Nuestra Señora de los Dolores

Nuestra Señora de los Dolores (C) Cathopic. Angelo Senchuke, L.C.

Fiesta de Nuestra Señora de los Dolores

María enseña a entender el dolor

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(zenit – 15 sept. 2020)- Un día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la Iglesia celebra la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores. Se trata de una advocación mariana que existe desde los orígenes de la Iglesia Católica, cada vez que los cristianos recordaban los dolores de Jesús, asociados a los de su Madre.

En 1814 fue instituida como festividad por el Papa Pío VII, quien dispuso que se celebre cada 15 de septiembre. D. José Antonio Senovilla, sacerdote de la prelatura del Opus Dei, reflexiona sobre el sentido de esta festividad, ayudando a entenderla y vivirla en el momento actual.

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Cada Misa es un milagro. El mayor milagro. Es un regalo divino siempre nuevo, que nos invita a participar en directo en los acontecimientos más importantes de la Historia: en los que culminaron la tarea de nuestra Redención, el rescate definitivo de la Humanidad, que quedaba así liberada, en virtud de la entrega del Hijo de Dios, de la esclavitud del pecado y del dolor y la muerte.

Por eso, como sacerdote, en mi tarea pastoral siempre aconsejo acudir a Misa con los ojos y los oídos y el corazón bien abiertos, porque nuestro Padre Dios nos va a hacer un regalo, el mejor regalo. Pero hay que estar atentos. Vamos a ver en directo, por encima del tiempo y del espacio, el mayor milagro: la institución de la Eucaristía, en el marco de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, y de su posterior vuelta al Padre. Y estamos ahí invitados.

Aprender de la Virgen

La Misa de hoy nos recuerda una escena que hemos visto en muchas imágenes. Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador, colgado en la Cruz, dando su vida por nosotros. Y junto a Él, de pie, su Madre. Es la escena más desgarradora de la Historia, la injusticia más atroz… y al mismo tiempo, nuestra salvación, nuestra única esperanza. Mirar esa escena una y otra vez nos hace mucho bien. Cada vez entendemos más. Cada vez sacamos de ahí más fuerza y más paz.

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa, fiero
cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.

Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
¿Y quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
Sujeta a tanto dolor?

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo;
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.

¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea;
porque su pasión, y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria. Amén.

Muy pocas veces una Misa nos ofrece una secuencia así: tan profunda, tan directamente al corazón. Hoy, en la fiesta de la Virgen de los Dolores, esta canción nos ayuda a aprender de Ella; y con Ella, a entender el sufrimiento, el dolor; y al entenderlo, poder vencerlo, darle sentido: poder unirnos al dolor de Cristo en la Cruz, y participar con Él en la aventura más grandiosa que nos pudiéramos imaginar: la salvación del mundo, la victoria contra el mal y contra el dolor y la muerte. Estamos todos invitados a participar como coprotagonistas en la más grandiosa epopeya. Y la Virgen nos enseña cómo hacerlo.

Evangelio de hoy

Lo proclama con toda solemnidad el Evangelio de la Misa de hoy: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 25-27). Ahí está María, ahí se nos da por Madre, junto a esa Cruz espantosa. Ella, viendo morir a su Hijo inocente, no grita histérica, no pide cuentas a Dios Padre por la muerte del Hijo, por su propio dolor.

Vivimos en un mundo que se atreve en su soberbia a pedir cuentas a Dios. ¡Qué sería de nosotros si Dios no pusiera límites al mal que nosotros cometemos! En vez de agradecer lo que Dios nos da, cuando algo nos contraría un poco, pedimos cuentas a Dios: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? Y sin embargo, vemos a María ahí, hablando con su silencio a mi corazón tantas veces lleno de rencor, de envidia, de pereza, de impureza, de mentira y de traición.

Allí estaba la Virgen. Y todas sus amigas. De todas las mujeres que el Evangelio nombra como discípulas de Jesús, no falta ninguna. Quizá porque eran amigas de la Virgen, y no estaban dispuestas a dejarla sola… Mucha gente huye del Calvario, pero quien permanece junto a María, permanece fiel.

