Santa Misa de la fiesta de la Presentación del Señor. Foto: Vatican.va

¿Qué mueve el corazón de un consagrado, qué ven sus ojos y qué deben llevar en sus brazos? La impresionante homilía del Papa a religiosos y monjas

La misa del 2 de febrero es “la misa” para la vida consagrada masculina y femenina. Y es también la ocasión anual especial por la que el Papa transmite un mensaje específico a religiosos, monjas y consagrados. Este 2022 no fue la excepción y el resultado fue una impresionante homilía llena de profundidad espiritual.

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 02.01.2022).- A las 17:30 de este miércoles 2 de febrero, el Papa presidió la concelebración eucarística en ocasión de la XXVI Jornada de la Vida Consagrada en la basílica de San Pedro. Cientos de religiosos y religiosas ocuparon los puestos destinados para esta Eucaristía. Al inicio de la celebración, bendijeron las candelas (las velas) y se caminó en procesión corta debido al estado de salud del Papa. En el transcurso de la santa misa tuvo lugar la concesión de la “Comunión Eclesiástica” que el Papa dio a Su Beatitud Raphaël Bedros XXI Minassian, patriarca de Cilicia de los Armenios (iglesia de rito oriental en comunión con Roma que eligió nuevo patriarca y concelebró la misa).

A continuación ofrecemos el texto en español de la homilía con tres encabezados agregados por ZENIT y que responden al título de esta entrada.

***

Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la venida del Mesías. Pero su espera no es pasiva, está llena de movimiento. Sigamos los movimientos de Simeón: primero es movido por el Espíritu, luego ve la salvación en el Niño y finalmente lo acoge en sus brazos (cf. Lc 2,26-28). Detengámonos simplemente en estas tres acciones y dejémonos atravesar por algunas cuestiones que son importantes para nosotros, particularmente para la vida consagrada.

1) “Movido por el Espíritu”: ¿qué nos mueve y por quién nos dejamos mover?

La primera es: ¿qué nos mueve? Simeón va al templo «movido por el Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena: es él quien hace que el corazón de Simeón arda de deseo por Dios, quien reaviva su expectación en su alma, quien empuja sus pasos hacia el templo y hace que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre. Esto es lo que hace el Espíritu Santo: les hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, en las apariencias llamativas, en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y la fragilidad. Pensemos en la cruz: también allí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un drama. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión «movido por el Espíritu» recuerda lo que en espiritualidad se llama «mociones espirituales»: son esas mociones del alma que sentimos en nuestro interior y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen del Espíritu Santo o de otra cosa. Estate atento a las mociones interiores del Espíritu.

Así que nos preguntamos: ¿por quién nos dejamos mover principalmente: por el Espíritu Santo o por el espíritu del mundo? Esta es una cuestión sobre la que todos debemos medirnos, especialmente nosotros, las personas consagradas. Mientras el Espíritu nos lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y la fragilidad de un niño, a veces nos arriesgamos a pensar en nuestra consagración en términos de resultados, de objetivos, de éxito: nos movemos en busca de espacio, de visibilidad, de números: es una tentación. El Espíritu, en cambio, no lo pide. Quiere que cultivemos la fidelidad cotidiana, dóciles a las pequeñas cosas que se nos han confiado. ¡Qué hermosa es la fidelidad de Simeón y Ana! Todos los días van al templo, todos los días esperan y rezan, aunque el tiempo pasa y parece que no pasa nada. Esperan toda su vida, sin desanimarse y sin quejarse, permaneciendo fieles cada día y avivando la llama de la esperanza que el Espíritu ha encendido en sus corazones.

Podemos preguntarnos, hermanos y hermanas: ¿qué mueve nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o lo que sea? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, incluso detrás de la apariencia de buenas obras, puede estar el gusanillo del narcisismo o el afán de protagonismo. En otros casos, aunque hagamos muchas cosas, nuestras comunidades religiosas parecen estar impulsadas más por la repetición mecánica -hacer cosas por costumbre, sólo por hacerlas- que por el entusiasmo de adherirse al Espíritu Santo. A todos nos hará bien, hoy, verificar nuestras motivaciones interiores, discernir nuestros impulsos espirituales, porque la renovación de la vida consagrada pasa, en primer lugar, por aquí.

2) “Mis ojos han visto tu salvación”: ¿qué ven nuestros ojos?

Una segunda pregunta: ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y ora diciendo: «Mis ojos han visto tu salvación» (v. 30). He aquí el gran milagro de la fe: abre los ojos, transforma la mirada, cambia la visión. Como sabemos por tantos encuentros de Jesús en los Evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, disolviendo la dureza de nuestros corazones, curando sus heridas, dándonos ojos nuevos para vernos a nosotros mismos y al mundo. Una nueva mirada sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, no, es sapiencial; una mirada ingenua huye de la realidad o pretende no ver los problemas; en cambio, se trata de unos ojos que saben «ver dentro» y «ver más allá»; que no se detienen en las apariencias, sino que saben entrar incluso en las grietas de la fragilidad y del fracaso para discernir la presencia de Dios.

