Por: George Weiwel
(ZENIT Noticias – First Things / Denver, 01.06.2023).- Pocos días después del nombramiento del cardenal Matteo Zuppi como jefe de una «misión de paz» del Vaticano para «ayudar a aliviar las tensiones en el conflicto de Ucrania» (en palabras de Vatican News), apareció una imagen sorprendente en la página A1 del Washington Post. Esa imagen gráfica ilustraba la ingente tarea a la que se enfrentan el cardenal Zuppi y la Secretaría de Estado vaticana. Se trataba de una foto de satélite de Bajmut, una ciudad del este de Ucrania sometida a un implacable asalto ruso durante meses, y mostraba una devastación urbana comparable a la de Berlín en abril de 1945.
Añádase a esto el secuestro ruso de niños ucranianos, las violaciones, asesinatos y otros crímenes de guerra cometidos por las tropas rusas, y los continuos e indiscriminados ataques rusos con misiles y aviones no tripulados contra objetivos civiles en Ucrania, y cualquier análisis serio de la guerra lleva a una conclusión: No se trata de un «conflicto» simétrico en el que sea posible la mediación entre las partes contendientes (como ocurrió en Mozambique, donde Zuppi y la Comunidad de Sant’Egidio trabajaron para poner fin a una guerra civil). Se trata de una situación completamente asimétrica, en la que un agresor genocida está siendo resistido por un pueblo libre decidido a defender su nación y su soberanía.
En pocas palabras: si Rusia pierde, pierde una guerra. Si Ucrania pierde, pierde Ucrania.
No está claro que esta asimetría fundamental y sus implicaciones para una paz de posguerra hayan sido plenamente comprendidas en la Santa Sede. Durante mi estancia en Roma a principios de este mes (mayo), escuché ecos de la preocupación del Vaticano de que la exigencia del Presidente ucraniano Volodymyr Zelensky de una retirada de todas las fuerzas rusas del territorio ucraniano ocupado dificultaría una solución negociada. Ese análisis no parece tener en cuenta la cuestión política crucial, que es que el Presidente Zelensky, a pesar de toda su elocuencia, está siguiendo la voluntad de su pueblo, no incitándolo a plantear exigencias poco razonables. Se oyeron ecos similares de la preocupación del Vaticano por las posiciones supuestamente extremas respecto a la guerra que están adoptando Polonia y los países bálticos, como si no existiera una preocupación razonable de que cualquier forma de victoria rusa en Ucrania pondría a esos países (y a Moldavia) en la lista de la compra de Vladimir Putin para revertir el veredicto de la guerra fría.
Ciertos círculos vaticanos también parecen decididos a mantener contactos ecuménicos con la Iglesia Ortodoxa Rusa, a pesar del hecho obvio de que la dirección de esa Iglesia es propiedad absoluta del Kremlin, creando así otra asimetría, en la que eclesiásticos católicos «dialogan» con agentes del poder estatal ruso y activos de los servicios de seguridad rusos que aparecen bajo la apariencia de eclesiásticos. Esta solicitud se extiende más allá del Patriarca Kirill de Moscú y toda Rusia (un agente del KGB en la sede del Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra en su juventud) y su nuevo «ministro de Asuntos Exteriores», el Metropolitano Anthony, que es totalmente una creación de Kirill. Sigue abrazando al predecesor de Anthony, el metropolita Hilarión, ahora destinado en Budapest, que aprovechó su visita de veinte minutos con el Papa Francisco durante la reciente visita papal a Hungría para publicar un vídeo en YouTube promoviendo la obscena ficción de que la Rusia de Putin es defensora de la civilización cristiana.
Nada de esto es un buen augurio para una «misión de paz» del Vaticano. Incluso plantea la posibilidad de que la diplomacia vaticana, a falta de un reconocimiento de las asimetrías morales y políticas básicas en esta brutal guerra, pueda empeorar las cosas, con una «misión de paz» mal concebida y mal ejecutada que contribuya a la mentira de que hay partes equivalentes en este conflicto que deben reunirse en una «mediación». Esa falsificación de la realidad, respaldada por lo que algunos percibirán como la autoridad moral de la Santa Sede, podría socavar la determinación occidental de apoyar a la parte agraviada en este conflicto -Ucrania- en aras de lograr lo que inevitablemente sería una paz temporal con el indudable agresor: Rusia.
Para que esto no ocurra, parece imperativo que el Vaticano tome ciertas medidas.
En primer lugar, las más altas autoridades de la Iglesia deberían dejar claro que comprenden el carácter existencial del conflicto: no se trata de una contienda simétrica entre «actores» moral y políticamente iguales. Más bien, la guerra de Rusia contra Ucrania es una agresión injustificada, ilegal y genocida, contra la que Ucrania está llevando a cabo una necesaria y legítima autodefensa.
En segundo lugar, el Vaticano debería suspender todos los contactos ecuménicos formales con la ortodoxia rusa hasta que el Patriarcado de Moscú demuestre que es un organismo eclesial y no un instrumento del poder estatal ruso.
Si Rusia, en respuesta a tales aclaraciones (o por cualquier otra razón), impide o se niega a cooperar con los bienvenidos esfuerzos humanitarios del Vaticano para devolver a los niños ucranianos a Ucrania, el carácter esencial de la agresión de Putin se hará innegable. También lo serán las perspectivas de una «misión de paz» de la Santa Sede que pueda contribuir realmente a la pacificación.
Traducción del original en lengua inglesa realizada por el director editorial de ZENIT.