Mirar a la Virgen al pie de la Cruz. Aprender con Ella a perdonar como Jesús (Lc, 23, 34). Aprender de Ella a amar la voluntad de Dios Padre como Jesús, sabiendo que, si Dios nuestro Padre, que nos quiere con amor infinito, permite nuestro sufrimiento, es por un bien infinitamente mayor: la salvación nuestra y la de muchas almas.

Los Siete Dolores de María

María estaba entrenada en el dolor. Dios así lo permitió para bien de todos nosotros. Lo contemplamos al hacer recuento de sus Siete Dolores. María sufrió el aguijón de la profecía de Simeón en el Templo. María sufrió teniendo que huir a Egipto con su pequeño Hijo, Hijo de Dios. María sufrió al buscar al Niño durante tres días, hasta encontrarle en el Templo. María se unió como nadie al sufrimiento de su Hijo Bendito en su Pasión y en su Camino hacia la Cruz. Y María supo sufrir en estos momentos que contemplamos hoy: la Muerte Redentora del Salvador, y también del Descendimiento dolorosísimo de ese Cuerpo llagado. El dolor de María culminó por fin al Depositar el Cuerpo inerte de Jesús en el Sepulcro Santo, a la espera de la Resurrección.

Hay Cruz. Hay muerte. Pero eso solo es un paso, una Pascua. Después de la Cruz hay Resurrección, después del dolor hay alegría sin fin, después de la muerte hay vida, para siempre, para siempre, para siempre.

Podemos aprender de María a vivir con la fuerza de Dios. San Josemaría, al mirar a la Virgen al pie de la Cruz, nos invita a examinar si nuestra vida es auténticamente cristiana. “María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor –tú y yo– con el Hijo primogénito del Padre”. (Es Cristo que pasa, 149 c).

Vencer el dolor y la muerte

Delante de la Cruz se resuelve mi vida cristiana. ¿Sé querer a los demás como Dios me quiere a mí, como quiere María? ¿Sé perdonar como Jesús en la Cruz, como María? ¿Sé dar al dolor el sentido profundo que tiene? ¿Amo sobre todo la voluntad de mi Padre Dios, sea cual sea, como Jesús, como María? El problema no está en los otros, en el mal que hay fuera de mí. El problema está en el mal que hay escondido en mi corazón. Ahí es donde Cristo quiere vencer para reinar en el mundo: empezando por mi corazón.

La protagonista del documental Converso lo entiende todo al mirar a María. Es una historia viva, actual. Habla de esa contemplación del Evangelio que es el Rosario. Se trata de un ejemplo más, que nos habla de la fuerza de Dios, si sabemos mirar a María y mirar todo como y con María.

Muchas veces no podremos evitar el dolor y la muerte. No podremos evitarlos, pero sí podremos vencerlos. Con la fuerza de Dios. Mirando a María: a esa Madre Dolorosa, nuestra Madre Bendita: ahí está Ella, de pie, junto a la Cruz de su Hijo, hablándonos a cada uno de sus hijos en el fondo de nuestro corazón.

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José Antonio Senovilla

José Antonio Senovilla García nació en Jaén y es licenciado de Derecho por la Universidad de Granada. Inició su ejercicio profesional en Almería, donde trabajó en el ámbito de la empresa y la formación de directivos. Volvió a Granada y, después de unos años dedicados a tareas de formación y dirección, completó sus estudios de Filosofía Eclesiástica con una tesis doctoral sobre la Filiación. Recibió en Roma la ordenación sacerdotal de manos de Monseñor Javier Echevarría y, tras un breve período de prácticas en pastorales en Sevilla, marchó a Rusia para ayudar allí en los comienzos de la labor estable del Opus Dei. Viajó también con frecuencia a Ucrania. Actualmente, de nuevo en Sevilla, colabora en el impulso de los apostolados de la Prelatura en la parte Occidental de Andalucía y Extremadura.

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