Vencer la violencia con el 'extremismo' del diálogo

La presidente del Movimiento de los Focolares intervino en la ONU y animó a los presentes a tener el valor de ‘inventar la paz’

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La presidente del Movimiento los Focolares, Maria Voce, intervino este miércoles en las Naciones Unidas durante la sesión matinal del Debate temático de alto nivel sobre la promoción de la tolerancia y la reconciliación en el Palacio de Cristal de Nueva York.

Maria Voce fue invitada a participar junto a otros líderes religiosos para ayudar a identificar estrategias que promuevan sociedades pacíficas e inclusivas, como radical alternativa a las fuerzas que alimentan el extremismo violento. 

La presidente de los Focolares asistió al debate junto al joven italiano Ermanno Perotti para mostrar «el trabajo que el Movimiento de los Focolares realiza en unidad entre las diferentes generaciones, enraizado en el presente y mirando hacia el futuro».

En su intervención, Maria Voce señaló la experiencia «continua y fecunda» que supone el encuentro entre culturas y religiones en el Movimiento de los Focolares. Un diálogo exigente y comprometido, pero que se muestra como un camino válido para obtener una civilización en la que todos se reconozcan libres, iguales y hermanos.

Además, retomó el desafío que ya lanzara Chiara Lubich tras los atentados de 11 de septiembre de 2001 y las intervenciones militares en Afganistán y en Irak. Así, animó a tener el valor de «inventar la paz».

A continuación publicamos el discurso íntegro pronunciado por la presidente de los Focolares:

Quisiera, antes de nada, agradecer a la Organización de las Naciones Unidas y a la Alianza de Civilizaciones por haber querido este Debate y haberme invitado a dar mi contribución. Pero querría agradecerles todavía más por todo lo que han hecho y siguen haciendo diariamente, empleando medios diplomáticos, recursos humanos y cualquier oportunidad que tienen, para favorecer un mundo más fraterno, seguro y pacífico.

Les cuento una historia:

En 1943, en la terrible fase final de la Segunda Guerra Mundial, un grupo de chicas se reúne en la pequeña ciudad de Trento, en la Italia septentrional. En medio de las bombas esas chicas, guiadas por una profesora muy joven, Chiara Lubich, animadas por una renovada comprensión de la radicalidad del amor evangélico, deciden arriesgar la propia vida para aliviar los sufrimientos de los pobres. Un gesto que muchos otros, antes y después de ellas, han hecho y harán (basta pensar en los campos de refugiados en Líbano, Siria, Jordania, Irak, o en periferias degradadas de las grandes ciudades) pero que en todo caso tiene la fuerza y la valía de introducir en el circuito destructivo del conflicto, el empeño por la regeneración del tejido social, cumpliendo – para usar el lenguaje de esta organización – una acción constructora de paz. «Eran tiempos de guerra y todo se derrumbaba» se dirá cada vez que se empiece a narrar la historia de aquellas chicas; pero ellas decidieron romper el círculo vicioso de la violencia, respondiendo con gestos y acciones que en el clima del conflicto habrían podido parecer veleidosas o incluso irrelevantes. ¡No fue así, no es así!

Les cuento este hecho no como un recuerdo de un caso de estudio, no para indicar la ejemplaridad de la dedicación a una causa social, sino para señalar que también hoy estamos en una situación de gravísima disgregación política, institucional, económica, social, que exige respuestas igualmente radicales, capaces de cambiar el paradigma prevaleciente. El conflicto y la violencia parecen, de hecho, dominar amplias áreas del planeta, involucrando a personas inocentes, reos por el sólo hecho de encontrarse en un territorio disputado, pertenecer a una determinada etnia o profesar una determinada religión.  

En el Movimiento de los Focolares, al que tengo el honor de representar, el encuentro entre culturas y religiones (Cristianismo, Islam, Hebraísmo, Budismo, Hinduismo, religiones tradicionales) es una experiencia continua y fecunda, que no se limita a la tolerancia o al simple reconocimiento de la diversidad, que va más allá incluso de la fundamental reconciliación y crea, por así decirlo, una nueva identidad, más amplia, común y compartida. Es un diálogo eficaz, que involucra a personas de las más variadas convicciones, incluso no religiosas, e impulsa a mirar a las necesidades concretas, a responder juntos a los desafíos más difíciles en el campo social, económico, cultural, político, en el empeño por alcanzar una humanidad más unida y más solidaria. Esto sucede en contextos que han sido afectados o están siendo sacudidos aún por gravísimas crisis, como en Argelia, Siria, Irak, Líbano, República Democrática del Congo, Nigeria, Filipinas.

