Por: Tommaso Scandroglio
(ZENIT Noticias – La Bussola Quotidiana / 12.03.2022).- Empecemos con un pequeño (o gran, según la perspectiva) caso social: Don Alberto Ravagnani, de Brianza, nacido en 1993, coadjutor de la parroquia de San Michele Arcangelo en Busto Arsizio, en la provincia de Varese. Durante el primer encierro, abrió su propio canal de YouTube y sus propios perfiles en Instagram y Tik Tok para estar cerca de sus chicos. El experimento social no terminó con el encierro sino que continuó, tanto que hoy Don Rava, como lo llaman los medios, tiene más de 138 mil seguidores en Instagram y es igual de popular en Facebook y Twitter. El producto se vende y también los invitados en las principales cadenas de televisión, las entrevistas en los periódicos e incluso un libro para Rizzoli.
Pero no queremos hablar aquí del joven y talentoso don Alberto (ciertamente enamorado de Cristo, pero un poco chirriante en sus entrenamientos). Sólo lo hemos mencionado para intentar esbozar un tema muy complejo: las redes sociales y la evangelización.
La red tiene dos macrosistemas. Podemos definir el primero como un macrosistema pasivo: el usuario utiliza el potencial de la red como si fuera un mega supermercado para encontrar información, datos, comprar, conocer gente, encontrar trabajo, etc.
El segundo macrosistema, que podríamos definir como activo, es el que nos interesa aquí: el usuario crea su propio supermercado pequeño o grande. Fuera de la metáfora nos referimos a las redes sociales: el propio usuario es actor y productor de contenidos a través de Facebook, Instagram, blogs, etc. Entre los miles de aspectos que afectan a la relación entre la «evangelización social», nos gustaría destacar uno que explicamos en forma de pregunta: ¿son las redes sociales herramientas neutrales? La respuesta es negativa.
Todo instrumento inventado por el hombre, pero también presente en la naturaleza, está hecho para un fin (si no, no se llamaría instrumento, sino medio). Pensemos en una silla: está construida de una forma determinada sobre todo para un fin, que es el de sentar a las personas. Su estructura recuerda inmediatamente el propósito para el que se hizo. Esto significa que la estructura de un instrumento incorpora la finalidad, su naturaleza está modelada para ese o esos fines, su «genética» ya está predispuesta para esos fines. Tanto es así que el instrumento puede servir para algunos propósitos -la silla puede servir para sentarse, para decorar la casa, para estar de pie como taburete- pero no para otros: intenta ir a la luna con una silla. De hecho, la expresión «arma impropia» se utiliza cuando un objeto -un pisapapeles, un atizador, una pala- se utiliza para matar, pero ese objeto no estaba destinado a ese fin.
Volvamos a las redes sociales, refiriéndonos sólo a las más conocidas. Estas herramientas han sido diseñadas para determinados fines: socializar, comunicar, informar, criticar, comentar, buscar seguidores, etc. Se podría decir: todos estos propósitos son, en sí mismos, moralmente legítimos. En abstracto, sí, pero no en la práctica. Estas redes sociales han sido desarrolladas pensando en el target juvenil posmoderno, por lo que están modeladas para que la comunicación, la información, etc., fomenten el narcisismo, la diatriba, la confrontación, la información superficial por ser demasiado sintética, la emotividad, la espontaneidad, la irresponsabilidad por el posible anonimato, la competencia, etc. Todo lo que «vende» y vende. Todas las «cosas» que se venden. No sólo eso, sino que estas redes sociales se han construido pensando en qué contenidos serían los más populares: eros/porno, moda y en general el llamado estilo de vida, VIPs y su voyeurismo social, comida, deporte et similia. En definitiva, las redes sociales están diseñadas para satisfacer los impulsos básicos del hombre -los sentidos tienen más atractivo que la razón- y para transmitir ciertos contenidos precisos que, por su naturaleza (el porno) o por la forma en que se presentan (la comida y el deporte son más valiosos que la fe y la caridad), poco o nada tienen que ver con la cultura cristiana. Y aquí llegamos al punto.
