Miembros del Consejo Superior de la Magistratura. Foto: Vatican Media

El maravilloso discurso del Papa sobre la justicia ante abogados de Italia

El discurso fue pronunciado ante magistrados italianos del Consejo Superior de la Magistratura de la República.

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ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 08.04.2022).- El viernes 8 de abril el Papa recibió en audiencia en el Aula Pablo VI del Vaticano a miembros del Consejo Superior de la Magistratura de la República de Italia. Se trata de un órgano previsto en la Constitución Italiana que tiene como finalidad asegurar la autonomía del ámbito judicial en el país así como el autogobierno de los magistrados que imparten la justicia.

El Papa inicio con un saludo a los presentes evidenciando que “Están llamados a una noble y delicada misión: representáis el órgano que garantiza la autonomía e independencia de los magistrados ordinarios y tenéis la tarea de administrar la jurisdicción. La Constitución italiana os confía una vocación especial, que es a la vez un don y una tarea porque «la justicia se administra en nombre del pueblo» (art. 101)”.

A continuación el Papa mencionó que “El pueblo exige justicia y la justicia necesita verdad, confianza, lealtad y pureza de propósito”. Ofrecemos a continuación el texto del resto del discurso traducido al castellano:

“En el Evangelio de Lucas, capítulo 18, se cuenta que una pobre viuda iba todos los días al juez de su ciudad y le rezaba diciendo: «Hazme justicia» (v. 3). Todavía hoy, escuchar el grito de los que no tienen voz y sufren la injusticia os ayuda a transformar el poder que habéis recibido de la Orden en un servicio a favor de la dignidad de la persona humana y del bien común.

En la tradición, la justicia se define como la voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde. Sin embargo, a lo largo de la historia hay diferentes formas en que la administración de justicia ha establecido «lo que es debido»: según el mérito, según la necesidad, según la capacidad, según la utilidad. Para la tradición bíblica, lo que se debe es reconocer la dignidad humana como sagrada e inviolable.

El arte clásico ha representado a la justicia como una mujer con los ojos vendados que sostiene una balanza con los platillos en equilibrio, expresando así de forma alegórica la igualdad, la justa proporción y la imparcialidad requeridas en el ejercicio de la justicia. Según la Biblia, también es necesario administrar con misericordia. Pero ninguna reforma política de la justicia puede cambiar la vida de los que la administran, si antes no se elige ante la propia conciencia «para quién», «cómo» y «por qué» hacer justicia. Es una decisión de la propia conciencia. Esto es lo que enseñaba Santa Catalina de Siena cuando decía que para reformarse, primero hay que reformarse a sí mismo.

La cuestión de a quién administrar justicia ilumina siempre una relación con ese «tú», ese «rostro», al que se le debe una respuesta: a la persona del delincuente que hay que rehabilitar, a la víctima con su dolor que hay que acompañar, a los que se disputan derechos y obligaciones, al justiciero que hay que responsabilizar y, en general, a todo ciudadano que hay que educar y sensibilizar. Por eso, la cultura de la justicia reparadora es el único antídoto verdadero contra la venganza y el olvido, porque busca la recomposición de los vínculos rotos y permite la recuperación de la tierra manchada por la sangre del hermano (cf. n. 252). Este es el camino que, siguiendo la estela de la doctrina social de la Iglesia, he querido indicar en la Encíclica Fratelli tutti, como condición para la fraternidad y la amistad social.

El acto violento e injusto de Caín no se dirige contra el enemigo o el extranjero: se lleva a cabo contra los de la misma sangre. Caín no puede soportar el amor de Dios Padre por Abel, el hermano con el que comparte su propia vida. ¿Cómo no pensar en nuestra época histórica de globalización generalizada, en la que la humanidad se encuentra cada vez más interconectada y, sin embargo, cada vez más fragmentada en una miríada de soledades existenciales? Esta relación aparentemente contradictoria entre interconexión y fragmentación: ambas cosas a la vez. ¿Por qué? Es nuestra realidad: interconectados y fragmentados. La propuesta de la visión bíblica es, en el centro de su mensaje, la imagen de una identidad fraterna de toda la humanidad, entendida como «familia humana»: una familia en la que reconocerse como hermanos es una obra que hay que trabajar juntos y sin cesar, sabiendo que es en la justicia donde se funda la paz.

