Superiores Mayores de Congregaciones Masculinas. Foto: Vatican Media

Paz, sinodalidad y ejercicio de la autoridad: los tres temas del Papa a superiores de congregaciones masculinas

Discurso del Papa Francisco a los participantes en la Asamblea Plenaria de los Superiores Mayores de Congregaciones Masculinas.

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 27.11.2022).- La última semana de noviembre, del 23 al 25 de noviembre, tuvo lugar en Roma la 98 Asamblea de la Unión de Superiores Mayores de congregaciones y órdenes masculinas. La asamblea giró en torno al tema “Hermanos todos: llamados a ser artesanos de paz”. El sábado 26 el Papa les recibió en audiencia en la sala nueva del sínodo, a un lado del Aula Pablo VI.

***

Me alegra acogeros a todos, miembros de la Unión de Superiores Generales, con el Arzobispo Secretario del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica. Agradezco al Padre Arturo Sosa sus amables palabras.

En vuestra Asamblea, sobre la base de la Encíclica «Hermanos Todos», abordasteis el tema «Llamados a ser artesanos de la paz». Es una llamada urgente que nos concierne a todos, especialmente a los consagrados: ser artesanos de la paz, de esa paz que el Señor nos ha dado y que nos hace sentir a todos como hermanos: «Os dejo la paz, os doy mi paz». No como el mundo lo da, yo os lo doy» (Jn 14,27).

¿Qué es la paz que nos da Jesús y en qué se diferencia de la que da el mundo? En estos tiempos, cuando oímos la palabra «paz», pensamos sobre todo en una situación de no guerra o de fin de guerra, en un estado de tranquilidad y bienestar. Esto -lo sabemos- no se corresponde plenamente con el significado de la palabra hebrea shalom, que, en el contexto bíblico, tiene un significado más rico.

La paz de Jesús es ante todo su don, fruto de la caridad, nunca es una conquista del hombre; y, a partir de este don, es el conjunto armónico de las relaciones con Dios, con uno mismo, con los demás y con la creación. La paz es también la experiencia de la misericordia, el perdón y la benevolencia de Dios, que nos hace capaces a su vez de ejercer la misericordia, el perdón, rechazando toda forma de violencia y opresión. Por eso, la paz de Dios como don es inseparable de ser constructores y testigos de la paz; como dice «Fratelli tutti», «artesanos de la paz preparados para iniciar procesos de sanación y de encuentro renovado con ingenio y audacia» (nº 225).

Como nos recuerda San Pablo, Jesús derribó el muro de enemistad entre los hombres, reconciliándolos con Dios (cf. Ef 2,14-16). Esta reconciliación define las modalidades de ser «artífices de la paz» (Mt 5,9), porque ésta –como dijimos– no es simplemente la ausencia de guerra o incluso el equilibrio entre fuerzas opuestas (cf. Gaudium et spes, 78). Por el contrario, se fundamenta en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y requiere un orden al que contribuyen inseparablemente la justicia, la misericordia y la verdad (cf. Hermanos Todos, 227).

«Hacer la paz» es, por tanto, un oficio, que hay que hacer con pasión, paciencia, experiencia, tenacidad, porque es un proceso que se prolonga en el tiempo (cf. ibíd., 226). La paz no es un producto industrial, sino un oficio. No se consigue mecánicamente, necesita la hábil intervención del hombre. No se construye en serie, sólo con el desarrollo tecnológico, sino que requiere el desarrollo humano. Por eso los procesos de paz no pueden delegarse en los diplomáticos o en los militares: la paz es responsabilidad de todos y cada uno.

«Bienaventurados los pacificadores» (Mt 5,9). Dichosos los consagrados si nos comprometemos a sembrar la paz con nuestras acciones cotidianas, con actitudes y gestos de servicio, de fraternidad, de diálogo, de misericordia; y si en la oración invocamos incesantemente de Jesucristo «nuestra paz» (Ef 2,14) el don de la paz. Así, la vida consagrada puede convertirse en profecía de este don, si las personas consagradas aprenden a ser artesanos del mismo, empezando por sus propias comunidades, construyendo puentes y no muros dentro y fuera de la comunidad. Cuando todos contribuyen cumpliendo su deber con caridad, hay paz en la comunidad. El mundo también nos necesita a los consagrados como artesanos de la paz.

Esta reflexión sobre la paz, hermanos, me lleva a considerar otro aspecto característico de la vida consagrada: la sinodalidad, ese proceso en el que todos estamos llamados a entrar como miembros del pueblo santo de Dios. Como personas consagradas, pues, estamos especialmente llamados a participar en él, ya que la vida consagrada es sinodal por su propia naturaleza. También tiene muchas estructuras que pueden favorecer la sinodalidad: pienso en los capítulos –general, provincial o regional, y local–, las visitas fraternas y canónicas, las asambleas, las comisiones y otras estructuras propias de cada instituto.

Agradezco a quienes han ofrecido y ofrecen su contribución a este viaje, en los distintos niveles y ámbitos de participación. Gracias por hacer oír vuestra voz como personas consagradas. Pero, como bien sabemos, no basta con tener estructuras sinodales: es necesario «revisitarlas», preguntándonos en primer lugar: ¿cómo se preparan y utilizan estas estructuras?

En este contexto, la forma de ejercer el servicio de la autoridad también debe ser vista y quizás revisada. De hecho, hay que estar alerta ante el peligro de que degenere en formas autoritarias, a veces despóticas, con abusos de conciencia o espirituales que también son terreno abonado para los abusos sexuales, porque ya no se respetan las personas y sus derechos. Y además, se corre el riesgo de que la autoridad se ejerza como un privilegio, para quien la ostenta o para quien la apoya, por tanto también como una forma de complicidad entre las partes, para que cada uno haga lo que quiera, fomentando así, paradójicamente, una especie de anarquía, que tanto daño hace a la comunidad.

Espero que el servicio de la autoridad se ejerza siempre con estilo sinodal, respetando el derecho propio y las mediaciones que éste prevé, para evitar el autoritarismo, los privilegios y el «dejar hacer»; favoreciendo un clima de escucha, de respeto a los demás, de diálogo, de participación y de compartir. Las personas consagradas, con su testimonio, pueden aportar mucho a la Iglesia en este proceso de sinodalidad que estamos viviendo. Siempre que seáis los primeros en vivirlo: caminar juntos, escuchar al otro, valorar la variedad de dones, ser comunidades acogedoras.

En esta perspectiva, las vías de evaluación de la idoneidad y la aptitud también forman parte de ella, para que la renovación generacional en la dirección de los institutos pueda producirse de la mejor manera posible. Sin improvisación. De hecho, la comprensión de los problemas actuales, que a menudo son inéditos y complejos, requiere una formación adecuada, pues de lo contrario no se sabe hacia dónde ir y se «navega a la vista». Además, una reorganización o reconfiguración del instituto debe hacerse siempre con vistas a salvaguardar la comunión, para no reducirlo todo a fusiones de circunscripciones, que entonces pueden no ser fácilmente manejables o causar conflictos. En este sentido, es importante que los superiores estén atentos para evitar que cualquier persona no esté bien ocupada, porque esto no sólo perjudica a los sujetos, sino que genera tensiones en la comunidad.

Queridos hermanos y hermanas, ¡gracias por este encuentro! Os deseo que continuéis vuestro servicio con serenidad y fecundidad, y que seáis artesanos de la paz. Que la Virgen te acompañe. Os bendigo a todos de corazón. Y les pido que por favor recen por mí.

Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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