«Juan, que estaba en la cárcel, oyó hablar de las obras de Cristo, por lo que envió a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?» Jesús les contestó: «Vayan y cuéntenle a Juan lo que ustedes están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y una Buena Nueva llega a los pobres. ¡Y dichoso quien no se escandalice de mí!»» (Mt. 11, 2-11).
A la pregunta de los discípulos de Juan, Jesús responde que se está verificando en su persona todo lo anunciado por los profetas sobre el Mesías, y que por tanto no hay que esperar a otro: han llegado los tiempos mesiánicos, los tiempos de Cristo el Salvador. No hay otro.
Jesús añade: “Dichoso quien no se escandalice de mí”. Es decir: feliz quien no se sienta decepcionado, o no crea en mí por esperar de mí un reino temporal al estilo de los demás reinos: con palacios, policía, ministros, poder económico, ejército, privilegios…
En todo tiempo hay qiénes se escandalizan de Jesús, y por eso buscan “otros salvadores” que propongan un camino más fácil, sin cruz. Pero sólo Jesús es el único Salvador, el único que puede darnos lo que necesitamos y deseamos: paz, alegría y vida eterna.
Se trata del escándalo de la cruz, del que habla san Pablo: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Co, 1, 23). La cruz abrazada y ofrecida es el único el camino posible hacia la resurrección y la gloria, pues lo eligió el mismo Hijo de Dios. Sería fatal equivocarse de ruta…
Jesús viene a conquistar el reino eterno para él, para cada uno de nosotros y para la humanidad, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección.
Tal vez nos escandalizamos también nosotros, negándonos a acoger y asociar nuestras cruces a la de Cristo, por la propia salvación, la salvación de los nuestros y la del mundo. Pero sólo abrazándola y ofreciéndola nos da paz y felicidad temporal y eterna.
El terror a la cruz y a la muerte se supera mirando la resurrección y el gozo eterno que Jesús nos mereció. Él mismo alivia nuestras cruces con la paz y la esperanza: “Vengan a mí todos los que estàn cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28). “Los padecimientos de este mundo no tienen comparación alguna con la gloria y el gozo eterno que nos espera” (Rm 8, 18).