Vemos que hoy no es tiempo para medidas a medias. Si existe un extremismo de la violencia, se responde a éste – aun permaneciendo la necesidad de defenderse y de defender sobre todo a los débiles y a los perseguidos – con igual radicalidad; pero de un modo estructuralmente distinto, es decir ¡con el «extremismo del diálogo»! Un diálogo que requiere el máximo empeño, que es arriesgado, exigente, desafiante, que apunta a cortar las raíces de la incomprensión, del miedo, del resentimiento.

En el ámbito de esta Institución opera la iniciativa de la «Alianza de Civilizaciones», que propone una narración alternativa y constructiva de la interacción global y tiende a subrayar aquello que une a la humanidad en todas sus múltiples expresiones más que aquello que, a primera vista, parecería dividirla. Por lo tanto ¡es un gran mérito hablar de una alianza de civilizaciones!

No obstante, hay que preguntarse si hoy no se puede ir aún más a la raíz de esta nueva perspectiva, apuntando no sólo a una alianza de las civilizaciones, sino a la que podríamos llamar la “civilización de la alianza”; una civilización universal que hace que los pueblos se consideren parte del gran acontecimiento, plural y fascinante, del camino de la humanidad hacia la unidad. Una civilización que hace del diálogo el camino para reconocerse libres, iguales, hermanos.

Entre las muchas organizaciones que están representadas aquí, permítanme recordar también a New Humanity, organización no gubernamental que representa a nuestro Movimiento en esta sede, que promueve y sostiene sus iniciativas y es también partner oficial de la UNESCO.

Frente a una asamblea tan amplia e inclusiva no puedo evitar que me surja una pregunta: ¿la ONU no debería quizás volver a pensar en su propia vocación, a reformular su propia misión fundamental? ¿Qué quiere decir, hoy, ser la organización de las “Naciones Unidas”, si no una institución que trabaja verdaderamente para la unidad de las naciones, en el respeto de sus riquísimas identidades? Ciertamente es fundamental trabajar por el mantenimiento de la seguridad internacional, pero la seguridad, aunque es indispensable, no necesariamente equivale a la paz.

Los conflictos internos e internacionales, las profundas divisiones que registramos a escala mundial, junto a las grandes injusticias locales y planetarias, exigen de hecho una verdadera conversión en los hechos y en las elecciones de la gobernanza mundial, que realice el lema acuñado por Chiara Lubich y lanzado en este lugar en 1997 [1], “amar la patria de los demás como la propia”, hasta la edificación de la fraternidad universal.

No debemos pues ceder terreno a quien intenta presentar muchos de los conflictos en acto como “guerras de religión”. La guerra es, por definición, la irreligión. El militarismo, la hegemonía económica, la intolerancia a todos los niveles son causas de conflicto juntamente a muchos otros
factores sociales y culturales, de los que la religión constituye a menudo sólo un trágico pretexto. Aquello a lo que estamos asistiendo en muchas zonas del planeta, desde Oriente Medio a África, entre la que encontramos la tragedia de centenares de muertos huyendo de la guerra y víctimas del naufragio en el Mediterráneo, tiene muy poco que ver con la religión. Desde cualquier punto de vista, en estos casos se debería hablar no tanto de guerra de religión sino, más concreta, real y prosaicamente, de religión de la guerra.

¿Qué hacer entonces? Chiara Lubich escribía con esperanza y firme convicción después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las intervenciones militares en Afganistán (2001) y en Irak (2003): «¡No nos rindamos! (….) Son muchas las señales, para que de la grave coyuntura internacional pueda emerger finalmente una nueva conciencia de la necesidad de obrar juntos para el bien común, pueblos ricos y menos ricos, sofisticados o menos en sus armamentos, confesionales o no, con el valor de “inventar la paz”. Ha terminado el tiempo de las “guerras santas”. La guerra nunca es santa, y nunca lo ha sido. Dios no la quiere. Sólo la paz es verdaderamente santa, porque Dios mismo es la paz[2]

Y es justo a esta nueva conciencia a la que las religiones pueden y quieren dar una válida contribución: siendo fieles a la inspiración fundamental y a la regla de oro que a todos une. Las religiones quieren ser sí mismas, no un instrumento que utilizan otros poderes, aunque sea con fines muy nobles, no una fórmula estudiada en un despacho para resolver conflictos o crisis, sino un proceso espiritual que se encarna y se vuelve comunidad que comparte y da sentido a las alegrías y sufrimientos del hombre de hoy, encaminando todo a la realización de la única y universal familia humana.

Les agradezco su escucha y espero poder ofrecerles durante la sesión de la tarde algún testimonio concreto.

[1] C. Lubich en el Simposio “Hacia la unidad de las Naciones y la unidad de los pueblos”, Naciones Unidas, 28 de mayo de 1997.

[2] C. Lubich: No alla sconfitta della pace. Città Nuova, 2003, n. 24.

(IDV) (HSM)

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ZENIT Staff

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