Obispo Robert Barron
(ZENIT Noticias – Word on Fire / Rochester, 17.06.2024).- La primera semana de junio fue una de las más ricas litúrgicamente de mi sacerdocio. En el marco del “Renacimiento Eucarístico Nacional”, la peregrinación mariana recorrió mi diócesis en dirección a Indianápolis. Procesionamos con el Santísimo Sacramento por las calles de Rochester, Minnesota, y luego celebré una Misa grandiosa y festiva en el Centro Cívico de la ciudad. Pocos días después, celebré una Misa en la ciudad de La Crescent, que se encuentra justo en la orilla de Minnesota del río Mississippi, y luego procesioné con la Eucaristía, en compañía de unas tres mil personas, hasta La Crosse, en la orilla de Wisconsin. Al final de la procesión, entregué la custodia a mi colega, Gerard Battersby, obispo de La Crosse, y celebramos juntos la Misa para la multitud congregada en el Centro Cívico de La Crosse. Todos estos servicios de oración y liturgias eucarísticas se caracterizaron por los cantos, las campanas, el incienso que salía de los incensarios, los suntuosos ornamentos y las letanías en abundancia. Al día siguiente de la Misa de La Crosse, tuve el privilegio de ordenar sacerdotes a tres jóvenes para mi diócesis de Winona-Rochester. La liturgia de ordenación, una de las más bellas del repertorio de la Iglesia, incluyó -además de todo lo que acabo de mencionar- la unción de las manos de los recién ordenados, una bienvenida formal por parte de todos los sacerdotes presentes y una ceremonia de investidura.
Todo ello fue maravilloso. Todo ello, estoy seguro, elevó los corazones y las almas de quienes lo vivieron. Pero en la mente de algunos, este tipo de gran despliegue litúrgico da lugar a una pregunta, incluso a una crítica: ¿Qué tiene que ver con la labor de la Iglesia de atender a los enfermos y los necesitados? ¿Qué tiene que ver todo esto con Jesús, que recorría, simplemente vestido, los polvorientos caminos de Galilea y tendía la mano a los pobres? ¿Acaso la preocupación por la música, los ornamentos, las procesiones, las letanías, etc., equivale a una especie de esteticismo quisquilloso, a una fijación por las tonterías litúrgicas? De hecho, ¿no oímos a menudo precisamente esta crítica de sacerdotes mayores hacia sacerdotes más jóvenes?
Permítanme decir que, en la medida en que es válida, esta preocupación es válida, porque la Iglesia, como nos ha recordado Joseph Ratzinger, hace tres cosas: en efecto, adora a Dios, pero también evangeliza y sirve a los pobres. Y el genio particular de la Iglesia se manifiesta cuando logra mantener estas tres tareas en equilibrio, cada una corrigiendo a las otras y cada una conduciendo a las otras. Si se me permite, por el bien de este artículo, centrarme en la primera y la última de estas responsabilidades esenciales, el culto a Dios debe conducir al cuidado de los pobres, y el cuidado de los pobres debe conducir al culto a Dios, y esto por una sencilla razón. El culto consiste en centrarnos en Dios, asegurando con gestos, palabras, cantos, procesiones, etc., que Dios es la preocupación central y última de nuestras vidas. Pero cuanto más amamos a Dios, más amamos a aquellos a quienes Dios ama; y cuanto más amamos a aquellos a quienes Dios ama, más amamos a Aquel que los hizo amables en primer lugar. Por eso San Juan nos dice que el que dice que ama a Dios pero odia a su prójimo es un mentiroso, y por eso el Señor mismo insistió en que hay dos mandamientos indispensables: el amor a Dios y el amor a los hermanos. Quisiera expresar esto como un principio: cuanto más alto se va litúrgicamente, más bajo se debe ir en el servicio a los pobres; y cuanto más bajo se va en el servicio a los pobres, más alto se debe ir litúrgicamente. El peligro es un énfasis unilateral en la liturgia o un énfasis unilateral en el servicio, el primero conduce a la irritación y el segundo reduce a la Iglesia a una organización de servicio social.
Hay tantas grandes figuras en la historia reciente de la Iglesia que encarnaron mi principio en sus vidas y en su trabajo. Uno podría pensar en Dorothy Day, la fundadora del Movimiento del Trabajador Católico. No hubo nadie en la Iglesia del siglo XX más dedicada a servir a los pobres y a los hambrientos y a luchar contra la injusticia social que Dorothy Day, y sin embargo su devoción a la oración, a la Bendición, al Rosario, a los frecuentes retiros espirituales y, por supuesto, al Santísimo Sacramento era absoluta. La Madre Teresa de Calcuta fue un icono del servicio durante su largo ministerio entre los más pobres de los pobres. Ningún católico del siglo XX tuvo un compromiso más encarnado con el sufrimiento y se identificó más con él que la Madre Teresa, y sin embargo su amor por la oración era ilimitado, su atención a la Eucaristía insuperable. Y si damos la vuelta al principio, podríamos llamar la atención sobre Virgil Michel, Reynold Hillenbrand y Romano Guardini, todos ellos incondicionales del Movimiento Litúrgico que tanto influyó en el Vaticano II. Cada uno de estos caballeros sostenía que lo que sucede en la Misa en su esplendor debe derramarse por las calles como devoción a los miembros sufrientes del Cuerpo Místico de Cristo. Como me contaron sacerdotes mayores de Chicago cuando yo estaba recién ordenado, monseñor Hillenbrand invitó a Dorothy Day al seminario de Mundelein para subrayar precisamente esta relación.
Uno de los tristes acontecimientos de los años posteriores al Concilio Vaticano II es el desmoronamiento de lo que una vez fue una unidad. Ahora los «liberales» tienden a ser los que se preocupan por los pobres y los «conservadores» los que se preocupan por la liturgia. Pero esto es estúpido y peligroso para la Iglesia. Cuanto más seas uno, más deberías ser el otro, y viceversa. Así que, una vez más, me gustaría repetir mi adagio: cuanto más se sube litúrgicamente, más se baja en el servicio a los pobres; y cuanto más se baja en el servicio a los pobres, más se sube litúrgicamente.
Traducción del original en lengua inglesa realizada por el director editorial de ZENIT.
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