(ZENIT Noticias / Ciudad de México, 16.04.2023).- Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, a las mujeres indígenas, entregadas a la caridad pública como las recoletas, constructoras de internados para estudiantes jovencitas, creadoras de cultura femenina novohispana, desarrollo de la música, la costura, el bordado y… la cocina. América se enriqueció culturalmente con las monjas.
Son conocidas las obras de religiosas escritoras que destacaron, sea la mexicana Francisca de los Ángeles, la también mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, la peruana Úrsula Suárez o la argentina Ángela Carranza. Pero la aportación cultural de las monjas fue mayor.
La imagen actual sobre la vida femenina entre los siglos XVI y XIX se polariza en la comparación de las libertades actuales de las mujeres con las restricciones de aquellos siglos, olvidando que la fuerza de la mujer no está en su desempeño público, sino en el liderazgo que también puede darse en los varones dentro del hogar o en la vida social. El «poder de la alcoba» siempre ha influido en la sociedad, aunque se mueve en la privacidad.
El legado de las religiosas, con los conocimientos y consejos dados a quienes descubrían su prudencia e intuición, no aparece en los relatos históricos, pero tuvo gran peso en la marcha de la historia. Si pasamos al mundo de los sabores y de la nutrición, su papel fue decisivo en la vida cotidiana y en la salud de las clases comunes o de los grandes héroes. Las manos de las monjas están detrás de la cultura culinaria de entonces y de hoy.
Muchas religiosas fundaron conventos en grandes virreinatos como México, Perú o en Brasil. El mestizaje de dos mundos produjo un florecimiento cultural manifiesto en el arte colonial, en el desarrollo comercial que propició el intercambio de nuevas plantas y de ganado a Europa y América, desde el tomate al cacao, y la aparición de gustos culinarios sorprendentes. Las monjas derramaron platillos con ingredientes nuevos y patentaron técnicas de la cocina europea y de la heredada del mundo indígena.
Las cocinas coloniales de América mezclaron los menús mexicanos, peruanos o guaraníes con las recetas españolas, árabe, judía, africana y asiática, mestizando en la mesa a la oveja o al puerco llegados de Europa, con la caña de azúcar mesopotámica, el ajonjolí de la India, la papa andina y el cacao centroamericano. Pero ¿quién protagonizó esta alquimia sabrosa y nutritiva? Las monjas.
La cocina es una manifestación cultural, por cuanto expresa una experiencia, del paladar para este caso, en sensaciones que transmiten un sentimiento, sea el amor o el servicio al servir el plato. Las religiosas crearon el mole, salsa que une ajo, chile picante, cacao, caldo de pollo y hasta diez ingredientes más según cada receta, considerado muy barroco, como todo lo mexicano. Pero su aparición en la cocina vino de variados experimentos, surgidos de las mentes conventuales.
Las monjas integraron los ingredientes y las técnicas que desembocaron en los moles, los pipianes, el chile, el trigo, la canela, el arroz, la calabaza, la nuez. Esta gran ola cultural vino de los conventos. Quienes profesaban voto de caridad en la dedicación a los pobres y enfermos, con recursos insuficientes para sostener el convento y ayudar a los demás, cocinaban y vendían alimentos para subsistir y servir a la comunidad.
¿Disfrutaban de sus platillos? Sin duda. Pero el puesto de cocinera no era el más deseado en el convento: demandaba mucho trabajo y exigía contentar paladares sin error y con puntualidad. Son innumerables las recetas que hoy degustamos diseñadas por las religiosas de los conventos, cuyos nombres ignoramos, expresión de la riqueza humana y espiritual que ellas profesaron para dedicar su vida a los demás.