Nació el 7 de enero 1844 en Lourdes. Era la primogénita de nueve hermanos; algunos murieron en los primeros años de vida. Con una complexión débil y, por tanto, propensa a las enfermedades, las precarias condiciones en las que vivían en el húmedo sótano de un molino –su padre era molinero– en medio de una extrema pobreza rayana en la miseria no eran las más aptas para alguien tan frágil como ella. Era asmática y contrajo el cólera cuando tenía 10 años. Colaboraba en el cuidado de sus hermanos y trabajaba como pastora por cuenta ajena. Su madre le inculcó el amor a Dios y a María, y solía rezar el rosario todos los días con gran devoción. Hasta los 16 años fue analfabeta porque no tuvo los medios para haber podido estudiar; suplía las carencias con su esfuerzo. El maestro reconocía: «Le cuesta retener de memoria el catecismo, porque no sabe leer; pero pone mucho empeño: es muy atenta y piadosa».

Como las gracias sobrenaturales no están sujetas a parámetros humanos, a sus 14 años la Virgen se había fijado en ella para infundir a la Humanidad la esperanza de la vida eterna mediante la oración y la conversión. Quizá menos mermada intelectual y emocionalmente de lo que la gente pensaba, iba creciendo humana y espiritualmente, forjando la talla espiritual que conmovería a todos por su alegría, bondad e inocencia evangélica. Ese año memorable de 1858 la Madre del cielo señaló a la santa que es en la oración donde radica la auténtica felicidad: «No te prometo hacerte feliz en este mundo, pero sí en el otro». Bernadette conoció el dolor físico tempranamente. Con el ánimo de ofrecerlo humilde y generosamente como rescate de los pecadores, respondiendo a la invitación de María suplicaba su ayuda: «No, no busco alivio, sino solo la fuerza y la paciencia». Con ella esperaba domar los sufrimientos que le provocaron el asma y luego la tuberculosis.

Las apariciones de María, en total 18, se iniciaron el 11 de febrero de ese año en la gruta conocida como Massabielle. Bernadette se hallaba en el entorno buscando leña, acompañada de una hermana y de otra niña, cuando la Virgen se hizo presente. En esa ocasión compartió los rezos con Ella silenciosamente. Fue en la tercera aparición cuando oyó la voz de la «Señora»; así la denominó. El 24 de febrero María insistió en la necesidad de la oración y de la penitencia. En otra ocasión le instó a beber agua en la reseca superficie en la que introdujo sus manos hasta que comenzó a manar el líquido. Igualmente tuvo que ingerir alguna hierba del entorno, todo ello a petición de la Virgen y siempre después de haber rezado el rosario juntas. Algunos testigos que presenciaron estos gestos no ocultaban su escepticismo. El 2 de marzo María rogó que erigieran allí una capilla en su honor y el 25 de ese mes, en la decimosexta aparición, le reveló: «Yo soy la Inmaculada Concepción».

Bernadette había dado cuenta de los hechos al párroco, padre Dominique Peyramale, una persona que guardaba distancia con esta clase de manifestaciones. Cuando la noticia se extendió a otros niveles, la adolescente constató que ni las autoridades civiles ni las eclesiásticas aceptaban su narración. Aquello atrajo multitud de contrariedades a su vida. Por una parte, se ponía en tela de juicio la veracidad de su testimonio. Y, por otra, se sentía acosada por la curiosidad de la gente que, a toda costa, quería obtener de ella remedios para sanar sus enfermedades. Reclamaban esta gracia de forma inoportuna y con procedimientos dudosos –muchas veces le ofrecieron dinero– acrecentando la asfixia que le provocaba el asma.

Aunque comparecer ante la gente que la hostigaba de ese modo le producía íntima angustia y temor, transmitía una serenidad y delicadeza admirables. Heroica fue su paciencia en la entrevista que en 1860 mantuvo con un sacerdote que la trató sin miramiento alguno. Fue escalando los peldaños de la vida eterna a fuerza de purificaciones. Nunca se envaneció de haber sido la dilecta criatura a la que se dirigió la Virgen. Y no estuvo presente en actos multitudinarios como el de la colocación de la primera piedra del santuario que iba a erigirse. Una vez le mostraron la imagen de la Inmaculada, esculpida en mármol de Carrara, para que diese su juicio; trataron de plasmar en ella los rasgos que Bernadette dio. Era un imposible. Al verla, dijo: «Sí, ésta es hermosa... pero no es Ella».

En julio de 1860 se retiró en el instituto de las Hermanas de la Caridad de Nevers. Hubiera ingresado antes, pero su mala salud lo impidió. Fue novicia durante cuatro años a los que siguieron otros dos en calidad de enferma en el hospicio, y en 1864 decidió integrarse plenamente en la comunidad religiosa. Inició el noviciado en 1866; ese año murió su madre. Y la lesión que ella padecía se agravó. Parecía abocada a la muerte, pero en octubre de 1867 se recuperó y pudo efectuar la profesión. Los años de vida conventual tuvieron el sello de la amarga acritud. En lugar de paz y sosiego halló indiferencia, muchos sufrimientos. Actuó como enfermera en el convento hasta que la grave dolencia la recluyó en su lecho.

Discreta, modesta, sencilla, pasó por este mundo alumbrada por la inmensidad de María. Su deceso se produjo el 16 de abril de 1879. Sus últimas palabras fueron: «Yo vi la Virgen. Sí, la vi, la vi ¡Que hermosa era!». Y después de unos momentos de silencio, exclamó emocionada: «Ruega Señora por esta pobre pecadora». Apretando el crucifijo sobre su pecho entregó su alma a Dios. Tenía 35 años. Muchos recordarían las palabras que tantas veces había pronunciado: «María es tan bella que quienes la ven querrían morir para volver a verla». Iba a contemplarla, desde luego, y esta vez ya para siempre. Pío XI la beatificó el 14 de junio de 1925, y la canonizó el 8 de diciembre de 1933. Su cuerpo permanece incorrupto. Su festividad se conmemora en Francia el 18 de febrero; en el resto del mundo su fecha se celebra el 16 de abril.