El presidente de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y de la Fundación Universitaria San Pablo CEU, Carlos Romero Caramelo, ha pronunciado este viernes la conferencia de apertura del XVII Congreso Católicos y Vida Pública, un encuentro que en esta edición lleva por lema “Construir la democracia: responsabilidad y bien común”.
En su discurso, Romero ha señalado que “la política en España necesita de los católicos. Nos necesita porque allí donde estemos, estamos llamados a alzar la voz para situar la dignidad de la persona y la cultura de la vida como fundamentos de la democracia”.
Además, ha reclamado “una sociedad civil más robusta y comprometida con el bien común” y una mayor participación de los ciudadanos, y sobre todo de los católicos, en la vida pública no solo “como un derecho” sino como “una responsabilidad moral”.
Publicamos a continuación el texto íntegro de la conferencia titulada “El compromiso político en la vida pública”:
Crisis económica, crisis política, crisis de valores; nos encontramos en uno de los momentos más complicados de los últimos 40 años. Aunque, si volvemos la vista atrás y recordamos los difíciles primeros años de la transición; los duros años de la reconversión industrial de los años 80; o la grave crisis económica y financiera de los años 90 con un aumento brutal del paro, podemos decir que la crisis actual no es la primera y, seguramente, no será la última.
Por otra parte, venimos oyendo desde hace algún tiempo, que la situación política actual, nos está llevando a una segunda transición.
Lo que sí es cierto es que vivimos aún las graves secuelas de esta última crisis. El desempleo es el asunto más importante que define hoy las preocupaciones de la sociedad. Sin lugar a dudas, la crisis ha dejado una huella de dolor y resentimiento. Una frustración alimentada por los escándalos de corrupción, oportunamente canalizada por los movimientos populistas y radicales. Y es, precisamente, en este clima generalizado de escepticismo, cuando los secesionistas –irresponsables e insolidarios– han encontrado su momento más propicio.
Pero no es mi deseo ahora profundizar sobre qué nos ha llevado a esta situación. De una u otra forma, con distintos matices, todos lo sabemos. La pregunta ahora es otra, Sabemos cómo hemos llegado hasta aquí, pero… ¿sabemos cómo queremos salir?, ¿sabemos hacia dónde queremos dirigir esta nave secular que llamamos España?
Sabemos que, frente a políticas simples en las formas e inconsistentes en el fondo, los españoles reclamamos dirigentes íntegros; es decir que sus actitudes sean consecuentes con los principios y las posiciones que defienden: que hagan lo que dijeron que harían en el tiempo que dijeron que lo harían, y en caso contrario que rindan cuentas por ello. Y también que sean solventes, es decir, que tengan la aptitud necesaria para gestionar lo público con el fin de ofrecer soluciones ciertas, claras y responsables a los complejos problemas que nos apremian:
– Soluciones sobre la necesidad, o no, de una reforma constitucional, para dar una respuesta definitiva a los desequilibrios de nuestro actual modelo autonómico; lograr una verdadera solidaridad interterritorial y regular definitivamente los techos competenciales de las autonomías.
– Soluciones que vienen de la mano de verdaderas reformas, como la de la Ley Electoral, la de la Administración Pública –de su eficiencia y de su dimensión–, o la de la Administración de Justicia, tan lenta que no son pocos los que prefieren evitarla antes que acudir a ella.
– Soluciones sobre el modelo económico que, lejos del “ladrillo”, debería centrarse en los servicios de alto valor añadido y en la exportación de productos y bienes de equipo de alto nivel tecnológico.
– Y, por supuesto, soluciones para alcanzar, de una vez por todas, un pacto educativo libre de intereses partidistas.
