Hoy la Iglesia celebra la conversión de san Pablo apóstol, y entre otros, la vida de este beato.
Es impagable la labor de tantos sacerdotes diocesanos que han nutrido con su oración ante el sagrario (y continúan haciéndolo) la vocación que recibieron encaminada a llevar la fe al corazón de las gentes sencillas, a veces en lugares apartados e inhóspitos, multiplicando el tiempo para atender a varias parroquias y estar presente en los momentos de gozo y de duelo de los fieles. Son albaceas de hermosos sueños y han sido capaces de transitar por las frías veredas de la desidia ajena sin dejarse atrapar por el sentimiento de fracaso. Con su admirable tesón y sacrificio han cosechado numerosos frutos apostólicos a lo largo de los siglos. Manuel, considerado por Pablo VI «santo apóstol de las vocaciones», fue uno de ellos.
Vino al mundo el 1 de abril de 1836 en Tortosa, Tarragona, España. Y creció amando profundamente el sacerdocio en el que veía un campo fecundo de grandes proporciones evangelizadoras. En plena adolescencia ingresó en el seminario, y en 1862 comenzaba a dar rienda a sus anhelos en una modesta población, La Aldea, perteneciente a la demarcación de Tortosa, un destino en el que permaneció un año hasta que tomó posesión de la parroquia de Santiago de esta ciudad en la que había nacido. Combinó su misión pastoral con la atención espiritual a religiosas y la docencia en el Instituto. Entre las obras que emprendió a lo largo de 13 años se hallan tres conventos de clausura para religiosas, un centro juvenil y la fundación de la revista católica dirigida a este colectivo El Congregante, pionera en España. Pero la honda impresión de que podía hacer mucho más le acompañaba y portando este sentimiento en lo más recóndito de su ser, afán que ponía a los pies de Cristo en su oración, un día halló la respuesta.
¡Cuántos seminaristas han malvivido y sufrido carencias de distinto calado para materializar su vocación! En febrero de 1873 Manuel se encontró con un grupo de generosos jóvenes que actuaron en conformidad con el Evangelio despojándose de todo con auténtica fruición para obtener la perla preciosa, fieles al llamamiento de Cristo. El eslabón de este importantísimo hallazgo, de suma trascendencia en su vida, fue el seminarista Ramón Valero, quien informó al beato de la existencia de otros compañeros que se hallaban en su misma situación. Impresiona la grandeza de corazón de este colectivo aspirante al sacerdocio que sobrevivía casi clandestinamente en Tortosa, sin lugar donde guarecerse de forma digna, por haber sido destruido el seminario durante la guerra de 1868, y no tenían más comida que la que obtenían de la caridad ajena o de la que se procuraban en el basurero, ni más luz que una simple vela. Entre tantas necesidades incluían la falta de formadores.
Manuel se puso manos a la obra y en septiembre de ese mismo año ya contaba con un grupo de 24 seminaristas que habían vivido en precarias condiciones y tres años más tarde se había engrosado el número llegando casi al centenar. A este primer centro que denominó «Casa de san José» siguió en 1878 el «Colegio de san José para vocaciones sacerdotales», cuya apertura tuvo lugar en 1879 y en el que se alojaron 300 seminaristas que habían conocido en carne propia la indigencia. A ellos había que sumar otro centenar que tenía acogidos en el palacio de San Rufo.
Pero el horizonte de un apóstol es inmenso, su fe no tiene fronteras, y su oración insistente ante Dios para conocer su voluntad, termina por recibir respuestas. El 29 de enero de 1883, después de oficiar la Santa Misa, tuvo una honda impresión que pocos días más tarde emergió con claridad y dio lugar a la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que se centrarían en la formación de los seminaristas. Desde el primer momento, el espíritu que animó a los sacerdotes que inicialmente se unieron a esta labor era la Reparación al Corazón de Jesús, toda vez que Manuel tenía gran devoción por la Eucaristía que había convertido en el centro de su vida y quehacer apostólico.«Si descendiéramos al fondo, al manantial de los sentimientos de nuestra espiritualidad, tal vez encontraríamos lo que no habíamos reparado ni discurrido: que el origen de nuestro deseo por el bien y promoción de las vocaciones sacerdotales, de que Dios tenga muchos y buenos sacerdotes, ha sido nuestro instintivo amor a Jesús eucarístico», solía decir.
La profunda sensibilidad del beato revertió en los seminaristas que comenzaron a recibir una formación integral extraordinaria. Abarcaba todas las facetas: humana, espiritual, intelectual, pastoral, etc., una manera de proceder que signó la tarea de los Sacerdotes Operarios. Manuel vio con inmensa alegría cómo brotaban las vocaciones y llovían las demandas de prelados de distintas diócesis para contar con la inestimable ayuda de la Hermandad.
Siempre con el sello del amor a Jesús Eucaristía recordaba: «una de las cosas que nos avergonzarían en el cielo, si pudiese haber confusión, sería el pensar que le hemos tenido en la tierra, y no nos absorbió toda la vida, todo nuestro corazón». Y con este espíritu siguió trabajando por el reino de Dios sin desfallecer, con la convicción de que entre sus manos tenían la delicadísima tarea de formar sacerdotes revestidos por la auténtica y genuina entrega evangélica: «la formación de los sacerdotes es lo que podríamos decir ‘la llave de la cosecha’ en todos los campos de la gloria de Dios. Nosotros, más que apóstoles parciales, hemos de ser moldeadores y formadores de apóstoles». Entre sus grandes sueños alimentó la idea de erigir templos de Reparación en todas las diócesis. Uno de los dos construídos, a instancias suyas, fue el de Tortosa, y en él se custodian sus restos. Murió el 25 de enero de 1909. Juan Pablo II lo beatificó el 29 de marzo de 1987.