Celestina, nombre tomado al profesar en la congregación de las Pequeñas Siervas de la Inmaculada Concepción, fue beatificada junto a Natalia Tulasiewicz por Juan Pablo II el 13 de junio de 1999. Fueron las dos únicas mujeres que componían el grupo de 109 mártires. ¡Quién le iba a decir a la religiosa que compartiría ese altísimo honor con su fundador, Edmundo Bojanowski! Pero así lo determinó la divina Providencia que fue conduciéndola desde pequeña al camino de la plena consagración.
Nació en la ciudad polaca de Zabrzeży el 24 de abril de 1913. A los 5 años perdió a su madre y se trasladó al domicilio de unos familiares que cuidaron de ella con verdadera ternura. En este nuevo hogar alumbrado por la fe se impregnó del amor de Dios sintiéndose cada vez más cerca de María, a la que había elegido como Madre en su corazón. Su afecto por Teresa del Niño Jesús iba a tener gran trascendencia espiritual en su vida. A los 16 años dispuesta a ofrendar pobreza, obediencia y castidad, particularmente ésta última hasta la muerte, pidió ser admitida en la congregación de las Pequeñas Siervas. Y en 1930 inició el noviciado en la casa madre. Una de las líneas de este carisma se halla en el entorno rural donde proporcionan educación a los campesinos y a sus hijos a través de escuelas gratuitas y talleres de formación profesional. Al tiempo inculcan los principios de la fe. Así que la beata realizó cursos en Lviv, Poznań y Przemyśl que le permitían ayudar a los demás con el rigor debido, sin descuidar la catequesis.
En 1936 obtuvo la capacitación en jardinería. Iba dejando el poso de su delicadeza con su forma de trato dispensado a los demás, siempre colmado de atenciones. En 1938 fue destinada a Brzozow donde tenían un jardín de infancia. Se puso al frente del mismo. Los niños fueron «sus grandes tesoros». Compartían su corazón junto a los enfermos, otra de sus debilidades. Por su excelente quehacer con ellos fue reconocida y respetada en la ciudad. Era una mujer inteligente, discreta y valerosa. Estaba al tanto de las vicisitudes de la historia y, cómo no, de lo que acontecía en la Iglesia. Le animaba el celo apostólico con ese visible afán de conquistar a las personas para Cristo.
Hallándose en Lviv aconteció un hecho doloroso al que dio una respuesta similar a la ofrecida por Teresa de Lisieux. Supo que un antiguo obispo católico, Władysław Marcin Faron, cuyo apellido coincidía con el suyo aunque no les unía parentesco alguno, había apostatado de la Iglesia. Y ante sus hermanas de comunidad ofreció su vida por la conversión del prelado. De forma taxativa, consciente de las consecuencias de tan magnánimo gesto, confesó que se disponía a morir por él. En 1938 había sido elegida superiora de la comunidad. Y su gran labor fue más que ostensible en el orfanato que dirigía. Durante unos años trató de paliar las graves carencias que trajo consigo el nazismo y de infundir esperanza en los corazones atemorizados de tantos. En 1942 fue delatada a la Gestapo. El propietario del edificio que ocupaban era un activista político que había prestado una de las habitaciones a miembros principales de la organización y la labor que llevaban a cabo quedó al descubierto. Una de las hermanas le aconsejó huir, pero ella pensó en los que no tuvieron posibilidad de escapar y en la repercusión que su desaparición podría tener para el resto de su comunidad. Y se dispuso a materializar la promesa que hizo abrazándose a la cruz. Sin dudarlo, se presentó ante la Gestapo.
Le esperaba un camino de atroces sufrimientos. Desde que se produjo su detención a finales de agosto de 1942 pasó por las prisiones de Jaslo y de Tarnow hasta que el 6 de enero de 1943 fue trasladada a Auschwitz-Birkenau. Condenada a ser menos que un número –el que le tatuaron fue el 27989–, quedó recluida en el bloque 7. La muerte iría llegándole lentamente, aunque el acero del odio que acompañaba a sus hostigadores no logró penetrar en su corazón. El látigo, el barro, el frío, la inanición, nauseabundos roedores e insectos en medio de un inmundo espacio habitado por el terror y la angustia eran compartidos por otros congéneres injustamente atrapados en el lúgubre campo de concentración. Contrajo el tifus, la sarna, y vio como se abría la cicatriz de una antigua intervención dejando al descubierto en la ingle una llaga supurante que no podía cerrarse y que apenas le permitía mantenerse en pie.
Conducida al bloque 24, abandonada en su dolor por los crueles carceleros, afrontó una tuberculosis con hemorragias recurrentes que se unían a la peste, la falta de alimentos y de agua, acentuando su calvario. Los más afectados por las plagas eran los que se hallaban en las literas a ras de tierra, como la suya. Pero ella, en medio de tanto sufrimiento, se esforzaba por animar a los que tenía al lado y agradecía las muestras de solidaridad y bondad que recibía de sus desdichados compañeros. Los que sobrevivieron, impresionados por su conformidad, confianza, mansedumbre, humildad y fortaleza ante tanta calamidad, serían testigos de su causa. Agradecía a Dios poder ofrecerle su infortunio. Consideraba que estaba cumpliendo su voluntad.
Solía rezar el rosario que había realizado con migas de pan, y ofrecía sus oraciones por la conversión de los pecadores, su congregación, su país y los sacerdotes del campamento que eran torturados y llevados al crematorio; se afligía de que no pudieran oficiar la misa. Además, oraba por el artífice de tanta tragedia: Hitler. Lo más importante para ella era recibir la comunión. Un sacerdote que la llevó clandestinamente se la dio el día 8 de diciembre 1943. La consideró su viático. Y movida por una antigua convicción de que no moriría antes de tomarla, al comulgar supo que su fin estaba cerca. Falleció el 9 de abril de 1944. El prelado por el que dio su vida, más tarde se reconcilió con la Iglesia.