Por desgracia, la historia continúa ensangrentando sus páginas al cercenar brutalmente la vida de personas inocentes, cuyo único «delito» es profesar la fe, legítima opción canonizada en 1948 por la Declaración Universal de Derechos Humanos (artº. 2), aunque sigue siendo impunemente vulnerada. Los intolerantes, pertrechados en la fuerza de las armas y la cobardía de los improperios, han arrasado los altos ideales y nobles sueños de quienes únicamente hicieron del amor la senda de su acontecer.

En 1936, desde su misión de tornera, la religiosa española Francisca Espejo Martos escuchaba aterrorizada las pésimas noticias que penetraban por las rejas del convento trinitario de Martos, Jaén, su ciudad natal, atentando contra la paz que latía en la comunidad. El terror que le producían los clarines de muerte trazó provisionalmente una escurridiza pirueta sobre su vida al intervenir la priora, quien caritativamente la dispensó de su responsabilidad para ahorrarle sufrimientos, y hallarse a resguardo de los captores en casa de su hermano, por un tiempo. Pero su fin estaba ya trazado y dispuesta para ella la gloria del martirio.

Su biografía había comenzado el 2 de febrero de 1873, día de su nacimiento. Huérfana de madre y responsable de un hermano menor, cuando su padre se desposó nuevamente, se instaló junto a su tía Rosario, priora del convento trinitario, y siguió sus pasos en la vida religiosa. Profesó en 1894 y fue viendo caer las hojas del calendario entregada a la oración y realizando las labores domésticas con espíritu de mansedumbre y sencillez, siendo el paño de lágrimas de los pobres a los que socorría.

Durante años nada hacía presagiar la tormenta que se cernía en el horizonte hasta que las llamas devoraron las iglesias de Nuestra Señora de la Villa y de San Amador la fatídica madrugada del 18 al 19 de julio de 1936. Dos días más tarde el convento de las madres trinitarias estaba en el punto de mira de los perversos sanguinarios que penetraron en el recinto y las dejaron desprovistas de todo, viéndose obligadas a buscar cobijo entre gentes de buen corazón. Junto a su tía, Encarnación siguió realizando en casa de su hermano lo que mejor sabía hacer: orar y trabajar. ¿Ofendían a alguien con este proceder?

Enero de 1937 vino cargado de malos augurios. El día 11, su tía, su cuñada y ella misma fueron apresadas. Su hermano, que les había precedido en este desatino, fue liberado. Entre el importante número de religiosos que estaban marcados de forma ignominiosa por los milicianos para derramar su sangre, algunos fueron liberados en medio de distintas circunstancias; en el caso de su tía Rosario, por motivos de avanzada edad. En el calabozo, Encarnación y otras religiosas compartían temblores y angustia unidas en la oración y alentadas por el ejemplo de los primeros mártires. El 13 de enero las obligaron a subir a una destartalada camioneta conduciéndolas a varios kilómetros distantes de su localidad natal, concretamente a Casillas de Martos.

La bajeza y brutalidad de los asesinos se mostró con toda su crudeza cuando después de fusilar cobardemente frente a una tapia a los numerosos varones que habían capturado, se propusieron violentar a las tres religiosas, una de ellas Encarnación, en el barranco que se hallaba enfrente del cementerio. Ellas se defendieron con uñas y dientes. Y en medio de tan brutal lucha, los viles verdugos, contrariados e impotentes, al no lograr sus propósitos dejaron fluir toda su rabia destrozando el cráneo de la beata con varios culatazos de escopeta; su cuerpo abandonado mostraba huellas estremecedoras de fiereza. Encarnación tenía entonces 64 años. Benedicto XVI la beatificó el 28 de octubre de 2007. Su cuerpo incorrupto se conserva en el monasterio de la Santísima Trinidad de Martos.  

San Antonio María Pucci

«La vida del padre Pucci bien puede calificarse como la labor heroica e impagable de un santo cura de pueblo; dio su vida por todos. Murió después de haber cubierto con su manta a un indigente que yací­a en la calle aterido de frío»