“Nuevo Vino, Amor Nuevo”

II Domingo Ordinario

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Isaías 62, 1-5: “Como el esposo se alegra con la esposa”
Salmo 95: “Cantemos la grandeza del Señor”
I Corintios 12, 4-11: “Un solo y el mismo Espíritu distribuye sus dones según su voluntad”
San Juan 2, 1-11: “El primer signo de Jesús, en Caná de Galilea”
 
La imagen que nos propone el Papa Francisco para el Año de la Misericordia ya sea la del Buen Pastor llevando en sus hombros a la oveja perdida, o la del Samaritano cargando al hombre herido y abandonado, ha impactado en todos los ambientes. “¿Por qué yo tengo la imagen de un Dios justiciero, exigente y todopoderoso, y hasta cierto punto vengativo?”, me replica un hombre maduro, recto e intransigente en sus deberes y en los de los demás. “Si presentamos a un Dios demasiado bonachón y hasta complaciente, terminaremos por hacerlo cómplice de nuestras maldades”. ¡Cuánto influye la imagen de Dios que se imprime en nuestros corazones! Pero Dios no es ley, no es intransigencia, no es dureza sino el amor. Y hoy las lecturas inician con una imagen aún más preciosa: nos presenta a Dios como el joven enamorado que reconquista y llena de amor y ternura a su novia a pesar de las infidelidades de ella. Es Isaías quien nos abre el panorama a esta bella imagen y San Juan la hace signo y presencia en las bodas de Caná.
Quizás nos cause un poco asombro descubrir  que el primer milagro de Jesús, según San Juan, no sea una resurrección u otro milagro espectacular que inmediatamente suscite la conversión y el seguimiento de todos los pueblos. Un milagro, en comparación de otros, aparentemente sencillo: convertir el agua en vino en la alegría de una boda. Pero San Juan, que es quien nos lo narra, va mucho más allá: descubrir la novedad del amor de Dios que no se encierra ni en purificaciones, ni en prescripciones, sino en la novedad de un amor infinito. El milagro de Caná encierra una variedad enorme de enseñanzas y cuestionamientos a nuestra vida: la manifestación de Jesús, la incipiente fe de los discípulos que apenas comienzan a conocerlo, la dignidad del matrimonio y  la urgencia de dar nueva vida a la relación de las parejas, el profundo significado de la relación matrimonial, pálida metáfora del amor de Dios por su pueblo.
Sin embargo, la novedad del amor del Padre manifestado en Jesús es la urgencia para ese tiempo y para nuestro tiempo.  Resuenan en mi interior las palabras, dulces pero firmes, que María dirige a su Hijo: “No tienen vino”. Es la preocupación de una madre que busca lo mejor para sus hijos. Este “no tienen vino”, hoy se hace muy actual. Si en ese entonces se corría el riesgo del ridículo y el fracaso de una fiesta,  hoy se corre el riesgo de acabar en un mundo loco y sin sentido destruyendo tanto la naturaleza como la vida fraterna entre los hombres. Sí, hoy tenemos que gritar, junto con María, “No tienen vino”, refiriéndonos a la situación de un mundo agotado, desilusionado, física y emocionalmente. Un mundo que se muere de sed, de vacío y de soledad. Un mundo que lo que lo ahoga la  injusticia y que a cada momento parece desbaratarse, porque no ha descubierto ni experimentado a un Dios amor y que no puede dar amor ni vivir en el amor. Desde esta experiencia de Dios amor el mundo se ve diferente.
Las seis tinajas de piedra, agrietadas y secas, que en el simbolismo de Juan podrían significar el fracaso de un pueblo que olvidando el espíritu se ha quedado solo en prácticas externas, pueden  ser un símbolo muy actual también para nosotros. Al perder el amor destruimos la naturaleza y también destruimos al hombre. Y no podemos seguir adormilados sin pensar que se nos acaba “el vino” para el gran banquete de la humanidad. Esto nos obliga a poner ante nuestros ojos las cuestiones esenciales, ¿cómo no pensar en los millones de personas, especialmente mujeres y niños, que carecen de agua, comida y vivienda? El escándalo del hambre es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para subsanarlo. La destrucción masiva de nuestros bosques y nuestras selvas sacrificadas por la ambición de los poderosos, hacen cada vez más difícil y peligroso nuestro ambiente. La explotación irracional del petróleo y de los recursos naturales en beneficio de unos cuantos,  van dejando una naturaleza estéril y hostil. Todo nos urge a cuestionar nuestros modos de vida y nos recuerda la urgencia de eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial, y corregir los modelos de crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente y un desarrollo humano integral para hoy y sobre todo para el futuro. Este mundo, tan loco y egoísta,  nos hace exclamar junto con María: “No tienen vino”, no tenemos el amor de Dios.
Las guerras no podemos sentirlas ajenas: Siria, Irak, Uganda, muchos de los países de África. Guerras sin sentido, falsamente justificadas por la seguridad  y el bien común, pero sostenidas por oscuros intereses que hacen temblar al mundo entero ¿Dónde estallará el próximo conflicto? Nos falta el amor y el deseo verdadero y sincero de la paz  y por eso le decimos a Jesús, junto con María: “No tienen vino”. Nos hemos olvidado de los hermanos por no descubrir el amor de Dios.
La palabra, pero sobre todo la vida de Jesús, son una respuesta para estos graves problemas. No se conforma con  mirar y compadecerse, se involucra y se adentra en los problemas. No los mira indiferente, desde lejos, se encarna para salvar al hombre, es la encarnación del amor divino. Pero tampoco lo hace con soluciones fáciles, exige que cada quien aporte lo mucho o lo poco que tiene, que cada quien comparta desde su pobreza. No propone remiendos, quiere cambiar las estructuras, que eso es lo que significaban las tinajas vacías.
Aquellos servidores aportaron todo lo que tenían: agua. Pero esa agua se transformó en vino, símbolo de vida, paz y alegría. Es lo que no pide Jesús. No podemos, aparentemente, cambiar los graves problemas del mundo, pero debemos aportar desde nuestra pequeñez. Nada está excluido en la construcción del Reino.  Hay que llenar de amor cada momento de la vida como lo hace Jesús, como lo hace María, como lo hacen los servidores del relato. Y ese el sentido de este tiempo ordinario: llenar plenamente cada momento de nuestro tiempo de vida, de servicio, de justicia y de alegría. Que el Reino de Dios se construye de desde lo pequeño, desde el vaso de agua, desde la moneda insignificante, desde la entrega plena de cada uno de nosotros. Que ya el Señor Jesús se encargará de transformar en vino generoso nuestra pobre e insípida agua.
 
Mamá María, mira nuestro mundo y sus grandes problemas. Mira cómo se queda seco y vacío. Ayúdanos a clamar con fuerte voz y a decir que nos falta el vino del amor, del servicio y de la comprensión. Pero también recuérdanos que es nuestro compromiso y misión construir un mundo más fraterno. Sigue insistiéndonos: “Hagan todo lo que Él les diga”. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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