El Papa Francisco, en su reciente visita a Estados Unidos, dirigió unas palabras a los representantes del pueblo norteamericano. Terminados los saludos iniciales, afirmó: “Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social”. Y más adelante añadió que “la búsqueda constante y exigente del bien común (…) es el principal desvelo de la política”.1
“Responsabilidad y bien común”:
En efecto, la vida pública es responsabilidad de todos los ciudadanos. Vida pública que es todo aquello que se escapa de nuestra intimidad. Vida pública es la Educación, la Economía, los Medios de Comunicación, la Cultura y, por supuesto, la Política. Y su finalidad es la construcción del bien común. Pero, ¿cuál es el alcance de esta responsabilidad? ¿Basta con delegar, cada cuatro años, esa tarea en manos de nuestros políticos? ¿Es esa la única responsabilidad social a la que estamos llamados? ¿Y el bien común…? ¿Acaso puede equipararse con el llamado “interés general”? ¿Y qué hay del papel de los católicos, y del resto de ciudadanos de buena voluntad…? ¿No nos habremos desentendido de la misión o la responsabilidad social que nos recuerda el Papa…? ¿No habremos caído en un cierto escrúpulo hacía todo lo político…?
Los medios de comunicación no hablan de otra cosa. Encendemos la radio, leemos la prensa, ponemos la televisión, nos conectamos a la red y casi todo está relacionado con la política: el paro, la corrupción, la economía, la inmigración,… De hecho, la política, los políticos en general y los partidos ocupan el cuarto puesto entre los problemas que más preocupan a los españoles.
Sin embargo, a pesar de la indudable influencia de la política en la vida cotidiana, muy pocos, católicos incluidos, se atreven a participar activamente en ella y menos aún a través de un partido político. ¿A qué se debe esta aparente contradicción?
En primer lugar, desde distintas posiciones ideológicas, se pretende que los católicos lo sean solo en el ámbito de la vida privada. Una separación imposible de sostener, porque toda acción pública es el resultado, o debe serlo, de las convicciones más íntimas y profundas de la persona, incluidas, por supuesto, las religiosas.2
En segundo lugar, otro factor que aleja a los ciudadanos de la vida pública es la visión de la política como la fuente de los mayores males del mundo actual. Afirmación a la que no le falta algo de razón. No en vano, en la política moderna encontramos una buena parte de las causas que explican la degradación social de nuestro tiempo. La falta de confianza en nuestros dirigentes es una percepción tan generalizada que los partidos políticos, los sindicatos, las entidades financieras, e incluso algunas de nuestras instituciones públicas más importantes, se han visto seriamente cuestionadas en estos últimos años.
Como consecuencia, multitud de ciudadanos, católicos y no católicos, han caído en la desesperanza o se han dejado llevar por la demagogia del populismo y del nacionalismo exacerbado, cuya estrategia siempre ha sido sembrar la duda y el recelo sobre las instituciones democráticas y sobre el régimen nacido de la Constitución del 78.
Una estrategia abonada por la inercia de los partidos políticos tradicionales; que han descuidado su decisivo papel representativo, con el riesgo de convertirse en meras burocracias profesionales incapaces de responder a lo
s nuevos retos a los que se enfrenta la sociedad actual, como la globalización económica y cultural, la rapidez y el modo en el que se está llevando a cabo la integración europea, la creciente inmigración, el declive de las ideologías políticas clásicas, o la visibilidad de los escándalos de corrupción. Razones, entre otras, que explican el desencanto ciudadano con las instituciones públicas y sus representantes y el auge del populismo.3
Y este malestar político general, esta “enfermedad política”, se ha visto además acrecentada por el énfasis que ponen en él los medios de comunicación, lo que acentúa, aún más, la desilusión general de los votantes.4
Pero también es cierto que la actividad política es, entre todas las actividades seculares, una de las más nobles, porque su fin es el que más directamente está encaminado a trabajar por el bien común. Así lo ha considerado siempre el cristianismo a lo largo de la historia, y más recientemente el propio Concilio Vaticano II al exhortar a los católicos para que trabajen “por la inspiración cristiana del orden temporal” 5 para introducir en la misma actividad política valores humanos y evangélicos como la libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada por el bien de todos, la austeridad o la atención preferencial por los más desfavorecidos y vulnerables.