Cuando las tensiones y las diferencias crecen, para nutrirnos de las raíces espirituales y antropológicas de la justicia necesitamos dar un paso atrás. Y luego, junto con otros, dar dos pasos adelante.

Así, la cuestión histórica de «cómo» se administra la justicia pasa siempre por las reformas. El Evangelio de Juan, en el capítulo 15, nos enseña a podar las ramas secas, pero sin amputar el árbol de la justicia, para combatir las luchas de poder, el clientelismo, las diversas formas de corrupción, la negligencia y las posiciones injustas de los ingresos. Eres muy consciente de estos problemas y situaciones feas, y a menudo tienes que luchar mucho para no dejar que crezcan.

El «porqué» de administrar, en cambio, nos remite al significado de la virtud de la justicia, que para ti se convierte en una prenda interior: no un vestido que hay que cambiar o un papel que hay que conquistar, sino el sentido mismo de tu identidad personal y social.

Cuando Dios le pregunta al rey Salomón: «¿Qué quieres que haga por ti?», el hijo de David responde: «Dale a tu siervo un corazón manso, para que haga justicia a tu pueblo y distinga el bien del mal» (1 Reyes 3:9). ¡Una hermosa oración! Para la Biblia, «saber hacer justicia» es el objetivo de quien quiere gobernar con sabiduría, mientras que el discernimiento es la condición para distinguir el bien del mal.

La tradición filosófica ha señalado la justicia como la virtud cardinal por excelencia, a cuya realización contribuye la prudencia, cuando los principios generales deben aplicarse a las situaciones concretas, junto con la fortaleza y la templanza, que perfeccionan su realización. El relato bíblico no revela una idea abstracta de la justicia, sino una experiencia concreta de un hombre «justo». El juicio de Jesús es emblemático: el pueblo exige condenar al justo y liberar al malvado. Pilato pregunta: «¿Pero qué ha hecho de mal este hombre?», pero luego se lava las manos. Cuando las grandes potencias se alían para su autoconservación, los justos pagan por todo.

La credibilidad del testimonio, el amor a la justicia, la autoridad, la independencia de otros poderes constituidos y un leal pluralismo de posiciones son los antídotos para evitar que prevalezcan las influencias políticas, las ineficacias y las deshonestidades varias. Gobernar el Poder Judicial de acuerdo con la virtud significa volver a ser el guardián y la alta síntesis del ejercicio al que habéis sido llamados.

Que el beato Rosario Livatino, el primer magistrado beatificado en la historia de la Iglesia, sea una ayuda y un consuelo para vosotros. En la dialéctica entre el rigor y la coherencia, por un lado, y la humanidad, por otro, Livatino había esbozado su idea de servicio en la Magistratura, pensando en mujeres y hombres capaces de caminar con la historia y en la sociedad, dentro de la cual no sólo los jueces, sino todos los agentes del pacto social están llamados a realizar su trabajo según la justicia. Cuando muramos», dijo Livatino, «nadie vendrá a preguntarnos lo creíbles que éramos”. Livatino fue asesinado cuando sólo tenía treinta y ocho años, dejándonos la fuerza de su testimonio creíble, pero también la claridad de una idea de la Magistratura a la que debemos aspirar.

La justicia debe acompañar siempre la búsqueda de la paz, que presupone la verdad y la libertad. Que el sentido de la justicia alimentado por la solidaridad con los que son víctimas de la injusticia, y alimentado por el deseo de ver realizarse un reino de justicia y de paz, no se apague en vosotros, distinguidas Damas y Caballeros.

Que el Señor os bendiga a todos, a vuestro trabajo y a vuestras familias. Gracias.

Traducción del original en lengua italiana realizado por el P. Jorge Enrique Mújica, LC

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Redacción Zenit

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