Suponiendo que sea cierto que las redes sociales se han configurado con fines inervados por un espíritu fuertemente secular, si no anticristiano, esto significa que la herramienta social no es neutral, sino que ya lleva en sí misma la impronta de estos fines no cristianos: será adecuada para unos fines, no para otros. Por lo tanto, no decimos que sea imposible utilizarlo para la evangelización, pero es ciertamente difícil, y a veces incluso peligroso. Difícil porque es necesario utilizar el instrumento para un fin que no es estrictamente el suyo. Es cierto que puedo utilizar Twitter, FB, Instagram para hacer catequesis, para ilustrar las iniciativas de la parroquia, para relanzar artículos interesantes, pero sabiendo que la herramienta que utilizamos fue diseñada originalmente para otra cosa y por lo tanto es necesario, en cierto modo, hacer violencia para doblegarla a nuestros y nuevos fines. Eso sí, no es ilegal hacerlo y hay ejemplos de éxito. Tampoco es una nueva estrategia católica utilizar el instrumento del adversario para los propios fines. Pensemos, por ejemplo, en los templos paganos transformados en lugares de culto cristiano.
Pero para tener éxito, hay que estar bien equipado en cuanto a las virtudes cardinales y teológicas, en cuanto a la formación personal (de lo contrario, uno se convierte en un megáfono de contenidos heterodoxos), y en cuanto a la técnica, es decir, hay que saber utilizar los medios sociales de manera eficaz, de lo contrario, es mejor renunciar porque se corre el riesgo de hacerle el juego al enemigo. Y aquí tocamos el tema del peligro.
Los influencers más famosos tienen cifras asombrosas en cuanto a seguidores, no sólo por el contenido socialmente atractivo para el populacho -el nuevo bikini colgado en Instagram y lucido por la última y torneada llama del futbolista del Real registrará más likes que las fotos de la restauración de la Catedral de Milán-, sino también porque estos influencers son buenos en el uso de las redes sociales (de hecho, la mayoría de las veces cuentan con la ayuda de verdaderos profesionales del sector). Pero no es sólo una cuestión puramente técnica. Se llega a ser bueno si se piensa de una manera determinada: el tecnicismo no puede separarse de la cultura. Es la cultura la que ha producido esas herramientas y, por lo tanto, sólo los que piensan de acuerdo con ella pueden destacar en su uso.
Pero el problema radica en que la forma de pensar que te lleva a ser bueno en el uso de las redes sociales no es una forma de pensar cristiana. Por eso el vídeo colgado por el Fedez de turno, aunque su contenido sea de una banalidad que roza lo raro, parece infinitamente más agradable y atractivo que el vídeo de un don que intenta ser Fedez en salsa católica (sin referencia directa a Don Alberto). La razón es que sabe cómo utilizarlos. Y sabe utilizarlas porque esa herramienta y las dinámicas que la rigen nacieron internamente en una sopa cultural que es íntimamente suya, y por tanto esa herramienta está arraigada en su forma mentis, es una expresión natural de su manera de vivir y de pensar, pero que no son católicas.
Para el creyente, por tanto, las redes sociales se convierten en una herramienta difícil de manejar y al final pueden desencadenar un efecto boomerang: el don aparecerá como un pobre desgraciado que imita a los grandes socialistas, que los imita. Siempre se convertirá en una mala copia de otro y, por lo tanto, será risible. Precisamente porque las redes sociales no son herramientas neutrales, pues su estructura ya está orientada hacia determinados «valores». Y así puede ocurrir -y ocurre a menudo- que el católico que se enfrenta al no creyente le rete a un combate singular utilizando un arma que conoce muy poco con relación a su oponente porque es éste quien la ha inventado.
Todo esto no quiere decir que debamos abandonar el camino de las redes sociales -un camino imprescindible porque en él encontramos hoy a nuestros hermanos-, sino subrayar que el católico que las utilice tendrá que esforzarse el doble que los que se precien de pertenecer al mundo, tanto porque sus contenidos son repugnantes para los paladares de nuestros contemporáneos como porque su uso supone una especie de adaptación al pensamiento de hoy que es antitético al del Evangelio.
La traducción del texto original publicado en italiano fue realizado por el director editorial de ZENIT.