San Juan Pablo II, insistía en esta idea en la Exhortación Apostólica Christifidelis Laicis cuando afirmaba que, “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”, y añadía… Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante y del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican en lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública”.6
Benedicto XVI también ha sido tremendamente explícito cuando se pronunció ante la Semana Social Italiana, en el año 2010: “Renuevo mi llamamiento para que surja una nueva generación de católicos, –declaró– personas renovadas interiormente que se comprometan en la política sin complejos de inferioridad”.7
Cuando pensamos en esta nueva edición del Congreso Católicos y Vida Pública, y después de un exhaustivo debate, del Comité Asesor, los responsables de Movimientos y la propia Comisión Ejecutiva decidimos que el Congreso de este año debía llevar por título éste que ustedes ya conocen: “Construir la democracia: responsabilidad y bien común”. Porque como consecuencia del panorama político y social que padecemos, estábamos obligados a llamar la atención sobre nuestra democracia y sobre su valor para el presente y el futuro de las próximas generaciones. Porque una democracia nunca es una obra terminada, al contrario, está siempre en permanente construcción. Porque custodiarla es responsabilidad de todos y no exclusivamente de los políticos. Y porque el bien común no es la suma de una mayoría de intereses particulares sino “el bien en el que todos participan precisamente por ser miembros de la misma sociedad”.8 “Es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”.9
“De tal forma que, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de violencia”10, en palabras del Papa Francisco en su visita al Parlamento Europeo.
Por ese motivo, los españoles necesitamos cultivar permanentemente el sentimiento no de responsabilidad o sacrificio individual, sino responsabilidad o sacrificio compartido que una sociedad orientada al bien común requiere, y no solo cuando nos vemos obligados a ello, como consecuencia de una grave crisis económica, política o social.
El bien común supone definir y aceptar, de una vez y con claridad, cuáles son las normas fundamentales, implícitas y explícitas, que gobiernan el destino de España. Un debate que, después de casi cuarenta años, todavía no está cerrado.
La brecha de la desigualdad –ricos más ricos y pobres más pobres– es un inquietante desafío que pone en riesgo la construcción del bien común. Ricos y pobres terminan viviendo realidades totalmente distintas, hasta el punto de no compartir el espacio público donde deben cultivarse las virtudes cívicas, como la solidaridad, de la que nace el sentido comunitario de una sociedad democrática, de uno u otro signo. Un sentido comunitario indispensable para configurar una conciencia moral, especialmente hacia los pobres y excluidos.
Necesitamos una sociedad civil más robusta y comprometida con el bien común. Algunos creen que respetar las convicciones morales y religiosas significa ignorarlas, al menos en la esfera pública. Otros pensamos que hace falta una nueva política del bien común basada, precisamente, en el compromiso moral de los ciudadanos con sus representantes.
La democracia es algo más que una fórmula aceptable para organizar la vida pública. La democracia es una opción ética. Por ello, el poder político, aunque no deba identificarse con una determinada confesión religiosa, “no por ello puede menospreciar o silenciar las propuestas morales que las confesiones religiosas realizan para promover una convivencia democrática”.11
La cooperación y la participación en la vida pública no es solo un derecho, es una responsabilidad moral; la responsabilidad de los que queremos hacer que las cosas pasen en lugar de vivir hablando de lo que pasa; ciudadanos libres e iguales que podemos expresar públicamente los principios y valores que nos unen; ciudadanos llamados a salir a la plaza pública para derribar muros y tender puentes entre españoles.
Cooperar y participar supone estar atentos al gobierno de nuestros representantes, para exigirles un plus de ejemplaridad. “No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares”.12 En los sistemas democráticos la confianza es crítica; es el cimiento que sostiene la relación entre el elector y el elegido. De tal forma, que los políticos “ostentan el poder porque los ciudadanos se lo hemos confiado provisionalmente”.13 Y seguiremos confiándoselo si su integridad así nos lo demuestra. Porque las promesas y los discursos, sin el ejemplo, son “papel mojado”. Los programas son importantes y están hechos para ser cumplidos, pero los programas los asumen personas y son las personas, el ejemplo de sus vidas, las que marcan la diferencia.
