Hechos de los Apóstoles 1, 1-11: “Se fue elevando a la vista de sus apóstoles”.
Salmo 46: “Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono”.
Efesios 4, 1-13: “Hasta que alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo”.
San Marcos 16, 15-20: “Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios”.
Durante toda la noche es un ambiente desbordante y tiene de todo pues es “el sabadito alegre”. Después de esa noche loca de sábado, con música ensordecedora, con gritos y pleitos, con risas y canciones, con llantos y desencuentros, en pleno centro de San Cristóbal sin ningún control y sin ningún orden… entre siete y ocho de la mañana, van saliendo los últimos jóvenes aturdidos, embrutecidos por el alcohol, descontrolados por la juerga… Sus pláticas es imposible no escucharlas… Uno de ellos a gritos e insultos exige a punto de tomar el volante: “Pásame el GPS porque no sé dónde madres estoy”. Y con palabras altisonantes continúa exigiendo: “Sin GPS no sé dónde estoy. Estoy bien perdido”. ¡Como si un GPS o un localizador telefónico pudiera decirle dónde se encuentra su vida! Con su ascensión Cristo nos enseña de dónde venimos, dónde estamos, hacia dónde vamos y el camino para lograrlo.
Cuando era pequeño imaginaba la ascensión de Jesús como un irse elevando hasta perderse en medio de las nubes y terminar sentado en las alturas. Poco a poco he ido entendiendo que el cielo no tiene por qué estar arriba, junto a las estrellas, que hay mucho más que materia en ese nuevo mundo y que este “cielo” de Jesús está lejos de los viajes espaciales y más allá de las galaxias. El “cielo” del que nos habla Jesús está más allá del tiempo, de las medidas, de las distancias y de los espacios. El cielo del que nos habla Jesús se resume en un habitar en el amor del Padre y en moradas de amor eterno junto a la Santísima Trinidad. Es el lugar del que venimos y el lugar al que estamos destinados. La forma en que se nos describe la ascensión de Jesús a los cielos tiene la finalidad de dar el reconocimiento y la exaltación a Jesús Resucitado. Se confiesa así la inmortalidad de Cristo y su influencia y poder en la historia humana como Hijo del Hombre. Es confirmar que el mismo Cristo, que se abajó para hacerse uno de nosotros, ahora es reconocido y adorado como Hijo de Dios y que nos invita a participar de esa vida y plenitud. Así también se nos describe el modo cómo nosotros podemos alcanzar nuestro destino.
Pero no pensemos que la ascensión es alejamiento, sino el comienzo de un nuevo modo de presencia del Señor que está vinculada al comienzo de la actividad evangelizadora universal de los discípulos. Ascensión y misión aparecen estrechamente unidas porque el Señor exaltado participa, coopera y trabaja activamente en la nueva evangelización. El triunfo del Señor conlleva el aliento para evangelizar: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura”. Mandamiento que ha de ser entendido no tanto como una consigna que pasa por encima de las situaciones históricas, sino como una fuerza de vida que brota de la comunidad creyente al unirse a su pastor. Evangelizar es llenarse del mismo espíritu de Cristo que humaniza, acompaña, escucha, alienta y da vida. No estamos solos en el camino.
Salimos del Padre para volver al Padre acompañados de Jesús. Ésta es su misión y hoy la comparte a sus discípulos. Esta misión tiene como tarea primera hacer más humana y digna la vida de las personas. Busca transformar las estructuras injustas y opresoras, en servicio y convivencia fraterna. Por eso está muy claro el primer mandato y señal que nos propone Jesús: “arrojar demonios en su nombre”. De la misma forma que lo hizo Jesús, sus discípulos deberán expulsar de su vida y de la vida de la comunidad, los demonios que oprimen el corazón y hacen vivir en la miseria humana. Hoy, al igual que ayer, el anuncio de la buena noticia de que somos hijos de Dios, va acompañado de signos liberadores. Si no hay signos que nos hagan sentir y experimentar realmente el Evangelio, éste pierde su identidad, se desvirtúa y deja de ser noticia. Es imprescindible experimentar en nosotros la liberación para transmitir a otros el anuncio de Jesús. Y demonios hay, y muchos, en nuestro mundo: la corrupción, la venta de personas, la mentira, el engaño, la ambición, la injusticia, el hambre y la extrema pobreza. Son demonios contra los que tendrá que luchar todo cristiano. No nos quedamos durmiendo tranquilamente con estos demonios en la conciencia.
La ascensión de Jesús implica ponernos a meditar y profundizar la grandeza del triunfo del Señor, pero no debe propiciar un encerrarse en uno mismo y crear una relación sólo y exclusivamente con Dios, pues el Señor nos invita siempre a salir. Tenemos el mandato de abrir el corazón y las puertas, de darnos cuenta de todo lo que hay a nuestro alrededor. Salir de nosotros y mirar nuestro mundo como lo miraría Jesús. Encontrar a todos los que claman, gritan y luchan por una nueva forma de vivir y ofrecerles la esperanza que nos ha dado Jesús. Mirarlo y recorrerlo todo, contemplar el mundo con sus silencios y sus gemidos angustiosos, con sus decepciones y sus caídas, con sus anhelos no cumplidos y proponer la Buena Nueva. Ser portadores de Evangelio. Hablar el nuevo lenguaje que hemos aprendido de Jesús. Un lenguaje que vaya más allá del egoísmo y del autoritarismo, un lenguaje que hable de servicio y esperanza. Un lenguaje que hable sobre todo de amor. Entonces no temeremos ni serpientes ni venenos, ni oposiciones ni discriminaciones, porque el Señor Jesús supera todas las barreras y acerca a todos los distantes.
La ascensión del Señor es una nueva presencia de Jesús en medio de nosotros que nos ayuda a encontrar el verdadero sentido de la vida y despierta la esperanza. Nos lanza a una activa construcción del Reino Nuevo pues para participar de la vida divina debemos alcanzar la plenitud de la vida humana, de todo el hombre y de todos los hombres. Es sentir la presencia de Jesús que en medio de nosotros continúa actuando, construyendo y amando. La tierra es el único camino para llegar al cielo ¿Cómo estamos cumpliendo el mandato de Jesús?
Llena, Señor, nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa ascensión de tu Hijo, ya que su triunfo es también nuestra victoria, pues a donde llegó Él, nuestra cabeza, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros, que somos su cuerpo. Amén.