El buen samaritano © Cathopic/Angie Mendoza

Monseñor Enrique Díaz Díaz : «A la orilla del camino»

XV Domingo Ordinario

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Deuteronomio 30, 10-14: “Mis mandamientos están en tu boca y en tu corazón”

Salmo 68: “Escúchame, Señor, porque eres bueno”

Colosenses 1, 15-20: “En Cristo quiso Dios reconciliar todas las cosas”

San Lucas 10, 25-37: “Anda y haz tú lo mismo»

Dejar familia, hijos, casa, milpa, todo, fue una decisión muy difícil. Pero al final la tomó. No podía seguir viviendo en aquella pobreza. Algunos de sus vecinos ahora estaban en una situación mucho mejor, gracias a los dólares ganados en Estados Unidos. Es cierto que algunos no habían regresado y otros ha­bían regresado enfermos o mutilados. Siempre se imaginó los peligros del camino. Escuchó atentamente los consejos de los “viejos” que antes habían realizado la misma aventura. Le hicieron mil recomendaciones y él se juró que no cometería los mismos errores que ellos. Pero ahora allí está: destrozado en su camastro, sin dinero, sin familia, ¡sin piernas!, y sin ganas de retornar a su patria. “Lo que más me duele es que confié en personas que creí que eran buenas, y solamente me robaron y me dejaron tirado. Los que más nos debían proteger son los que más daño me hicieron. No puedo volver a confiar en nadie”, expresa con resentimiento y amargura. Es como en la parábola un “tirado” a la orilla del camino.

Nunca como ahora la parábola de Jesús se hace dolorosamente real. Las primeras personas que encuentra el caminante de la parábola siguen haciendo de las suyas en este momento: Cayó en manos de unos ladrones. A nadie extraña que nuestro vecino o nuestro familiar cuente las penurias de un robo. De tanto suceder, ya parece cotidiano. A todos nos ha sucedido, y a algunos ya les parece natural. Pero precisamente por eso nos debemos cuestionar: ¿por qué el robo, el secuestro, la extorsión, se han hecho tan comunes en nuestro ambiente? Pero no sólo los acontecimientos violentos son los que dejan tiradas a las personas a la orilla del camino: el mismo sistema las despoja y las arroja a lo largo del camino. Así, cada día son más los pobres, más los que no alcanzan el progreso, más los que no tienen suficiente para comer, para curarse, para educarse. Como dice el Papa Francisco “hay muchas personas que se han convertido en desechos”. También en nuestro tiempo hay otro tipo de ladrones que roban las tierras, que roban las vidas y que van dejando solamente despojos humanos a su paso. Y también nosotros debemos revisarnos si no nos hemos convertido en ladrones que perjudican a su hermano.

Pasar indiferente ante el hermano caído es muy frecuente. En una ocasión, ciertas personas me comentaban que es muy poco lo que se puede hacer ante tanta miseria humana y que no vale la pena angustiarse. “Así nos ha tocado la suerte. Hay unos que tienen y otros que no tienen nada”. No, no puedo aceptar que sea voluntad de Dios que unos vivan en la miseria mientras otros viven en la opulencia. Claro que es más fácil hacerse el desentendido y cerrar las cortinas de la casa y del corazón para no contemplar la pobreza. O bien, disfrazar nuestra indiferencia con migajas que lo único que sacian es nuestra conciencia, pero que no nos comprometen en construir un mundo más justo. Así pasaron el sacerdote y el levita, quizá para cuestionarnos si la religión y la ley se hacen cargo serio de las situaciones de injusticia, o si solamente se limitan a sostener un sistema y hacerse de la vista gorda frente a los graves problemas mientras no les afecten en sus intereses.

Siempre me ha llamado la atención un personaje de la parábola que trata de pasar anónimo y quedarse en el olvido: el dueño del mesón. Sí, ese que parece escurrirse entre los culpables y el bondadoso samaritano para que nadie lo note. Así también sucede hoy. Hay quien hace negocio de la necesidad del caído en desgracia. Así como alabamos la solidaridad en los momentos críticos de nuestra Patria, así también tenemos que reconocer que en esos momentos tan dramáticos hay quien, aprovechando la necesidad, trata de llenar su bolsillo a costa de la desgracia de las personas. Bueno, y no solamente en esos eventos extraordinarios. Hay quienes sistemáticamente engañan y medran con la ignorancia de los que menos tienen. Con frecuencia se comenta que, de los programas de ayuda, quienes salen más beneficiados son los intermediarios, y a los pobres sólo llegan las migajas. Hay quienes hacen negocio de la pobreza.

De un modo plástico, Jesús nos responde quién es el prójimo. La respuesta es clara: a quien debemos acercarnos y amar en primer lugar es al caí­do, al herido, al que sufre violencia, al despojado de sus derechos de persona, sin importar su nombre, ni su país, ni su edad, ni su religión. Nosotros decimos: primero los de casa. Jesús, sin negar que debamos hacernos prójimos de los de casa (¡y cuánto lo necesitan!), propone otro modelo: un hombre asaltado, uno cualquiera que, por no tener ni nombre ni patria, personifica a la humanidad. Son, pues, dos cambios revolucionarios para el pueblo de Israel: uno, en el concepto del prójimo, que ellos sólo entendían al de su propio pueblo y al de su propia sangre; otro, en el orden de preferencia.

Este Evangelio es uno de los más hermosos, pero también de los más exigentes. Jesús es el mejor Samaritano, pues se compadece de nuestras heridas y dolencias, nos libera de los enemigos, nos cura, nos lleva en sus hombros, nos unge con aceite y vino, nos cuida y entrega su vida por noso­tros. Es el ejemplo a seguir. Pero también nos propone a varios personajes que fácilmente nos pueden servir de espejo en nuestro modo de ser prójimo: hay quien se aprovecha del hermano, hay quien pasa indiferente, da un rodeo y todavía se justifica. Hay quien hace negocio de la necesidad del otro. Y finalmente hay quien se acerca, se compromete, se hace cargo, analiza la situación y busca las soluciones. Ése es el auténtico amor humano que se conmueve ante la persona maltratada y herida.

¿Con cuál de estos personajes nos identificamos más frecuentemente? ¿Por qué? ¿Qué necesitamos cambiar en nuestra persona, en nuestra sociedad y en nuestro sistema para no dejar prójimos tirados a la orilla de camino, para reconocer a nuestro prójimo y para comprometernos con ellos?

Señor, concede a quienes  nos decimos cristianos imitar fielmente a Cristo en su amor, compromiso y entrega al hermano necesitado, hasta dar la vida por él y construir un mundo mejor. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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