Si hoy muchos ciudadanos aborrecen la política es, en gran medida, como consecuencia de la falta de ejemplaridad de muchos dirigentes políticos. Más aún, si los políticos tuvieran ese plus de ejemplaridad la sociedad estaría más cohesionada y menos dividida. Porque aquellos que dedican su vida a lo público son –lo quieran o no– la personificación de los valores y los principios que proclaman. Sus debilidades y sus virtudes son imposibles de ocultar en una sociedad abierta y democrática. Y tienen consecuencias sobre los ciudadanos, desmoralizándolos o despertando en ellos lo mejor de sí mismos.
Esta misma apelación a la ejemplaridad de los políticos es idéntica a la que necesitamos llevar a la vida pública: como ciudadanos en cada una de nuestras ocupaciones, como miembros de alguna agrupación o asociación, y en cualquiera de las decisiones que debamos tomar como partícipes o responsables de instituciones públicas.
– Somos ciudadanos con unos deberes y obligaciones políticas, que se suman a nuestros derechos y libertades fundamentales.
– Somos ciudadanos, porque al margen de nuestra profesión, condición social o circunstancias personales, compartimos una dignidad común, una dignidad trascendente, “con unos derechos inalienables, de los cuales no podemos ser privados arbitrariamente por nadie”.14
En esta tarea ciudadana, los católicos estamos llamados a dejar las “sacristías”; es decir, esas zonas de confort que nos impiden salir de nuestras limitaciones y de nuestros miedos, como el miedo a que nos critiquen, el miedo a la difamación y a la calumnia. Las ideologías de ayer, renovadas hoy con la persuasión de los gestos y de las redes sociales, tienen más efecto en la sociedad que aquella sagrada pizca de levadura que introducida en tres medidas de harina basta para que todo quede fermentado. Nosotros somos esa levadura; una porción pequeña comparada con el tamaño de la masa, pero de una enorme potencia transformadora sí, de verdad, estamos en contacto con los anhelos, las aspiraciones y los problemas reales de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
Los católicos, a lo largo de los siglos, hemos “exportado” nuestros principios y valores. Y así debe ser. No puede haber nada mejor. Que otros quieran hacer suyos el espíritu de sacrificio, el compromiso con los más débiles, la honestidad, la vocación de servicio o la solidaridad, es un éxito para la vida pública.
Sin embargo, la política en España, en su más amplio sentido, necesita de los católicos, nos necesita:
– porque somos portadores del mensaje más importante de todos los tiempos. Un mensaje que hacemos visible a través de una inigualable vocación de servicio en todos los ámbitos de la vida pública. Sin lugar a dudas: ¡Nuestra voz es… indispensable! Y porque somos indispensables contribuimos, y seguiremos contribuyendo, en la construcción de nuestra democracia; con responsabilidad y orientados siempre al bien común de España.
– Nos necesita porque hace falta renovar el funcionamiento, las propuestas y las relaciones de los partidos políticos, con la incorporación de nuevos dirigentes procedentes de la sociedad civil, para aparcar el sectarismo e introducir comportamientos mucho más abiertos y cooperadores, donde la voluntad de entendimiento presida la toma de decisiones.
– La política nos necesita porque es esencial fortalecer la sociedad civil y que el poder político esté subordinado al principio de subsidiariedad.
– La política nos necesita porque allí donde estemos, como ciudadanos libres e iguales, con los mismos derechos y deberes que cualquier otro ciudadano, estamos llamados a alzar la voz para situar la dignidad de la persona y la cultura de la vida como fundamentos de la democracia.
Solo la acción política puede llevar a cabo las reformas que precisa el bien común. En último término, la corrupción de las estructuras es fruto de la suma de numerosos egoísmos individuales. Y no basta la virtud aislada de cada uno para abordar la regeneración ética que necesitamos emprender. Es necesaria una acción política concertada entendida como la forma actual de la caridad viva, “que no solo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a las macro-relaciones, (…) sociales, económicas y políticas”.15 Una caridad que no tiene nada que ver con el paternalismo filantrópico o la mera beneficencia. La caridad cristiana va más allá: supera a la justicia y la exige.
