denominarla «la virgen sacerdote». Habilitó un espacio debajo de la escalera, a manera de capilla, donde mantenía a buen resguardo la reserva eucarística; un lugar donde los sacerdotes oficiaban la misa. Durante cuatro años puso todo su empeño para que la fe no se malograra. Impartía catequesis a niños y adultos, al tiempo que encabezaba y alentaba a la realización de obras caritativas. En 1798 se comprometió como terciaria franciscana y tomó el nombre de María Magdalena.
Tras algún que otro contratiempo surgido en torno a su labor, se trasladó a Cherbourg para colaborar con un proyecto docente. Contó con el respaldo del sacerdote Abbé Cabart, ya que ambos confluían en similar afán: educar a los jóvenes en la fe y conducirles a Dios. Julie deseaba extender su labor a los pobres. Y en 1805, de común acuerdo, abrieron una escuela que la santa puso bajo el amparo de la Virgen, Madre de Misericordia. Dos años más tarde, el 8 de septiembre de 1807, emitió los votos junto a otras colaboradoras, fundando las Hermanas de las Escuelas Cristianas de la Misericordia con el objetivo de educar a los jóvenes y auxiliar a los pobres. Su espíritu franciscano se traslucía en su generosidad y el ímpetu apostólico enriquecido por su intensa oración. Y su vida ascética se caracterizaba por una severa austeridad. Incluía disciplinas como los cilicios, ayunos estrictos de cuatro días de duración –no se permitía más que una comida diaria–, y por lecho tenía una cruz de madera, por mencionar algunas de las rigurosas penitencias que se impuso. Externamente se añadieron otras mortificaciones como las dificultades que tuvo que afrontar para seguir sosteniendo la fundación. «Obediencia hasta la muerte» era su consigna, fruto de su recogimiento, signo de su caridad.
La comunidad se vio obligada a iniciar una peregrinación por diversas localidades: Octeville L’Avenel, Tamerville, Valognes... Parecía que en ningún lugar podían afincarse. En 1832 adquirió una ruinosa abadía benedictina en Saint-Sauveur-le-Vicomte, y allí se establecieron. Su restauración fue costosísima para la santa y para sus hermanas. Había querido que sus hijas, con ella al frente, se implicaran personalmente en el trabajo; cualquiera que fuera les sería útil. La tareas agrícolas y la costura, entre otros, asumidos por la comunidad les servía para poder seguir haciendo el bien a los necesitados a través de la docencia. Aportaron su buen hacer a la reedificación del edificio. Entonces Julie tenía 76 años, que en esa época, con un índice de vida escuálido, se podía considerar toda una anciana. Nunca se desanimó y luchó lo que hizo falta con tenacidad, confiando en la divina providencia, sin dudar de que la fundación llegaría a buen puerto, aunque hubo momentos en los que le sugirieron disolverla. En el inicio, la obra estuvo orientada a la enseñanza; después, Roma les propuso hacer extensiva su labor al cuidado de los enfermos, y la fundadora acogió con gozo la demanda. Su vida, que había sido agraciada con diversos dones, culminó en el convento de Saint-Sauveur-le-Vicomte el 16 de julio de 1846. Iba camino de 90 años. Pío X la beatificó el 17 de mayo de 1908. Pío XI la canonizó el 24 de mayo de 1925.