Los ojos envejecidos de Simeón, aunque cansados por los años, ven al Señor, ven la salvación. ¿Y nosotros? Todo el mundo puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿Qué visión tenemos de la vida consagrada? El mundo a menudo lo ve como un «desperdicio»: «Mira qué buen chico, haciéndose monje», o «qué buena chica, haciéndose monja… Es un desperdicio». Si al menos fuera feo o fea… No, son buenos, es un desperdicio». Eso pensamos. El mundo quizás lo ve como una realidad del pasado, algo inútil. Pero, ¿qué vemos nosotros, la comunidad cristiana, los religiosos y las religiosas? ¿Miramos hacia atrás, nostálgicos de lo que ya no existe, o somos capaces de una mirada de fe hacia delante, proyectada hacia dentro y hacia fuera? Tener la sabiduría de mirar -esto lo da el Espíritu-: mirar bien, medir bien las distancias, comprender las realidades. Me hace mucho bien ver a los ancianos consagrados, que con ojos brillantes siguen sonriendo, dando esperanza a los jóvenes. Pensamos en las veces que nos hemos encontrado con miradas similares y bendecimos a Dios por ello. Son miradas de esperanza, abiertas al futuro. Y tal vez nos haga bien, en estos días, tener un encuentro, visitar a nuestros hermanos religiosos mayores, verlos, hablar, preguntar, escuchar lo que piensan. Creo que será una buena medicina.

Una visión renovada de la vida consagrada

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de darnos signos que nos invitan a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Él quiere que lo hagamos, pero bajo la luz, bajo las mociones del Espíritu Santo. No podemos fingir que no vemos estas señales y seguir como si nada, repitiendo lo mismo de siempre, arrastrándonos por inercia a las formas del pasado, paralizados por el miedo al cambio. Lo he dicho muchas veces: hoy, la tentación de retroceder, por seguridad, por miedo, para conservar la fe, para conservar el carisma fundacional… Es una tentación. La tentación de retroceder y conservar las «tradiciones» con rigidez. Metámonos en la cabeza: la rigidez es una perversión, y debajo de toda rigidez hay graves problemas. Ni Simeón ni Ana eran rígidos, no, eran libres y tenían la alegría de celebrar: él, alabando al Señor y profetizando con valentía a su madre; y ella, como una buena anciana, yendo de un lado a otro diciendo: «¡Mira esto, mira esto!». Hicieron el anuncio con alegría, con los ojos llenos de esperanza. Sin la inercia del pasado, sin la rigidez. Abramos los ojos: a través de las crisis -sí, es cierto, hay crisis-, a través de los números que faltan – «Padre, no hay vocaciones, ahora iremos a esa isla de Indonesia a ver si encontramos algunas»-, a través de la fuerza que falta, el Espíritu nos invita a renovar nuestras vidas y nuestras comunidades. ¿Y cómo lo hacemos? Él nos mostrará el camino. Abrimos nuestros corazones, con valor, sin miedo. Abrimos nuestros corazones. Fijémonos en Simeón y Ana: a pesar de su avanzada edad, no se pasan los días lamentando un pasado que ya no vuelve, sino que abren los brazos al futuro que viene hacia ellos. Hermanos y hermanas, no desperdiciemos el día de hoy mirando al ayer, o soñando con un mañana que nunca llegará, sino pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidamos ojos que puedan ver el bien y discernir los caminos de Dios. El Señor nos los dará si los pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin miedo.

 

3) ¿Qué tenemos en nuestros brazos?

Por último, una tercera pregunta: ¿qué tenemos en nuestros brazos? Simeón acoge a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Es una escena tierna y significativa, única en los Evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, el centro de la fe. A veces corremos el riesgo de perdernos y de perdernos en mil cosas, fijándonos en aspectos secundarios o sumergiéndonos en las cosas que hay que hacer, pero el centro de todo es Cristo, que hay que acoger como el Señor de nuestra vida.

Pedir la gracia del asombro

Cuando Simeón toma a Jesús en sus brazos, sus labios pronuncian palabras de bendición, alabanza y asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿hemos perdido la capacidad de asombro? ¿O todavía tenemos esta capacidad? Examinemos esto, y si alguien no lo encuentra, que pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, ocultas como la del templo, cuando Simeón y Ana se encontraron con Jesús. Si a los consagrados les faltan palabras que bendigan a Dios y a los demás, si falta la alegría, si falta el ímpetu, si la vida fraterna es sólo esfuerzo, si falta el asombro, no es porque seamos víctimas de alguien o de algo, la verdadera razón es que nuestros brazos ya no sostienen a Jesús. Y cuando los brazos de una persona consagrada, de una mujer consagrada no sostienen a Jesús, sostienen el vacío, que tratan de llenar con otras cosas, pero hay un vacío. Agarrar a Jesús con los brazos: este es el signo, este es el camino, esta es la «receta» de la renovación. Por eso, cuando no abrazamos a Jesús, nuestro corazón se cierra en la amargura.

Es triste ver a hombres y mujeres consagrados amargados: se encierran en la queja de cosas que nunca salen bien. Siempre se quejan de algo: del superior, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina… Si no se quejan no viven. Pero debemos adorar a Jesús y pedirle ojos que sepan ver el bien y discernir los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, también acogeremos a los demás con confianza y humildad. Entonces no se enconarán los conflictos, no se dividirán las distancias y se extinguirá la tentación de intimidar y herir la dignidad de alguna hermana o hermano. Abramos los brazos a Cristo y a nuestros hermanos. Ahí está Jesús.

Queridos hermanos, renovemos hoy nuestra consagración con entusiasmo. Preguntémonos qué motivos mueven nuestro corazón y nuestras acciones, cual es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, tomemos a Jesús en nuestros brazos. Aunque experimentemos fatiga y cansancio -esto ocurre: también se producen decepciones-, hagamos como Simeón y Ana, que esperan pacientemente la fidelidad del Señor y no se dejan robar la alegría del encuentro. Vayamos hacia la alegría del encuentro: ¡esto es muy bonito! Volvamos a ponerlo en el centro y avancemos con alegría. Que así sea.

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Redacción Zenit

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