Esa misma caridad es la que nos empuja a derribar muros de todo tipo y favorecer la unidad de todos los españoles. “Que nadie construya muros con los sentimientos”, afirmaba el rey Felipe VI, el pasado mes de octubre, y añadía: “Las divisiones nunca hacen grande a un pueblo; solo lo empobrecen y lo aíslan”.16
Hoy, una vez más, se requiere una formación intelectual y moral que ofrezca juicios y principios éticos orientados al bien común de toda la sociedad. Una formación integral que, como nos recuerda el Papa Francisco nos haga “volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llego la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco”.17
El 15 de abril de 1931, al día siguiente de la instauración de la II República en España, el periódico El Debate, obra de la Asociación Católica de Propagandistas, cuyo director, Ángel Herrera Oria, todavía laico, primer Presidente de esta Asociación, consciente del nuevo horizonte político que se habría en España, publicó un editorial en el que, después de acatar el poder constituido afirmaba: “…quisiéramos ver a todos nuestros amigos incorporados a la vida nacional, a la vida política como actores y no como espectadores pasivos”.
Hoy, también nos encontramos ante un nuevo horizonte para España en el que ya no podemos ser meros espectadores. Debemos ser los protagonistas de un modo más participativo de vivir en democracia que deberá contribuir a dignificar la política. “Una política que confía en la razón y que no se escandaliza por la ética”.18 Una política que trabaja por la justicia y que se muestra como una de las formas más visibles de la caridad.
Este es nuestro compromiso político en la vida pública: todos los ciudadanos de buena voluntad, católicos y no católicos, estamos llamados a construir, día a día, una democracia más plena. Dispuestos a superar cualquier forma de egoísmo para trabajar por el bien común de todos los españoles. Así renovaremos la confianza en la política y en sus instituciones para que, una vez más, España sea lo que debe ser: un vehículo para la esperanza, un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.19
A todos aquellos que tienen vocación política el Papa Francisco, apoyándose en la Evangelii Gaudium, les preguntó: “¿… por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes?”.20
Hagámoslo, elevemos nuestra mirada al único capaz de liberar todas nuestras energías. Para que Él nos fortalezca e ilumine nuestra conciencia con la luz de la Verdad.
Muchas gracias y que Dios les bendiga.
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1 Discurso del Papa Francisco en la visita al Congreso de Estados Unidos de América en Washington, D.C. Jueves 24 de septiembre de 2015.
2 Aportación de los cristianos a la vida pública. Monseñor Fernando Sebastián. CEE. 14 de septiembre de 2011
3 Albertazzi y McDonnell (2008:1)
4 Mastropaolo (2005)
5 LG 31b; 36c; AA 2b, 4e, 5, 7de, 19a, 29g, 31d; AG 15g, etc.
6 Christifideles laici 42. Exhortación apostólica postsinodal. De Su Santidad Juan Pablo II sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. 30 de diciembre de 1988.
7 Mensaje a la Semana Social Italiana. Benedicto XVI. 14 de octubre de 2010
8 El bien común. Antonio Argandoña. IESE. Catedra “la Caixa”
de responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo
9 Gaudium et spes, 26
10 Discurso del Papa Francisco al Parlamento Europeo. Estrasburgo, Francia. Martes, 25 de noviembre de 2014
11 Democracia y caridad. Agustín Domingo Moratalla, p. 19
12 Ejemplaridad pública. Javier Gomá
13 Ejemplaridad pública. Javier Gomá
14 Discurso del Papa Francisco al Parlamento Europeo. Estrasburgo, Francia. Martes, 25 de noviembre de 2014
15 Laudato si, 231
16 Palabras de Su Majestad el Rey en la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias 2015
17 Laudato si, 229
18 Democracia y caridad. Agustín Domingo Moratalla, p. 19
19 Art. 1 de la Constitución Española
20 Evangelii Gaudium, 205